La independencia en suelo boliviano: sangre, polleras y fogatas en la montaña
- Roberto Arnaiz
- hace 3 días
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En Bolivia la independencia no nació en congresos de doctores ni en salones perfumados con cera de candelabros. No hubo discursos solemnes ni retratos al óleo de caballeros de levita. Nació en plazas embarradas, manchadas de sangre coagulada, donde los perros hambrientos disputaban los restos de los caídos. Nació en quebradas heladas donde la muerte tenía el rostro de la puna: un viento cortante, un silencio brutal, cadáveres olvidados en las barrancas. Nació en fogatas encendidas a escondidas en la montaña, donde campesinos y mujeres con pollera discutían el próximo ataque mientras los ejércitos regulares, derrotados y famélicos, retrocedían sin rumbo.
La libertad en suelo boliviano fue más larga, más cruel, más sucia y desgarradora que en cualquier otro rincón de América. No se forjó en los papelones del Congreso ni en los tratados con letra elegante. Se escribió con barro, pólvora mojada y lágrimas.
Aquí no hubo un camino recto de héroes de uniforme impecable y espadas relucientes. Hubo hambre que doblaba espaldas, traiciones de cabildos que juraban lealtad y después entregaban guerrilleros, cuerpos colgados en las plazas para escarmiento, mujeres que empuñaban la lanza con la pollera levantada, hombres que morían sin nombre ni tumba, sin cura que los bendijera. Fue una guerra donde el heroísmo olía a sudor y a tierra mojada, no a perfume de gabinete.
Y hubo un puñado de voces que se animaron a dejar testimonio. Entre ellas, la de José Santos Vargas, el Tambor Vargas, apenas un adolescente que golpeaba un tambor en las guerrillas y que, en ratos robados a la muerte, escribía con letra temblorosa lo que veía. Su diario no tiene frases de mármol ni proclamas para la eternidad. Tiene hambre, tiene miedo, tiene fogatas apagándose bajo la nevada, tiene mujeres arengando a hombres derrotados. Es un espejo sin maquillaje de lo que fue la independencia en el Alto Perú.
Los primeros gritos: Chuquisaca y La Paz, 1809
Mucho antes de que en Buenos Aires se alzara el cabildo de mayo con cintas celestes y blancas, en las ciudades de Chuquisaca y La Paz ya ardía el fuego que anunciaba la tormenta. Era 1809 y, en las aulas de Chuquisaca, los estudiantes de la Universidad de San Francisco Xavier discutían a escondidas las ideas prohibidas. Allí, entre pupitres de madera y claustros silenciosos, se murmuraba de libertad, se citaba a Rousseau y se mascullaba odio contra el poder del virrey.
El pueblo, cansado de cargar tributos y humillaciones, acompañó con gritos, pasquines y manifestaciones. Fue un desafío abierto, casi suicida, contra la corona. No tenían ejércitos ni caudillos: tenían apenas la fuerza de la palabra, esa ingenuidad luminosa de los que todavía creen que la justicia puede imponerse con manifiestos.
El eco llegó a La Paz, y allí la chispa se convirtió en incendio. Pedro Domingo Murillo, comerciante y conspirador, reunió hombres y levantó la bandera de la rebelión. El aire en la ciudad era pólvora: campanas que llamaban a la insurrección, muchedumbres enardecidas, discursos que prometían libertad. Por un instante, La Paz pareció capital de una nueva patria.
Pero el imperio no perdona sueños. Los realistas, con su maquinaria de terror, sofocaron la revuelta con fusiles y horcas. Murillo fue capturado, juzgado sin clemencia y llevado al cadalso. Imagine la escena: la plaza oscura, el verdugo ajustando la cuerda, los vecinos mirando en silencio con el corazón helado. El cuerpo del caudillo balanceándose bajo la soga, como un péndulo macabro que marcaba la hora del miedo.
Y sin embargo, en ese instante final, Murillo escupió la frase que todavía atraviesa los siglos como un rayo: “La tea que dejo encendida nadie la apagará.” Era un grito y una profecía. Los realistas podían colgar cuerpos, podían sembrar terror, podían llenar las plazas de sangre… pero no podían apagar esa llama.
