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Mando o liderazgo: la diferencia que decide una batalla moderna


I. La oficina de vidrio


El piso 27 de la torre corporativa parecía un templo a la productividad. Vidrios relucientes, pantallas con gráficos que subían y bajaban como mareas invisibles, gente trajeada corriendo con café en la mano. Allí reinaba Ricardo Salvatierra, director de operaciones, amante de los títulos rimbombantes y las órdenes secas.


—Mañana lanzamos el producto sí o sí —gruñó, golpeando con el puño sobre la mesa de juntas—. No me importa si el software falla, si el diseño no está terminado o si marketing no tiene lista la campaña. La fecha no se mueve.


Los gerentes callaron. Nadie se atrevía a contradecirlo. Salvatierra confundía silencio con respeto. En realidad, lo único que flotaba en la sala era miedo.


II. El taller improvisado


A diez kilómetros de allí, en una vieja fábrica reacondicionada, otro equipo trabajaba a contrarreloj. El proyecto era el mismo, pero la atmósfera era distinta. Lucía Andrade, ingeniera de treinta y tantos, había transformado un depósito en laboratorio de ideas. No había sillas de cuero ni pantallas gigantes. Solo mesas de madera, cables, laptops y café en termos.


Lucía no gritaba. Caminaba entre los programadores, se detenía a mirar las pantallas, preguntaba, escuchaba. A veces se arremangaba para escribir código con ellos.


—Si el sistema falla, no importa quién cometió el error —decía—. Lo corregimos juntos.

Y entonces ocurría el milagro: la gente sonreía. El cansancio pesaba, pero nadie quería defraudarla.


III. El día del lanzamiento


En la torre de vidrio, la cuenta regresiva marcaba cero. Salvatierra, impecable en su traje azul, cortó la cinta simbólica. Aplausos forzados. Pero la aplicación apenas duró diez minutos en línea antes de colapsar. Miles de usuarios furiosos inundaron las redes sociales. El desastre fue tan grande que hasta los noticieros hablaron de ello.


—¿Quién fue el responsable? —tronó Salvatierra, rojo de ira. Nadie respondió. Todos lo miraban con ojos de prisioneros que esperan sentencia.


En el taller improvisado, el equipo de Lucía también lanzaba su prototipo. No era perfecto: tenía errores menores, pero funcionaba. La comunidad lo recibió con entusiasmo. Y cuando algo fallaba, los propios usuarios encontraban respuestas rápidas en foros donde los ingenieros del equipo participaban activamente. No había pánico, había confianza.


IV. El contraste


Salvatierra tenía el mando: un escritorio blindado por jerarquías, la autoridad de los sellos y las firmas. Pero carecía de liderazgo: nadie lo seguía por convicción, solo por obligación.


Lucía, en cambio, tenía poco poder formal. Era jefa de proyecto, no directora. Pero encendía un fuego invisible: sus compañeros trabajaban con pasión porque creían en ella, porque ella creía en ellos.


V. La enseñanza


Días después, un periodista escribió en una revista especializada:

“El fracaso de la torre de vidrio no se explica por falta de talento ni de recursos, sino por una diferencia fundamental: confundir mando con liderazgo. Donde hay miedo, se obtiene obediencia a medias. Donde hay confianza, se consigue compromiso verdadero.”


VI. Epílogo


Salvatierra terminó apartado, refugiado en cargos menores. Nadie lo recordaría salvo como ejemplo de lo que no se debe hacer. Lucía, en cambio, fue invitada a dar charlas en universidades y empresas. Y cada vez repetía la misma frase:


—Un jefe manda. Un líder inspira. La diferencia decide el destino de un ejército, de una empresa o de un país.


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