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Hachikō: el guardián del último tren 


 Hay historias que el tiempo no puede borrar porque no fueron escritas con tinta, sino con lágrimas. Historias que no pertenecen a un país, sino a toda la humanidad. Historias que nos recuerdan que el amor no conoce de relojes ni de estaciones. Una de esas historias tiene nombre: Hachikō.


Era un perro Akita, nacido en 1923 en una granja cercana a la ciudad japonesa de Ōdate, prefectura de Akita. Su pelaje era dorado claro, su mirada tranquila y noble. No sabía que estaba destinado a convertirse en un símbolo universal de lealtad. Como todos los héroes, comenzó siendo un ser común, un cachorro más en una camada cualquiera.


Un día, su destino cambió. Un profesor de ingeniería agrícola de la Universidad Imperial de Tokio, Hidesaburō Ueno, lo adoptó. El hombre vivía en el barrio de Shibuya, entonces un distrito modesto, lleno de casas bajas y cerezos. Desde el primer momento en que se vieron, algo se reconocieron. El profesor lo llamó “Hachi”, que significa “ocho”, número de la suerte en Japón. Con el tiempo, los vecinos comenzaron a llamarlo “Hachikō”, agregando el sufijo afectuoso que usan los japoneses para quienes aman.


A partir de entonces, se volvieron inseparables. Cada mañana, Hachikō acompañaba al profesor hasta la estación de tren de Shibuya. Lo seguía con paso firme, deteniéndose siempre en el mismo punto de la entrada, donde se despedían. Ueno subía al tren que lo llevaba a la universidad, y Hachikō se quedaba mirándolo hasta que el último vagón desaparecía entre el humo y los rieles.


Y cada tarde, sin falta, el perro regresaba a esperarlo. A la misma hora, en el mismo lugar. Apenas veía asomar el tren de las cinco, se ponía en pie, erguido, con las orejas tensas y los ojos brillantes. Y cuando su dueño aparecía entre la multitud, la cola de Hachikō se agitaba como una bandera feliz. Juntos caminaban de vuelta a casa, atravesando las calles de Shibuya, que comenzaban a llenarse de faroles y murmullos.


Así transcurrió su vida durante más de un año: entre trenes, pasos, caricias y silencios compartidos. Hasta que, un día, el tren llegó… pero su dueño no.


El 21 de mayo de 1925, el profesor Ueno sufrió una hemorragia cerebral mientras dictaba una clase en la universidad. Murió antes de que alguien pudiera llevarlo al hospital. Hachikō nunca lo supo. Pero su corazón, de algún modo, entendió que algo se había roto para siempre.


Aquel día esperó, como siempre, frente a la estación. El tren llegó, la gente bajó, los relojes avanzaron. Y cuando el último pasajero se alejó, el perro siguió allí. Esperó toda la noche, y volvió al día siguiente. Y al otro. Y al otro también.


Durante los nueve años siguientes, Hachikō volvió cada día a la estación de Shibuya a esperar el regreso de su amo. Nueve inviernos, nueve primaveras, nueve veranos y nueve otoños. Lluvia, nieve o sol, nada lo detenía.


La gente comenzó a notarlo. Los trabajadores de la estación lo conocían, los vendedores le dejaban sobras de comida, los pasajeros lo saludaban como a un viejo amigo. Los primeros meses fueron de curiosidad; los años siguientes, de veneración. El perro del profesor Ueno se había convertido en un faro de fidelidad en medio de la indiferencia del mundo moderno.

Algunos intentaron adoptarlo, llevárselo a casa, pero Hachikō siempre regresaba a su lugar frente al andén. Su hogar no era una casa, sino una espera.


El profesor Ueno había muerto, pero en la mente del perro esa palabra no existía. Para él, su amo simplemente tardaba un poco más en volver. Su amor no entendía de finales.


En 1932, un artículo publicado en el diario Asahi Shimbun contó la historia del perro que seguía esperando a su dueño todos los días en la estación de Shibuya. El periodista Hirokichi Saito, que además era un experto en la raza Akita, lo visitó, conmovido. Publicó fotografías, escribió su historia y llevó a Hachikō a un congreso canino, donde fue presentado como el ejemplo supremo de lealtad.


Japón entero se enamoró de él. El pequeño perro se convirtió en un símbolo nacional, una lección viva sobre la fidelidad y el amor. Los escolares aprendían su historia, los adultos la repetían en las tabernas y los ancianos la contaban como una fábula que hablaba de valores perdidos.


