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René Favaloro: el hombre que hizo latir al mundo y murió con el suyo roto


El hombre que hizo latir millones de corazones terminó apagando el suyo de un tiro. No murió en una sala de operaciones, sino solo, en un departamento porteño. Y no lo mató una enfermedad: lo mató el país que no supo sostenerlo.


Nació el 12 de julio de 1923 en La Plata, en el barrio obrero de El Mondongo, donde el olor a pan recién hecho se mezclaba con el aserrín y el ruido de las máquinas de coser. Su padre, carpintero; su madre, modista. De ellos aprendió que el trabajo es sagrado y que lo mal hecho es una ofensa. Esa obsesión por el detalle se volvió, con los años, bisturí.


Desde chico devoraba libros: Sarmiento, San Martín, Alberdi. No soñaba con batallas ni discursos: quería curar. En 1941 ingresó a la Facultad de Medicina de La Plata. Allí chocó con el clima político de la época: la universidad atravesada por la militancia peronista, la presión por alinearse, la intolerancia hacia las voces independientes. Él no tragaba consignas. Esa incomodidad lo empujó a buscar otro camino.


Se recibió en 1949 y, en lugar de quedarse en la capital, aceptó un llamado desde Jacinto Arauz, un pueblo perdido en La Pampa donde el único médico estaba enfermo. Se fue. No solo huyó del clima enrarecido: eligió embarrarse los zapatos antes que ensuciarse las manos en pasillos de poder.


En Arauz fue clínico, cirujano, partero y confidente. Llegaba en sulky a las casas, con el maletín y el mate listo en la cocina. Sabía quién había perdido un hijo, quién no comía carne hace meses, quién necesitaba más una palabra que una receta. Nunca le negó atención a nadie: si no podían pagar, atendía igual. “El médico que solo sabe de medicina, ni medicina sabe”, repetía.


Doce años después, sintió que necesitaba aprender más. En 1962 viajó a Estados Unidos para especializarse en cirugía cardiovascular en la Cleveland Clinic. No fue sencillo: debió rendir exámenes exigentes para convalidar su título, aprender técnicas nuevas, trabajar jornadas interminables. Su lucha por progresar fue la de un hombre que no quería fama, sino perfección. Y perseveró hasta ganarse un lugar entre los mejores.


En 1967 ideó la cirugía de bypass coronario con técnica estandarizada: usar una vena de la pierna del paciente para rodear la arteria bloqueada. Fue un éxito rotundo. Podría haberlo patentado y hecho fortuna. No lo hizo. “El conocimiento no es propiedad privada”, decía.


En los setenta volvió a la Argentina. Quería crear un centro médico de excelencia y compromiso social. En 1992 inauguró la Fundación Favaloro: alta complejidad, investigación, docencia. Medicina con conciencia. Pero las obras sociales comenzaron a deber millones. El Estado miró para otro lado. Favaloro empezó a escribir cartas. No pedía caridad, pedía justicia. Nadie respondió.


En su escritorio se acumulaban sobres sin abrir, facturas, cartas devueltas. El teléfono no sonaba. La deuda asfixiaba la Fundación. El 29 de julio del 2000 escribió siete cartas. A Fernando de la Rúa le confesó: “Estoy cansado de luchar y luchar, de ver cómo triunfan la corrupción, la codicia y la deshonestidad”. Después, se disparó en el corazón.


Su muerte fue más que una tragedia: fue una denuncia. El hombre que había salvado millones de vidas no pudo salvar su sueño porque su país lo dejó solo. Fue un electrocardiograma que marcó línea recta para la conciencia nacional.


Favaloro incomodaba porque no tenía dueño. Criticaba a todos: la pobreza como violencia, el niño desnutrido como acusación al Estado, la medicina convertida en negocio. Vivía con austeridad: mismo departamento, mismos libros, mismas fotos. Caminaba por Palermo, respondía cartas de estudiantes, alentaba a jóvenes médicos a no rendirse.


A más de dos décadas de su muerte, su Fundación sigue viva. Hay escuelas, hospitales y plazas que llevan su nombre. Pero su verdadero legado es otro: el ejemplo a generaciones de que la ciencia y la ética no se separan.


Y, sin embargo, uno mira los titulares de estos días y ve a aspirantes a médicos copiándose en los exámenes de residencia, y entiende que muchos no leyeron su historia. Favaloro rendía los suyos en otro idioma, lejos de su casa, sin ayuda, con el peso de demostrar que era el mejor. Les pido un minuto: piensen, reflexionen. Porque la medicina sin integridad no es ciencia, es un negocio más. Y el corazón de un país no se salva con trampas: se salva con estudio, esfuerzo y la convicción de servir al otro.


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