Esa tea encendida en 1809 ardió dieciséis años, en quebradas y fogatas clandestinas, hasta alumbrar la independencia.
El eco de Katari y los mártires indígenas
Detrás de esos gritos urbanos de 1809 latía un eco más antiguo, más feroz y más visceral: el de Túpac Katari y Bartolina Sisa. En 1781, casi treinta años antes, habían puesto a La Paz contra las cuerdas con un ejército de cuarenta mil indígenas. Cuarenta mil hambrientos, descalzos, armados con hondas, lanzas de madera y piedras, sitiando una ciudad orgullosa que se creía inexpugnable.
El sitio fue largo, cruel, insoportable. En La Paz se moría de hambre mientras, afuera, la multitud aymara levantaba altares, celebraba ritos y esperaba el momento de quebrar el dominio español. Katari no era noble, no tenía títulos ni pergaminos: era hijo de la humillación, y esa condición lo volvía más peligroso que cualquier general con charreteras.
El final fue brutal. Katari fue capturado, arrastrado, descuartizado en la plaza. Sus miembros repartidos por los pueblos como advertencia, su cabeza exhibida en La Paz como trofeo de terror. Bartolina Sisa, su compañera de lucha, sufrió la misma suerte: colgada, torturada, convertida en espectáculo de horror para escarmentar a los suyos.
Pero el castigo se volvió semilla. En lugar de apagar la rebelión, la encendió en las entrañas del pueblo. Cada indígena que empuñaba una honda, cada campesina que levantaba una piedra contra un soldado, lo hacía recordando el grito de Katari: “Volveré y seré millones.” Ese juramento, medio mito, medio profecía, corría como pólvora en la memoria colectiva.
Los pueblos originarios fueron la carne de cañón de toda la revolución. Los que cargaban sobre la espalda el látigo del tributo, los que morían en los socavones de Potosí sin ver jamás la luz del sol, los que soportaban la humillación diaria de corregidores ebrios y crueles. Ellos no necesitaban leer a Rousseau ni a Montesquieu: sabían en carne viva que la libertad se peleaba con machete, con hambre y con sangre.
Y cuando en 1809 los criollos encendieron la mecha en Chuquisaca y La Paz, el recuerdo de Katari y Bartolina ardía como un tizón oculto bajo las cenizas, listo para volver a prender fuego a los Andes.
Las mujeres combatientes: polleras como estandartes
En el Alto Perú, la independencia no fue desfile de sables relucientes ni oratoria de tribunos engalanados. Fue carne rota, y en esa carne estuvieron también las mujeres, que mezclaron maternidad y guerra en la misma piel.
Ahí estaba Juana Azurduy de Padilla, embarazada, pero al frente de sus tropas, arrebatando estandartes realistas en el fragor del combate. Perdió a cuatro de sus hijos en medio de la guerra, los enterró entre balas y lanzas, y aun así siguió adelante, con la mirada fija en la libertad. No se rindió nunca: guerrera, madre y símbolo de un pueblo que no se arrodillaba.
Ahí estaban también Bartolina Sisa y Gregoria Apaza, colgadas, torturadas, desmembradas, convertidas en espectáculo de horror para los colonizadores. Creyeron que con el cadalso y la soga se acababa el desafío; pero aquellas muertes, en lugar de apagar la llama, se volvieron brasas que ardieron por generaciones.
Y estaban, sobre todo, las capitanas de pollera, esas anónimas que nos revela José Santos Vargas en su Diario de un Comandante de la Guerra de la Independencia. Campesinas que escondían cuchillos, cartas y cartuchos entre los pliegues de la pollera. Mujeres que daban órdenes, que organizaban emboscadas, que castigaban a los desertores. Vargas lo escribió con la sencillez de quien sabe lo que ve: “Las mujeres alentaban más que los hombres.”
Imagine la escena: la niebla bajando en una quebrada, la patrulla realista avanzando confiada, y de pronto el grito de una capitana de pollera que da la señal. El tambor de Vargas golpea, las hondas silban, los machetes caen. Los soldados de casaca bordada se desbandan, derrotados por mujeres que apenas unas horas antes parecían vendedoras de mercado.
