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"Moros, Cristianos y el Olvido de las Mujeres en la Historia"

Actualizado: 16 ene

 

La fiesta de Moros y Cristianos es una de esas tradiciones que a primera vista parecen intocables, perfectas en su combinación de historia, espectáculo y fervor popular. Originaria de España, esta celebración revive, con pompa y esplendor, la Reconquista: ese largo capítulo de guerras, asedios y alianzas que culminó con la caída de Granada en 1492. Desde entonces, la mezcla de épica, religiosidad y arte ha dado lugar a una tradición que florece cada año en ciudades como Alicante, Cuenca y muchas otras. Incluso ha cruzado el Atlántico, adaptándose al sincretismo cultural de América Latina.


En España, las festividades son un derroche de colores, música y teatralidad. Los desfiles se llenan de trajes meticulosamente bordados, espadas que relucen al sol y pasos marciales que evocan una batalla simbólica entre moros y cristianos. El espectáculo es majestuoso, sí, pero también tiene algo de anacrónico, como si el pasado se empeñara en recordarnos que no siempre aprendemos de él. Porque detrás de la fanfarria y los aplausos hay una pregunta que se clava como una espina: ¿cómo es posible que estas festividades, que celebran la reconciliación y la justicia, aún marginen a las mujeres de roles protagónicos?


En ciudades como Alicante, los pasos hacia la igualdad ya se están dando. En 1981, Pilar Monllor marcó un hito al desfilar como capitana de una fila mora, rompiendo barreras y abriendo un camino que antes parecía intransitable. Desde entonces, la participación de las mujeres ha crecido de manera constante, y hoy en día pueden desempeñar roles destacados en muchas comparsas y desfiles. No ha sido un cambio fácil ni rápido, pero demuestra que la tradición puede adaptarse a los tiempos modernos sin perder su esencia.


Sin embargo, en otras localidades como Cuenca, la exclusión persiste. Aquí, las mujeres siguen relegadas a papeles secundarios o meramente decorativos, como acompañantes en los desfiles. La organización de las festividades parece estar atrapada en una interpretación rígida de la tradición, que privilegia una visión masculina del pasado y niega a las mujeres el lugar que les corresponde.


Es una ironía cruel que estas fiestas no reconozcan plenamente la participación femenina en la propia Reconquista. Porque, aunque la historia oficial se empeñe en ocultarlo, las mujeres estuvieron allí. Isabel la Católica, por ejemplo, no fue una reina de adorno. Fue ella quien lideró la estrategia política y militar que culminó con la conquista de Granada. Organizó ejércitos, financió campañas y supervisó la logística con una eficacia que haría sonrojar a más de un estratega moderno. Y, sin embargo, en las representaciones actuales, su legado parece desdibujarse detrás de un velo de olvido.


Y no fue solo Isabel. Ahí está Jimena Díaz, quien defendió Valencia tras la muerte del Cid Campeador, o Urraca I de León, reina y comandante de ejércitos en una época en la que liderar hombres era un acto de rebeldía en sí mismo. Más allá de las figuras conocidas, cientos de mujeres anónimas defendieron castillos, lanzaron piedras y aceite hirviendo sobre los invasores, o mantuvieron vivas a sus comunidades en medio del caos. Estas mujeres no solo participaron, sino que fueron esenciales. Pero, ¿dónde están en los desfiles? ¿Dónde están en las historias que se cuentan entre redobles de tambor y estandartes al viento?


Si alguien pudiera decir algo al respecto, sería Malala Yousafzai, la joven que enfrentó balas reales para exigir igualdad. Su voz, firme y serena, resonaría en una de estas festividades: “Las tradiciones tienen el poder de unir comunidades y transmitir valores, pero también deben evolucionar para reflejar los principios de igualdad y justicia. ¿Cómo podemos celebrar la reconciliación mientras negamos a las mujeres el papel que merecen, el papel que ya tuvieron en la historia que ahora pretendemos honrar?”


No sería una crítica destructiva, sino una invitación a reflexionar. Porque las tradiciones, por muy bellas que sean, pierden su fuerza si se convierten en un espejo que solo refleja una parte de la verdad. La fiesta de Moros y Cristianos tiene un potencial enorme para seguir siendo un símbolo de unión y comunidad, pero ese potencial solo puede realizarse si se abre a todos, permitiendo que las mujeres desempeñen roles plenos y significativos.


Quizás algún día, en un desfile, veamos a una mujer liderando un ejército, no como un gesto simbólico, sino como una representación fiel de la historia. Ese día, la fiesta no solo contará la historia de la Reconquista, sino también la de una sociedad que aprendió a incluir a todos sus miembros en sus celebraciones.


Y entonces, mientras los estandartes ondean y las trompetas suenan, quizá alguien recuerde, con la cara roja de vergüenza, que Isabel la Católica no necesitó permiso para dirigir ejércitos, que Jimena Díaz no pidió permiso para gobernar Valencia, y que cientos de mujeres anónimas no esperaron aplausos para defender castillos o alimentar tropas. Porque, al final, si estas fiestas son un homenaje a la historia, no hay mayor ironía que olvidar a la mitad de quienes la construyeron.


Así que, mientras las calles se llenan de trajes bordados y espadas relucientes, la verdadera batalla sigue pendiente: esa en la que las mujeres, al fin, puedan caminar hombro a hombro con los hombres, no solo en la memoria de lo que fue, sino en la celebración de lo que debería ser. ¿Pero qué digo? Tal vez no sea tradición, sino una costumbre bien arraigada: la de no arruinar el espectáculo para aquellos que insisten en pensar como si aún viviéramos en la Edad Media.


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