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Old Drum — El juicio por el alma de un perro


A veces la justicia no nace de un código, sino del dolor. A veces no hay leyes suficientes para contener lo que se siente cuando te arrebatan lo que más querías. Eso lo entendió Charles Burden, un granjero de Missouri que, en 1870, decidió hacer lo impensado: llevar a juicio a un hombre por haber matado a su perro.


No cualquier perro. Su nombre era Old Drum, un sabueso de caza noble, fiel y silencioso, el tipo de compañero que no necesita palabras para entenderte. Pero la tragedia se asomó una tarde en la frontera entre dos campos, donde la justicia y la venganza suelen confundirse.


El asesino era Leonidas Hornsby, su cuñado. Un hombre recio, de esos que creen que los animales son simples herramientas y que la compasión es debilidad. Había perdido ovejas y juró que mataría a cualquier perro que pisara su terreno. Lo cumplió. Una bala certera. El campo se quedó mudo. Un cuerpo tendido entre la hierba. Y un silencio que valía más que mil ladridos.


Charles Burden recogió a Old Drum con las manos temblorosas. No gritó, no lloró. Lo envolvió en una manta y lo llevó a casa. Le cerró los ojos como quien despide a un hermano. Sintió vergüenza de llorar frente a los hombres, pero el alma le pesaba como un costal de piedras. Alguien le dijo: “Déjalo ir, Charles. Era solo un perro.” Pero Burden lo miró fijo. —Para vos —respondió—. Para mí, era familia.


Y fue así como comenzó uno de los juicios más insólitos y hermosos de la historia estadounidense, el primer caso legal que trató a un perro no como propiedad, sino como amigo.


Missouri, otoño de 1870. El aire olía a maíz seco y resentimiento. Los periódicos del condado de Johnson comenzaron a hablar del “juicio del perro”. Algunos se burlaban, otros lo consideraban una excentricidad. Pero cuando el caso llegó al tribunal del pequeño pueblo de Warrensburg, algo distinto empezó a respirarse en el ambiente.


La sala era un galpón adaptado, con bancos de madera y una estufa de hierro. Afuera, los vecinos se agolpaban en silencio. Querían ver al hombre que había tenido el coraje —o la locura— de reclamar justicia por un perro.


Del otro lado, Hornsby se mostraba impasible. Decía que no tenía culpa, que los perros mataban ovejas, que uno menos no cambiaría el mundo. Pero el abogado de Burden, George Graham Vest, tenía otros planes.


Vest no era un simple abogado. Era un orador brillante, un hombre que creía en las palabras como herramientas del alma. Había visto guerras, miserias y traiciones, y sabía que el corazón humano podía ser más cruel que cualquier fusil. Cuando aceptó defender a Charles Burden, todos lo consideraron un despropósito.


“¿Vas a hablarle al jurado sobre un perro?”, le decían. Y él sonreía: —Voy a hablarles sobre la lealtad.


El juicio comenzó el 23 de septiembre de 1870. El público llenó cada rincón. Algunos iban por curiosidad; otros, porque habían amado a un perro alguna vez y sabían lo que se siente perderlo.


Los testigos declararon sobre el disparo, sobre las amenazas previas, sobre la fidelidad de Old Drum, que nunca había dañado una oveja. Pero nada conmovía al jurado. Era un juicio frío, de argumentos técnicos. Hasta que llegó el turno del alegato final.


Vest se levantó. Nadie respiró. Afuera, hasta los caballos parecían callar. Llevaba un traje oscuro y los ojos cargados de fuego. Caminó lentamente hacia el centro de la sala. No miró papeles. No citó leyes. No mencionó pruebas. Solo habló.


“El mejor amigo que un hombre tiene en este mundo puede volverse en su contra y convertirse en su enemigo. Su propio hijo o su hija, a quienes crió con amor, pueden demostrar ingratitud. Los hombres que se arrodillan ante nosotros cuando el éxito nos sonríe pueden ser los primeros en lanzarnos la piedra cuando llega la adversidad. Pero el único amigo absolutamente desinteresado que el hombre puede tener en este mundo egoísta —el único que no lo abandonará jamás, el único que nunca lo traicionará— es su perro.”


El silencio fue absoluto. La voz de Vest temblaba, no por nervios, sino por emoción. Cada palabra golpeaba como una verdad antigua, de esas que uno sabe antes de escucharlas. Habló del perro que cuida al hombre en la noche, que lo acompaña en la pobreza y en la enfermedad, que lame sus heridas cuando todos lo han olvidado.


“Cuando la riqueza desaparece y la reputación se derrumba, el perro permanece fiel. Dormirá en el suelo frío, junto a su amo, para mantenerlo abrigado con su propio cuerpo. Morirá por él, si es necesario. Cuando todos los amigos se alejan, el perro permanece.”


