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Moros, Cristianos y Mujeres Olvidadas



Hay fiestas que parecen intocables, tan viejas y solemnes que uno teme respirar fuerte por miedo a que se desmoronen.


La de Moros y Cristianos es una de ellas.


En cada desfile, las trompetas anuncian una guerra que terminó hace siglos, pero que todavía retumba en el alma de los pueblos españoles.


El polvo de la Reconquista se levanta otra vez, mezclado con pólvora, lentejuelas y orgullo. Desfilan los cristianos con sus cruces relucientes; marchan los moros con sus turbantes y sables curvos.


Es la historia vuelta teatro. El bien y el mal, el triunfo y la derrota, el ayer y el hoy, caminando por las calles entre aplausos y cerveza.


Hasta ahí, todo parece perfecto.Hasta que uno mira con más atención.


Porque detrás de la música y los trajes bordados hay algo que chirría, un detalle incómodo que la gente prefiere no ver:


Las mujeres siguen, en muchos pueblos, fuera del desfile del poder. 


No hay espadas para ellas, ni estandartes que las representen. Apenas flores en el cabello o un papel de acompañante. Y eso, en pleno siglo XXI, tiene gusto a Edad Media sin romanticismo.


Sí, en lugares como Alicante, las cosas empezaron a cambiar. En 1981, Pilar Monllor rompió el muro y desfiló como capitana mora. Una mujer al frente de una comparsa fue un escándalo para algunos, un milagro para otros. Desde entonces, poco a poco, las filas se abrieron y el aire se llenó de nuevas voces, más libres, más auténticas. Pero el cambio no fue fácil ni parejo.


Porque hay rincones donde el tiempo parece dormido.


En muchos pueblos pequeños de La Mancha, todavía se respira un aire de otra época.


Las mujeres miran pasar el desfile desde las veredas, con el mismo gesto que tenían sus abuelas: mezcla de orgullo y resignación. Allí el tiempo no avanza; se repite, como un viejo disco rayado. Las decisiones las siguen tomando los hombres en los bares, entre copas y chanzas, convencidos de que la historia es suya porque la cuentan ellos.


Y ni hablar de Cuenca, donde la historia parece atascada en el barro de los prejuicios. Allí, la tradición no es una fiesta: es una excusa para conservar el poder en manos de los mismos de siempre. 


No importa cuántos siglos pasen ni cuántas banderas flameen: las mujeres siguen siendo invitadas al baile, pero no al mando. Y lo peor es que muchos lo justifican con esa palabra que lo disculpa todo: “tradición.”


La ironía es brutal. Porque, si algo nos enseñó la historia real —no la de cartón piedra que se pasea en los desfiles— es que las mujeres estuvieron ahí, en la trinchera, en el castillo, en el mando.


Isabel la Católica no fue un adorno en la corona: dirigió ejércitos, financió campañas, sostuvo un reino.


Jimena Díaz, viuda del Cid, defendió Valencia con uñas y fuego.


Urraca I de León mandó hombres cuando mandar hombres era casi un delito. Y detrás de esos nombres hay cientos de mujeres sin nombre que resistieron asedios, curaron heridos y mantuvieron viva la esperanza cuando los hombres ya habían caído.


Pero en los desfiles no están.En los programas no figuran.En los discursos nadie las menciona.


Y entonces uno recuerda esa frase de Malala Yousafzai, la muchacha que enfrentó balas por ir a la escuela: “Las tradiciones tienen el poder de unir, pero también la obligación de evolucionar.”Porque una tradición que no se revisa es una cárcel, y una fiesta que olvida a las mujeres es solo una máscara de lo que podría ser.


El día que una mujer encabece un desfile sin necesidad de justificarse, el día que un pueblo entienda que la Reconquista más difícil es la de la igualdad, entonces sí: los aplausos sonarán más limpios, las trompetas menos huecas.Hasta entonces, la fiesta seguirá siendo lo que es: una belleza antigua que, si no se atreve a mirarse al espejo, corre el riesgo de convertirse en caricatura.


Porque, al fin y al cabo, ¿de qué sirve celebrar el pasado si seguimos viviendo en él?


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