Y cuando caía la noche helada en la puna, eran ellas las que repartían el charqui, las que encendían la fogata, las que cantaban para que la moral no se desplome en la oscuridad. Con un brazo acunaban a un niño, con el otro empuñaban la lanza. Ni medallas ni monumentos tuvieron: su bronce fue el frío de la cordillera y su gloria, mantener en pie la guerra cuando los hombres caían vencidos por el hambre y el miedo.
Las republiquetas: ejércitos de barro y hambre
Cuando los ejércitos regulares del Río de la Plata se deshacían en derrotas —cuando Belgrano retrocedía maltrecho, cuando las columnas se desbandaban después de Ayohuma o Vilcapugio—, la resistencia quedaba en manos de los invisibles: las republiquetas.
No eran ejércitos, eran espectros. Campesinos armados con hondas, lanzas improvisadas y machetes oxidados. Mineros escapados del socavón, con la piel curtida por el mercurio, que cambiaban la pala por el fusil robado a un enemigo muerto. Mujeres de pollera convertidas en capitanas, con la falda cargada de cartuchos y cuchillos.
Vivían escondidos en quebradas, en cerros pelados, en pajonales donde el viento cortaba la piel como navaja. Dormían sobre piedras, comían lo que encontraban: un pedazo de charqui duro como hueso, un puñado de maíz robado. Morían como perros en emboscadas, desangrándose en la nieve sin un sacerdote que rezara por ellos. Pero mantenían viva la guerra.
Su táctica era la del hambre y la astucia: atacar convoyes en la madrugada, incendiar graneros, hostigar guarniciones, y después desaparecer en la neblina como fantasmas. Nunca daban batalla frontal: sabían que de frente la derrota era segura. Jugaban al desgaste, al zarpazo inesperado, al golpe de sombra.
Y allí estaban los caudillos olvidados. Vicente Camargo, con su montonera que parecía multiplicarse en los cerros. Eustaquio Méndez, astuto y feroz, símbolo de una resistencia que se negaba a morir. Pedro Domingo Murillo, antes de su martirio, encendiendo la llama de La Paz. Ninguno llegó a los billetes ni a las estatuas de bronce, pero todos escribieron la independencia con la tinta más dura: la sangre.
Y estaba también el Tambor Vargas, adolescente con un tambor atado al pecho. Lo golpeaba con furia en medio de la neblina para anunciar el ataque. Ese redoble, pobre y metálico, hacía temblar a los soldados realistas que se creían invencibles. Imagina la escena: el eco de un tambor que resuena entre los cerros, seguido de gritos y piedras que llueven desde la oscuridad.
Las republiquetas no fueron un apéndice de la revolución. No fueron un pie de página. Fueron el corazón encendido, el fuego que no dejó morir la llama cuando todo parecía perdido. Sin ellas, la independencia en Bolivia se habría apagado mucho antes de 1825.
Belgrano, San Martín y Güemes
La causa del Alto Perú también tuvo nombres de peso, gigantes que cargaron la independencia en sus espaldas aunque el destino les fuera adverso.
Manuel Belgrano, abogado vuelto general por necesidad, condujo al Ejército del Norte hasta las alturas. Dio victorias memorables en Tucumán y Salta, batallas donde la patria se sostuvo por un hilo y él lo amarró con desobediencia y coraje. Pero también sufrió las derrotas que marcaron con hierro caliente la campaña: Vilcapugio y Ayohuma. Lo vio todo: soldados descalzos, sin pólvora, hambrientos, y un gobierno en Buenos Aires que lo abandonaba a la suerte. Enfermo, escribía cartas suplicando auxilios mientras la puna devoraba hombres y esperanzas. Fue héroe en la gloria y mártir en la derrota.
José de San Martín, con la lucidez fría del estratega, comprendió lo que Belgrano ya intuía: por el Alto Perú no se podía quebrar al imperio. Las montañas eran una muralla imposible, las derrotas, un cuchillo en el alma. San Martín eligió otro camino: preparar el cruce de los Andes, liberar Chile, caer sobre Lima desde el Pacífico. No fue cobardía ni renuncia: fue visión. Mientras otros chocaban contra la roca, él buscó la grieta que podía quebrarla.