Los ojos de los presentes se humedecieron. Incluso algunos miembros del jurado miraron al suelo, incapaces de contener las lágrimas. En ese instante, el juicio dejó de ser un trámite legal: se convirtió en una declaración de amor a lo más noble del alma animal.


Cuando Vest terminó, el silencio duró un minuto entero. Luego, alguien comenzó a aplaudir. Otros se unieron. La emoción llenó la sala. El jurado deliberó apenas unos minutos. El veredicto fue unánime: culpable.


Charles Burden ganó el juicio y recibió una compensación de 50 dólares —una suma simbólica frente al verdadero valor de lo que había perdido. Pero lo que realmente ganó fue más grande que cualquier indemnización. Ese día, en un tribunal perdido de Missouri, la humanidad reconoció por primera vez algo que todos los que hemos amado a un perro sabemos en lo más hondo: que no son cosas, sino corazones que laten al mismo ritmo que el nuestro.


Después del juicio, la noticia se expandió por todo el país. Los periódicos publicaron fragmentos del discurso bajo el título “Eulogy of the Dog”, y la frase “el mejor amigo del hombre” empezó a repetirse como un eco.


Vest siguió su carrera política, llegó al Senado y se convirtió en una figura respetada, pero él mismo reconoció que ninguna de sus leyes o discursos lo había marcado tanto como aquel día en Warrensburg. Decía: —Defendí a un perro, y sin saberlo, defendí lo mejor del hombre.

Charles Burden nunca volvió a tener otro perro. Enterró a Old Drum al pie de una colina, bajo un árbol de olmo, y cada domingo llevaba flores frescas. No porque quisiera recordarlo, sino porque no podía olvidarlo.


El tiempo pasó. Las generaciones cambiaron, y la historia de Old Drum se transformó en leyenda. En las escuelas de Missouri, los maestros leían fragmentos del alegato para enseñar a los niños el significado de la lealtad. Los granjeros, que antes veían a los perros solo como guardianes o cazadores, comenzaron a tratarlos con afecto.


Casi un siglo y medio después, en 2017, el estado de Missouri lo declaró oficialmente “Perro histórico estatal”. Su estatua, erguida frente al Palacio de Justicia de Warrensburg, muestra a un sabueso tranquilo, mirando hacia el horizonte con los ojos llenos de paciencia. En la placa, una inscripción dice: “El mejor amigo del hombre — Old Drum, 1870.”


Si uno se detiene ante esa estatua y cierra los ojos, puede imaginarlo. El olor del campo, el disparo, la manta sobre el cuerpo inerte. Y también puede oír la voz de George Vest resonando entre las paredes del viejo tribunal, recordando a todos que el amor no necesita palabras ni leyes.


En un mundo donde la fidelidad escasea, donde los vínculos se rompen al primer desencuentro, esa historia nos sacude. Porque detrás del drama rural, de las togas y los veredictos, hay una verdad inmortal: el perro no te juzga, no te abandona, no te olvida. Mientras haya uno a nuestro lado, el mundo no estará del todo perdido.


Si Roberto Arlt hubiese escrito esta historia, habría dicho que el alegato de Vest no fue solo un discurso: fue un puñetazo en la conciencia de una sociedad que confundía la ternura con debilidad. Y si Isabel Allende la hubiese narrado, habría descrito a Old Drum como un espíritu que sigue caminando entre los maizales, fiel a un amo que lo amó demasiado tarde.


Ambos tendrían razón. Porque Old Drum no fue solo un perro. Fue la metáfora de la lealtad pura, del amor sin condición, del compañerismo que sobrevive a la muerte.


A veces, cuando cae la tarde y el mundo se vuelve ruidoso, conviene recordar esa escena: un juez, un jurado, un abogado y un hombre llorando por su perro. Y entender que aquella sala de Warrensburg fue más que un tribunal: fue el altar donde se proclamó la devoción más antigua del ser humano.


Desde entonces, cada vez que un perro espera detrás de una puerta, que ladra de alegría al verte volver, o que se queda junto a tu cama cuando estás enfermo, Old Drum está ahí. En cada mirada confiada, en cada cola que se agita, late su historia.


Porque aquel juicio de 1870 no fue por un animal. Fue por la memoria de todos los perros del mundo. Y, sobre todo, fue un recordatorio para nosotros, los hombres, de lo que significa ser digno de su amor.


Hoy, en un mundo que sigue discutiendo qué vale una vida, el eco de aquel alegato resuena más actual que nunca. Viejo Drum no pedía justicia para un perro, sino para la lealtad. Porque aquel juicio no fue por un perro. Fue por todos los que, en la historia del hombre, esperaron fielmente sin entender la palabra traición. Old Drum no murió del todo: cada vez que un perro mira a su dueño con amor, vuelve a respirar.



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