top of page
  • Facebook
  • Instagram
Buscar

Judy, el único perro reconocido como prisionero de guerra


Dicen que el coraje no siempre lleva uniforme. A veces tiene patas, un hocico embarrado y una mirada capaz de atravesar la oscuridad. En los días más crueles de la humanidad, cuando los hombres olvidaron la ternura y la muerte tenía horario fijo, una perra de caza inglesa se convirtió en el símbolo de algo que ni las bombas pudieron destruir: la lealtad.


Su nombre era Judy. Nació en Shanghái, en 1936, cuando el planeta entero se agitaba como una bestia herida. Nadie podía imaginar que aquella pointer inglesa sería más que una mascota de marineros: se transformaría en testigo y protagonista de una epopeya que desafió la lógica del dolor. Sobrevivió a dos naufragios, a un ataque de cocodrilo, al hambre, y a tres años y medio en campos de concentración japoneses. Y aun así, cada amanecer lo recibía con la misma misión: proteger a los suyos.


Asignada al HMS Grasshopper, un barco de la Marina Real Británica, Judy aprendió el ritmo de la guerra antes de que los cañones hablaran. Los marineros la veneraban: decían que presagiaba tormentas, que su ladrido era aviso de peligro. Era su talismán. Su ángel con patas.


Pero los ángeles también sangran.


En febrero de 1942, bombarderos japoneses rugieron sobre el mar. Las bombas llovieron sobre el Grasshopper hasta partirlo en dos. El océano se tiñó de fuego y de gritos. Judy saltó al agua, esquivando metralla, cuerpos, y desesperación. Cuando los pocos sobrevivientes llegaron a una isla desierta del Mar de China Meridional, la esperanza se les había evaporado. No tenían comida ni agua potable. El sol los partía en dos. Entonces Judy, flaca, exhausta, comenzó a cavar en la arena. Rascó y rascó hasta que brotó un hilo de agua dulce. Los hombres bebieron y lloraron. Algunos la llamaron milagro; otros simplemente la abrazaron. Desde ese día, Judy dejó de ser la perra del barco: fue la que salvaba vidas.


Poco después, los capturaron. Los japoneses los ataron, los golpearon y los enviaron al campo de prisioneros de Gloegoer, en Sumatra. Judy fue escondida bajo sacos de arroz. Si ladraba, moría. Allí conoció a un aviador británico llamado Frank Williams. Él, deshecho por la guerra, le dio su ración de arroz. Desde ese momento fueron inseparables. En las noches sin luna, cuando los gritos se mezclaban con el zumbido de los mosquitos, ella se echaba a su lado. Era un pequeño calor en medio del infierno.


Los hombres del campo la adoraban. Cuando los guardias se ensañaban con algún prisionero, Judy se interponía, mordía, distraía. Nadie sabía cómo lo hacía, pero siempre estaba donde más la necesitaban. Era el último vestigio de humanidad entre el hambre y la fiebre. Frank sabía que si la descubrían, la matarían. Una noche, mientras el comandante del campo se emborrachaba con sake, apostó su propia vida para salvarla: logró que la registraran oficialmente como prisionera de guerra. Así nació el expediente más insólito del ejército británico: POW 81A — Judy, Pointer, Marina Real Británica. Desde entonces, tenía número, pero su espíritu seguía libre.


En 1944 los trasladaron en el SS Van Warwyck junto a otros prisioneros. El barco, sin marcas de identificación, fue torpedeado por un submarino aliado. La explosión fue brutal. Más de quinientos hombres murieron en minutos. Frank buscó a Judy. La halló atrapada tras una compuerta. Con las manos ensangrentadas la empujó por una abertura diminuta hacia el agua. —¡Nada, Judy, nada! —gritó. Y ella nadó. Durante horas. Entre cuerpos y restos ardientes. Algunos hombres dijeron haber visto una silueta blanca guiándolos entre las olas. Quizás fue ilusión. O quizás fue Judy. Pero muchos sobrevivieron siguiéndola.


Días después, en una costa remota, la encontraron. Exhausta, viva. Frank también sobrevivió, y cuando fue recapturado y llevado a otro campo, Judy apareció allí, como si el destino no tolerara separarlos.


En 1945, al terminar la guerra, fueron liberados. Frank la escondió entre sacos y la llevó a Inglaterra. En 1946, la multitud lloró cuando Judy recibió la Medalla Dickin, el equivalente animal de la Cruz Victoria. En la placa podía leerse: “Por su magnífico coraje y devoción en circunstancias extremas.” Ella, ajena al protocolo, solo movió la cola.


Frank la cuidó hasta el final. En 1950, a los trece años, Judy murió. La enterraron envuelta en su chaqueta de la RAF, con sus medallas: la Estrella del Pacífico, la Estrella 1939-1945 y la Medalla de Defensa. En su tumba, Frank hizo grabar una frase que resume todo: “Ella salvó mi vida más veces de las que yo pude salvar la suya.”


Hay algo en la mirada de los animales que el hombre ha olvidado: una mezcla de inocencia y coraje, de aceptación y desafío. Judy no conocía la patria ni la guerra, pero entendía lo esencial: la vida del otro vale tanto como la propia. Isabel Allende habría dicho que Judy llevaba en su corazón las almas de los que murieron con ella, que su espíritu vaga todavía por las costas del Pacífico buscando a los perdidos. Arlt, en cambio, la habría pintado como una criatura rebelde, una alma insurgente que le ladró a la muerte porque no sabía rendirse. Y quizás ambos tendrían razón.


El heroísmo de Judy no nació del deber, sino del amor. No obedecía órdenes ni recibía paga. No entendía de imperios ni de banderas. Solo sabía cuidar. Por eso su historia persiste: porque nos recuerda que el verdadero valor no se grita, se demuestra. Que incluso en el infierno, un acto de ternura puede redimir al mundo.


Frank, ya viejo, solía visitar su tumba. A veces le hablaba, otras solo apoyaba la mano sobre la tierra y recordaba el sonido de sus pasos entre la selva y el barro. “Ella me enseñó a sobrevivir”, murmuraba. Y uno comprende que Judy no fue solo un perro. Fue la encarnación del alma humana cuando el alma humana se había perdido. Una llama que no se apagó ni con bombas ni con odio. Porque los verdaderos héroes caminan en silencio, con la mirada limpia y el corazón dispuesto. Y cuando el mundo se oscurece, son ellos los que nos enseñan a volver a creer.


Así sigue viva Judy, la prisionera del alma libre, la perra que enfrentó la guerra con el arma más poderosa de todas: el amor que no se rinde.


ree

 
 
 

Comentarios


¿Queres ser el primero en enterarte de los nuevos lanzamientos y promociones?

Serás el primero en enterarte de los lanzamientos

© 2025 Creado por Ignacio Arnaiz

bottom of page