Y estaba Martín Miguel de Güemes, el caudillo de la frontera, el centinela de poncho rojo que desde Salta y Jujuy levantó a sus gauchos como muralla viva. No eran soldados regulares, eran hombres del campo que con lanzas improvisadas contenían al ejército realista cada vez que intentaba bajar al corazón del Río de la Plata. Güemes, herido de muerte, montaba aún en su caballo para dar ejemplo. Y cuando al fin cayó, su nombre quedó tatuado en la tierra que defendió hasta el último aliento.
Sin ellos, sin Belgrano resistiendo contra todo, sin San Martín abriendo el camino por los Andes, sin Güemes sosteniendo la frontera con carne de gaucho, la guerra en el Alto Perú se habría hundido mucho antes. Ellos fueron la delgada línea que evitó que la independencia muriera en pañales.
Las derrotas que dolieron como puñales
Pero no todo fue heroísmo ni gloria. La independencia en el Alto Perú también se escribió con derrotas que dolieron como cuchilladas en el pecho.
En Vilcapugio y Ayohuma (1813), Belgrano marchó con un ejército descalzo, hambriento, mal armado. Soñaba con repetir el milagro de Tucumán y Salta, pero la puna no perdona ilusos. El desastre fue total: soldados muertos bajo la metralla, armas perdidas, caballos reventados en la huida. La puna quedó teñida de sangre y silencio. Los sobrevivientes vagaban como sombras, con los pies destrozados, arrastrándose en el barro, implorando socorro que nunca llegó desde Buenos Aires. Era la imagen de la revolución quebrada, de un ejército que peleaba con la miseria a cuestas más que con los realistas.
Y luego vino Sipe Sipe (1817), la derrota definitiva. Allí se derrumbó, de un golpe seco, el sueño de liberar el Alto Perú desde las Provincias Unidas. La catástrofe fue total: el ejército del Río de la Plata, reducido a cenizas, huyendo en desbandada, mientras los realistas consolidaban su dominio. Para los revolucionarios fue como tragar vidrio molido: la certeza de que estaban solos, de que la ayuda no vendría, de que la libertad no iba a llegar en desfiles de triunfo sino en años de guerrillas, hambre y muerte.
Cada derrota no fue solo un revés militar. Fue un mazazo moral. Era ver cómo los hombres caían en la nieve, cómo las mujeres quedaban viudas, cómo los pueblos que habían entregado lo poco que tenían eran arrasados por la represión. Era el precio de pelear contra un imperio sin recursos, sin respaldo, con apenas el fuego de la voluntad.
¿Por qué las Provincias Unidas perdieron el Alto Perú?
El sueño de hacer del Alto Perú una provincia más de las nacientes Provincias Unidas se fue pudriendo a golpes de realidad. No fue la falta de voluntad popular —porque en cada quebrada había hombres y mujeres dispuestos a pelear hasta con piedras—. Fue la conjunción maldita de derrotas, distancias y traiciones la que dictó la pérdida.
Primero, las derrotas militares. Vilcapugio, Ayohuma y, sobre todo, Sipe Sipe. Cada nombre es un martillazo en la frente. El ejército de Belgrano, descalzo y famélico, se desangró en la puna. El de Rondeau terminó en una huida vergonzosa, con soldados arrojando fusiles para salvar la vida. La esperanza porteña de sostener ejércitos en esas montañas quedó destrozada, como un espejo hecho añicos.
Segundo, la geografía cruel. El altiplano era un verdugo silencioso: frío que rajaba los huesos, hambre que carcomía las tripas, caminos interminables que tragaban mulas y hombres por igual. Buenos Aires apenas podía dar de comer a su propia gente; ¿cómo sostener expediciones en ese infierno de altura?
