Venezuela: ¿Una nueva Cuba?
- Roberto Arnaiz
- 13 ene
- 3 Min. de lectura
En las calles de Caracas, donde las paredes desgastadas murmuran consignas de tiempos que ya nadie recuerda, se siente un aire denso. No es solo el smog de los autos vetustos ni el hedor de la basura acumulada. Es el peso de un futuro que se achica, un horizonte que se pliega sobre sí mismo como una hoja arrugada. Venezuela, esa tierra de promesas doradas y petróleo infinito, parece marchar con paso firme hacia una nueva versión de sí misma: un espejo de Cuba, pero con las grietas más visibles.
Los profetas del poder, esos que se envuelven en discursos de lucha y soberanía, construyen su utopía al precio de la realidad. Mientras la propaganda pinta murales con héroes en poses gloriosas, la gente hace filas interminables por un paquete de harina o una caja de huevos. Las cifras no mienten: una inflación que superó el 400% en 2023, una migración masiva de más de 7 millones de personas. "El pueblo tiene hambre, pero la revolución está bien alimentada", parece ser el mantra secreto que recorre los pasillos del poder.
La moneda, ese papel que antes fue símbolo de prosperidad, hoy es un pedazo de nada. Bolívar, el héroe que soñó con libertades, debe revolverse en su tumba viendo cómo su rostro estampado sirve más para papel de envolver que para comerciar algo real. En cada mercado clandestino, en cada trueque improvisado, la economía muestra que no hay reglas ni futuro, solo supervivencia.
Un camino calcado a Cuba
Como en Cuba, la maquinaria ideológica opera a toda marcha. Los niños cantan himnos que no entienden; los mayores repiten frases que no creen. Hay censura, pero no solo de la prensa: también del pensamiento. Es peligroso decir demasiado, pero lo es aún más callar. Ese silencio, ese miedo a opinar, se convierte en un veneno que contamina todo.
Sin embargo, hay diferencias que no pueden ignorarse. Donde Cuba sobrevive con su turismo y su mito del "bloqueo", Venezuela se aferra al petróleo, ese Prometeo moderno que trajo el fuego a sus tierras, pero lo dejó arder sin control, destruyendo más de lo que salvó. Y como en toda tragedia, los héroes de ayer se convierten en los villanos de hoy.
El pueblo: un gigante de pies de barro
Y allí está el pueblo, ese gigante invisible que sobrevive entre ruinas. Un padre que vende su celular para pagar medicinas en Cúcuta; una abuela que se sienta en la sombra, contando las monedas que no alcanzan ni para un kilo de arroz. En los mercados negros de las ciudades fronterizas, en los botes que cruzan a Trinidad, en las caravanas que atraviesan a pie Sudamérica, se ve el verdadero rostro de la crisis.
El colapso no es solo material, es también espiritual. En los hospitales, el olor a alcohol rancio se mezcla con el silencio opresivo de los pasillos vacíos, mientras los enfermos miran las camas metálicas como si fueran ataúdes abiertos. La educación y la salud, los dos pilares que sostienen a cualquier sociedad, se desmoronan con la rapidez de un edificio mal construido. Los hospitales son cuevas sin insumos, y las escuelas enseñan menos de lo que olvidan. La cultura del adoctrinamiento suple la falta de pan: si el estómago está vacío, al menos llena la mente con ilusiones, parecen decir los ingenieros del desastre.
Un futuro atrapado en el mito
Lo más inquietante no es lo que ocurre, sino lo que podría pasar. Si el camino continúa así, Venezuela será una Cuba sin Caribe, sin esa pátina romántica que los turistas aman fotografiar. Será un país atrapado en su propia trampa ideológica, donde los sueños de revolución se convirtieron en pesadillas de hambre y represión.
¿Es inevitable este destino? ¿Seguiremos mirando de lejos mientras el gigante de pies de barro se desploma? Tal vez sea más fácil culpar al mito que admitir que el desastre, como siempre, es humano. Venezuela, esa tierra que pudo ser tantas cosas, parece estar al borde de convertirse en lo que más temía: un país cautivo de su propio espejismo, donde la libertad es un recuerdo y la esperanza, un lujo.






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