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Malvinas: la dignidad tuvo rostro de soldado

Actualizado: 11 jul


No había refugio. Solo trincheras cavadas con las uñas. El viento sur, afilado como cuchilla, te raspaba los párpados. Y sin embargo, ahí estaban: con los pies mojados, la boca apretada, el uniforme remendado y la convicción intacta. Se llamaban argentinos.


En 1982, la Patria se puso de pie con uniforme y sin vacilar. No fue por discursos ni por gestos grandilocuentes. Fue por algo más puro: el deber. Y quienes lo encarnaron fueron los soldados de nuestras Fuerzas Armadas. No eran criaturas frágiles, eran hombres con instrucción, obediencia y temple. Muchos tenían apenas 18 años, pero sabían lo que hacían. El 70% tenía menos de 25, y sin embargo, sostuvieron la línea de fuego como veteranos curtidos.


Fueron 23.544 argentinos los que combatieron, con nombre, rango y valor. Desde la selva de Misiones hasta los cañadones fueguinos, todos dijeron presente. Muchos no conocían el mar. Venían del monte, del campo, del barro rojo, de los cañaverales del norte o de las bardas patagónicas. La patria no les preguntó de dónde eran. Solo les pidió valor.


Y cuando el avión tocaba pista en Malvinas, no se bajaban con miedo: se bajaban con el pecho inflado de patria.


No estaban improvisando una guerra. El Regimiento de Infantería 25, los comandos del Ejército, los infantes de marina, los pilotos de la Fuerza Aérea... todos sabían qué hacían. El Capitán Pedro Giachino fue el primero en caer, en Puerto Argentino. No reculó. Entró al combate sabiendo que saldría herido o muerto, y aun así fue el primero en abrir la puerta.


En los montes barridos por la niebla, el Teniente Reyes, con 25 años y el temple de los grandes, sostuvo la defensa de su posición junto a su equipo del Regimiento de Infantería 25. Allí donde otros titubean, él se mantuvo firme, como roca en medio del vendaval.


En la costa, el Comando Fernández derribó un Sea Harrier con un Blowpipe y luego, en un gesto de humanidad que emociona, rescató al piloto británico del mar. No lo humilló. Le devolvió la vida. Porque la nobleza también viste uniforme. Y en la oscuridad del monte, después de una incursión de comandos, Lauría cargó a un camarada herido en el talón sobre sus hombros durante más de catorce horas. No lo soltó ni para dormir. Caminó entre barro, lluvia y metralla, con su amigo colgado como un hijo al que no se abandona. Porque en la guerra, lo más sagrado es el que pelea a tu lado.


Y desde la Primera línea de fuego, el Capitán Jiménez Corbalán combatió con su sección hasta que pisó una mina antipersonal. Voló por los aires. Quedó inconsciente. Creyeron que había muerto. Pero dos valientes soldados cruzaron el campo minado y lo sacaron con vida. Lo internaron, lo vendaron, lo alimentaron. Pero él, con la certeza de que podía morir en cualquier momento, se escapó del hospital de convalecientes. Prefería la intemperie al encierro. Prefería morirse en libertad. Pero no murió.


Lo subieron al buque hospital Canberra. Le sacaron cinco rollos de fotos. Le quisieron sacar la libreta. Lo apuntaron. Lo amenazaron. Se la devolvieron. Esa libreta era su diario de guerra. Escribía a escondidas, entre el dolor y la vigilia, como un cronista invisible de la verdad. Cada noche, a escondidas, con letra temblorosa por la fiebre o el miedo, dejaba constancia de lo que vivía. Mientras otros dormían abrazados al fusil, él anotaba lo que no quería que se olvidara. Volvió al continente con la carne herida y el alma intacta. Con la historia entre los dedos.


En el mar, el Crucero General Belgrano fue hundido cobardemente fuera del área de exclusión. Murieron 323 marinos. ¿Y sabés qué es lo increíble? Ni uno solo abandonó su puesto. Algunos fueron al fondo del mar abrazando su juramento.


En el aire, los pilotos de la Fuerza Aérea rozaban el agua con sus aviones, volando a menos de 30 metros del mar, a más de 800 km/h, esquivando misiles, sabiendo que no había retorno. Antes de despegar, muchos besaban una estampita. Algunos se despedían en silencio. Todos eran conscientes. Nadie desertaba.


Los británicos lo saben. Lo escribieron en sus libros. No Picnic, Operation Corporate: hablan del respeto hacia las tropas argentinas, de la sorpresa al ver tanta resistencia. Porque los nuestros combatieron con menos equipamiento, pero con más moral. No tenían visores nocturnos, pero tenían compañerismo. No tenían artillería pesada, pero tenían convicción.


¿Y después? Después vino el silencio. El regreso sin aplausos. La desmalvinización. El olvido institucional. Pero los soldados no se quebraron. Muchos siguieron sirviendo. Otros formaron familias. Algunos se convirtieron en maestros, otros en jefes de regimiento. Y siguen enseñando, con cicatrices que no se ven, pero que laten.


La guerra no terminó en 1982. Muchos murieron después. En silencio. Por abandono, por tristeza, por soledad. Pero incluso eso no borra su gesta. Porque en cada uno de ellos hubo un acto de entrega. Y la entrega, en el fondo, es la forma más alta de amor.


Hoy, cuando alguien hable de Malvinas, que no se quede en frases hechas. Que recuerde nombres. Que hable de Giachino, de Lauría, de Reyes, de Fernández, de Jiménez Corbalán, de los pilotos de la escuadrilla Fénix, de los que enfrentaron a la Royal Navy con un puñado de Exocet, coraje y puntería. Que diga que el uniforme argentino fue llevado con honor.


Que los políticos discutan lo que quieran.


Pero a los soldados, respeto. A los caídos, memoria. A los que volvieron, gratitud.


Y a las Fuerzas Armadas, el reconocimiento que merecen. Porque cuando la patria llamó, ellos no preguntaron si había abrigo, comida o ventaja. Dijeron: “Presente”.


La historia se escribe con tinta, sí.

Pero la dignidad, con sangre y coraje.

En Malvinas, la dignidad tuvo rostro de soldado. Sí, de soldado argentino.


No pelearon por gloria. Pelearon por nosotros.

Y todavía siguen de guardia, en la memoria de una Nación que no puede, no debe, olvidarlos.


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