Tercero, la ambigüedad de las élites locales. En los cabildos de Charcas, Potosí o La Paz, muchos criollos temían más al rugido indígena que a la autoridad española. Veían en la revolución un monstruo de dos cabezas: libertad para ellos, pero también levantamiento de indios y mestizos. Entonces pactaban a escondidas, apoyaban a medias, entregaban guerrilleros a cambio de mantener sus privilegios. Preferían el yugo de Lima antes que el centralismo de Buenos Aires y el fantasma de la igualdad.
Cuarto, la soledad política. Mientras las Provincias Unidas se desangraban en guerras civiles, mientras se discutía si la capital debía ser en Buenos Aires o en otro sitio, mientras caudillos se peleaban por banderas y constituciones, los guerrilleros del Alto Perú resistían casi solos. Era un reloj descompasado: los porteños con sus congresos y sus pleitos, los republiquistas con sus hondas y lanzas en la montaña. Esa diferencia de ritmos abrió una grieta imposible de cerrar.
Así, cuando Bolívar y Sucre entraron en 1825 a poner el sello de la independencia, la semilla ya estaba regada con sangre. Bolivia nació no porque su gente rechazara ser parte de las Provincias Unidas, sino porque las derrotas, la distancia y las traiciones la empujaron a un destino propio. Fue una independencia parida con dolor y abandono, hija no de la voluntad sino de la fatalidad.
El desenlace con Bolívar y Sucre
Recién en 1825, después de dieciséis años de guerra, aparecieron los libertadores de uniforme impecable y discursos solemnes. Bolívar entró como héroe, Sucre como vencedor, envueltos en vítores y aclamaciones. Fundaron la república que llevaría el nombre del primero, como si la libertad hubiera llegado en un acto teatral de gloria.
Pero detrás de esa imagen oficial había un paisaje de huesos. Miles de muertos sin nombre: campesinos enterrados en quebradas, mujeres de pollera olvidadas en fosas comunes, guerrilleros que jamás escucharon la palabra independencia. Los vítores de La Paz en 1825 retumbaban sobre tumbas anónimas donde yacían los verdaderos vencedores.
La independencia no nació en los congresos ni en las entradas triunfales. Se había parido antes, con sangre y barro, en emboscadas nocturnas y marchas interminables, en la obstinación de las republiquetas que resistieron cuando todo parecía perdido. Bolívar y Sucre recogieron la cosecha que los anónimos habían sembrado con cadáveres.
Y así, Bolivia nació. No del mármol de las proclamas, sino de la entraña desgarrada de un pueblo que, a fuerza de hambre, dolor y dignidad, se negó a rendirse.
Epílogo: la tea encendida
La historia oficial prefirió la versión pulida, la que se aprende en manuales escolares: Bolívar y Sucre entrando victoriosos, congresos solemnes, himnos que suenan como trompetas celestiales. Pero la verdadera independencia boliviana se escribió con tinta espesa y oscura: la sangre de Murillo colgado en La Paz, los huesos dispersados de Katari y Bartolina como advertencia, las polleras de las capitanas flameando como banderas en quebradas heladas, los tambores del joven Vargas redoblando en la noche como un corazón obstinado, las derrotas de Vilcapugio, Ayohuma y Sipe Sipe marcando a fuego que la libertad nunca se concede, se arranca con dientes, uñas y sangre.
Por eso, cuando se habla de independencia en Bolivia, hay que mirar más allá de los bronces y las estatuas. Fue la más larga, la más feroz, la más desgarradora. Y se sostuvo en los hombros de los invisibles: indígenas sometidos al tributo, mestizos sin nombre, campesinas que se volvían capitanas, republiquistas que combatían con hondas y hambre. Ellos fueron los cimientos.
La tea encendida en 1809 no la apagó la horca, ni el descuartizamiento, ni las derrotas más amargas. Esa llama siguió ardiendo en cada fogata de la montaña, en cada emboscada en la puna, en cada pollera convertida en estandarte. Iluminó el camino hasta 1825.
Y todavía hoy, cuando una wiphala flamea en la altura, late el eco de esa tea encendida: no como recuerdo muerto, sino como herida abierta que arde en la memoria del pueblo, recordándonos que la independencia no fue un regalo, sino una conquista arrancada a la historia con dolor y dignidad.

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