En 1934, un año antes de su muerte, se inauguró una estatua de bronce frente a la estación de Shibuya, esculpida por Teru Ando. Hachikō asistió a la ceremonia, rodeado de miles de personas. Fue su único momento de gloria pública, aunque él no lo sabía. No necesitaba honores. Su recompensa era más sencilla: seguir esperando.


El 8 de marzo de 1935, el cuerpo de Hachikō fue hallado sin vida en una calle cercana a la estación. Tenía doce años. Había esperado casi diez desde aquel último tren que nunca trajo a su amo.


La noticia se extendió por todo Japón. Los periódicos la publicaron en portada, y miles de personas acudieron al funeral. Los restos del perro fueron embalsamados y expuestos en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Tokio, donde aún se conservan. Sus huesos, en cambio, descansan junto a los del profesor Ueno, en el cementerio de Aoyama, cumpliendo por fin la promesa que la muerte les había negado.


Pero el tiempo no detuvo la historia. La guerra, que todo lo devora, también alcanzó a Japón. En 1945, durante los bombardeos de Tokio, la estatua original de Hachikō fue fundida para fabricar armas. Parecía el final definitivo. Sin embargo, la memoria de la gente no se derrite tan fácil como el bronce. Terminada la guerra, en 1948, el escultor Takeshi Ando, hijo del autor original, levantó una nueva estatua. Era como si el hijo del artista devolviera la vida al hijo del destino.


Hoy, esa estatua sigue en pie, frente a la salida de la estación de Shibuya. Miles de personas pasan a diario por allí: oficinistas apurados, turistas, enamorados, estudiantes. Algunos apenas la miran; otros se detienen y la tocan con respeto. Y, cada tanto, alguien deja una flor, un dibujo o un trozo de comida a sus pies.


Los japoneses llaman a ese sitio Hachikō-guchi, la “salida Hachikō”. Es punto de encuentro, de reencuentros, de citas. Millones de personas han dicho “nos vemos en Hachikō” sin saber que, en esa frase cotidiana, late la historia de una espera que duró más que una vida.


El mito de Hachikō trascendió fronteras. Su historia fue contada en libros, canciones y películas. En 2009, Richard Gere protagonizó la versión estadounidense Hachi: A Dog’s Tale, que hizo llorar al mundo entero. Pero ninguna versión cinematográfica logra captar del todo la esencia de su historia. Porque Hachikō no fue un símbolo fabricado; fue una vida vivida hasta la última respiración.


Su lección es simple, pero devastadora: amar no es poseer, es permanecer.


Hachikō no sabía de filosofía ni de moral. Su lealtad era instintiva, pura, animal. Pero en esa pureza estaba su grandeza. Fue un espejo donde los hombres pudieron mirarse y descubrir cuánto de humanidad hay en los animales, y cuánto de animalidad en el corazón humano.


Los niños japoneses aún aprenden su historia. Las maestras la cuentan para enseñar que el amor y la constancia no se miden en palabras, sino en gestos. Y que hay esperas que son, en sí mismas, una forma de eternidad.


A veces, cuando cae la noche sobre Tokio y las luces de neón bañan la plaza de Shibuya, alguien jura haber escuchado un ladrido entre el ruido de los trenes. Dicen que, si uno se detiene y guarda silencio, puede ver entre la multitud una figura dorada, un perro quieto, mirando hacia las vías. No busca nada, no reclama nada. Solo espera.


Quizás sea una ilusión, o quizás no. Tal vez Hachikō aún esté allí, cumpliendo su promesa, con la paciencia de los que aman más allá del tiempo.


Y uno no puede evitar pensar que, de algún modo, Ueno también lo espera, en algún andén invisible, con el corazón abierto, sabiendo que el tren de la eternidad trae a bordo a su fiel amigo.


Porque hay amores que no se explican. Hay fidelidades que desbordan las palabras. Y hay esperas que no terminan nunca, porque son en sí mismas una forma de vivir.


Hoy, frente a la estatua de Hachikō, los turistas se sacan fotos, los enamorados se dan la mano, los ancianos suspiran, los niños sonríen. Pero si uno se queda un rato más, cuando cae la noche y el bullicio se disuelve en el rumor del tren, se puede sentir algo distinto: una calma profunda, una ternura que se queda en el pecho.


Y entonces uno comprende que Hachikō no esperó en vano. Su amo no volvió, pero su historia enseñó al mundo lo que el amor verdadero puede hacer.


Y mientras el último tren parte de la estación, en algún rincón invisible del alma, suena un eco leve, casi un suspiro, que dice: “Estoy aquí, maestro. Como siempre.”


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