Las Heras: El General que Nunca Retrocedió
- Roberto Arnaiz
- 1 jul
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 11 jul
Las balas caían como piedras del cielo. Era la noche de Cancha Rayada. El ejército patriota huía, el desastre era un hecho. Y en medio del caos, un hombre se negaba a retroceder: Juan Gregorio de Las Heras. Apretaba el sable como quien sujeta una causa que se le escapa entre los dedos, daba órdenes mientras otros gritaban, y salvaba lo que todos daban por perdido. Esa noche, nació la leyenda del general invicto.
No siempre los héroes nacen con clarines. A veces, son comerciantes con la mirada aguda y la pluma prolija, que un día dejan las cuentas y los libros para empuñar un fusil porque la patria les exige algo más que rutina. Así comenzó la historia de Las Heras cuando, en 1806, los ingleses desembarcaron en el Río de la Plata con la seguridad insolente de los imperios. Buenos Aires, aún sin nación, parió soldados en cada esquina.
Tenía 26 años. Se alistó en la Compañía del Comercio, una de las milicias urbanas formadas por vecinos. Luchó con coraje durante la primera invasión y luego fue promovido a sargento del Escuadrón de Húsares de Pueyrredón. Aquella guerra urbana fue su bautismo. Y ya nada volvería a ser igual.
Cuando estalló la Revolución de Mayo en 1810, Las Heras estaba en Córdoba. Se unió al Batallón de Patricios cordobeses. El 24 de octubre fue nombrado sargento mayor. Luego, comandante de la guarnición.
En 1813 cruzó los Andes con el Batallón de Auxiliares Argentinos. Peleó en Cucha Cucha, Chillán, Membrillar, El Roble. Fue herido por primera vez en Chillán, por metralla en la pierna. No pidió relevo. No dijo nada. Era un silencio que ordenaba más que mil gritos.
En 1814, el desastre de Rancagua empujó a los patriotas de vuelta a la cordillera. Las Heras organizó la retirada que salvó a los sobrevivientes. San Martín le dio el mando del Regimiento 11. Le confió hombres, cañones, esperanza.
En enero de 1817 partió del Plumerillo. Cruzó la cordillera por el Paso de Uspallata con toda la artillería. Peleó en Picheuta, Achupallas, Guardia Vieja. Tomó Santa Rosa. El 12 de febrero, en Chacabuco, fue pieza clave.
Luego fue al sur, derrotó a Ordóñez en Curapaligüé y Cerro Gavilán. En el asalto a Talcahuano, Las Heras propuso un plan más prudente y conocedor del terreno, pero Bernardo O’Higgins, entonces director supremo de Chile, decidió seguir la estrategia del general francés Miguel Brayer, un veterano de las guerras napoleónicas, que subestimó la resistencia realista y propuso un ataque frontal.
El resultado fue un desastre. Perdió la mitad de sus hombres. Una esquirla le rasgó el brazo derecho. La sangre chorreaba, pero no soltó el sable. No aún. No mientras alguno de los suyos respirara. Caminó entre los cuerpos, en silencio. Cerró los ojos de un soldado caído con dos dedos de barro.
Y entonces, Cancha Rayada. Caos. Humo. Gritos. San Martín casi es capturado. Las Heras, con 3.500 hombres, resistió, replegó, salvó los cañones. San Martín lo miró con gratitud muda: “Si usted no hubiera estado... todo habría terminado.”
Tres semanas después, en Maipú, comandó el ala derecha. Aplastó al enemigo. Recibió la rendición de Ordóñez. Fue herido una vez más. Jamás se quejó.
Combatió en más de quince batallas: Quechereguas, Cucha Cucha, Chillán, El Roble, Chacabuco, Curapaligüé, Cerro Gavilán, Talcahuano, Cancha Rayada, Maipú, Callao. Fue herido al menos tres veces. Nunca fue vencido.
La guerra en Chile había sido salvada. Pero la mirada de Las Heras ya apuntaba más lejos. La independencia no estaba completa mientras el virrey siguiera mandando desde Lima.
En 1820, como Jefe del Estado Mayor de la Expedición Libertadora, desembarcó en Paracas. Tomó Pisco, organizó operaciones desde Huaura, sitió el Callao durante 40 días. Fue nombrado mariscal. Pero cuando Monteagudo tramó intrigas y el gobierno limeño se llenó de salones aristocráticos, Las Heras se retiró. No había nacido para el protocolo.
En 1824 fue elegido gobernador de Buenos Aires. Firmó tratados con España e Inglaterra. Apoyó a los Treinta y Tres Orientales. Pero su ministro de Hacienda le negó fondos. Sin recursos, la guerra contra Brasil quedó varada.
En 1826, Rivadavia fue presidente y Las Heras renunció sin una queja. La política ya no le interesaba. Lo suyo eran las campañas, no los pasillos. Así que se fue. Cruzó los Andes por última vez, esta vez sin tropas, sin estandartes. Sólo con su nombre y su dignidad intacta.
Partió a Chile. Allá fue recibido como héroe. Se casó con María del Carmen Larraín. Tuvieron cinco hijos. Fue jefe del Estado Mayor chileno hasta 1830. Su casa fue refugio de exiliados argentinos: Sarmiento, Mitre, Alberdi.
A veces, en las noches frías de Santiago, Las Heras se sentaba junto al fuego, con un niño dormido en las rodillas y Sarmiento discutiendo política a su lado. Nadie habría dicho que ese hombre callado, de barba blanca y mirada profunda, había salvado la independencia del continente.
En 1863, pidió el retiro. El presidente chileno fue en persona: “El Ejército de Chile no puede prescindir de usted.” Tenía 83 años. Murió en 1866. En silencio. Como siempre.
En 1906, sus restos fueron repatriados. Ahora descansa junto a San Martín y Guido en la Catedral Metropolitana. El sable que nunca soltó duerme con él. Y si el silencio no es olvido, entonces la patria todavía le debe una palabra: gracias.
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Fuentes consultadas:
Antonio Las Heras, Juan Gregorio de Las Heras, el Invicto. Infobae, 2024.
Félix Luna, Grandes protagonistas de la historia argentina, Editorial Planeta, 1999.
Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, 1869.
Carlos Segreti, Las Invasiones Inglesas y los inicios del patriotismo criollo, Ed. Cívicas, Bs. As., 1992.
Archivo General de la Nación Argentina. Sección Ejército de los Andes y Campaña al Perú.
Biblioteca del Congreso de la Nación Argentina. Expedientes biográficos.
Museo Histórico Nacional y Museo Militar de Chile. Archivos sobre el Ejército Libertador y correspondencia de Las Heras.






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