1833: El día que los ingleses bajaron la bandera argentina en Malvinas
- Roberto Arnaiz
- hace 2 días
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El año era 1833. Las Provincias Unidas del Río de la Plata eran un país con fiebre: recién nacido, sin nombre definitivo, tambaleante entre guerras civiles, intrigas y sueños inconclusos. El mapa no estaba trazado: era una promesa y una herida. Cada provincia tenía su propio caudillo, su ejército y su enemigo. Rosas empezaba a consolidar su poder entre el comercio y la sangre; Lavalle, el militar elegante y trágico, aún conspiraba con la sombra de Dorrego, al que había fusilado en diciembre de 1828.
La Nación era un proyecto en borrador. Un experimento de Estado sostenido por hombres que dormían con la pistola bajo la almohada. Pero, en medio del caos, había algo claro: las Islas Malvinas eran argentinas. Y no por capricho, sino por presencia efectiva y derecho histórico.
Luis Vernet: el hombre que quiso sembrar patria en el viento
Allí, en ese archipiélago barrido por los vientos australes, Luis Vernet intentó construir lo que el país todavía no era: una patria organizada. Comerciante, explorador y visionario, había nacido en Hamburgo en 1791 y llegado a Buenos Aires antes de cumplir veinte años.
Hablaba varios idiomas, conocía las rutas del Atlántico Sur y tenía algo más valioso que la fortuna: el deseo de fundar.
En 1823, junto a Jorge Pacheco y otros socios, comenzó a explotar los recursos de las islas bajo autorización del gobierno bonaerense. Su objetivo era establecer una colonia permanente. El 10 de junio de 1829, el gobernador Martín Rodríguez —por decreto redactado por Salvador María del Carril— lo nombró Comandante Político y Militar de las Islas Malvinas y adyacentes al Cabo de Hornos. Era la primera autoridad argentina formal en el archipiélago.
Vernet no improvisó. Fundó un pequeño asentamiento en Puerto Soledad, levantó casas, corrales y un muelle. Introdujo ganado, organizó la caza de lobos marinos y promovió la pesca. En 1830 ya existían más de cien habitantes: criollos, gauchos, esclavos liberados y algunos europeos. Ese asentamiento fue el germen del poblamiento argentino en Malvinas.
Pero Vernet no fundó solo un pueblo. Fundó una idea de soberanía.Y lo hizo con gestos que trascienden los decretos: allí, en el fin del mundo, nació su hija, a la que llamó Malvina Vernet.
No hay acto más humano ni más político que bautizar a un hijo con el nombre de la tierra que se ama.
La memoria del Imperio
Los ingleses no olvidan.Y menos cuando pierden.
Llevaban clavada la espina de 1806 y 1807, cuando intentaron tomar Buenos Aires y fueron rechazados por un pueblo sin ejército, sin uniforme, sin rey ni manual de guerra. Aquella derrota fue una humillación para el Imperio Británico. Las crónicas de Santiago de Liniers y de Cornelio Saavedra narran cómo las mujeres lanzaban agua hirviendo desde los balcones, los esclavos peleaban cuerpo a cuerpo y los criollos usaban las piedras como granadas.
Dos veces desembarcaron y dos veces fueron expulsados.El Times de Londres lo llamó “una vergüenza imperial”.
Así que cuando volvieron a mirar hacia el sur, buscaron una presa más fácil. Nada de techos, ni conventos, ni ciudadanos armados. Las Islas Malvinas eran perfectas: solitarias, sin murallas ni defensores. Un lugar donde podían plantar su bandera sin miedo a que se la arrancaran a los gritos.
Y detrás de esa mirada estaba también el interés geopolítico británico: controlar las rutas del Atlántico Sur hacia el Pacífico, dominar los pasos entre continentes y asegurarse un puerto estratégico para la expansión ballenera y comercial. Era el Imperio posnapoleónico en su fase de consolidación.
1831: el conflicto y la excusa
En 1831, Vernet —defendiendo los derechos argentinos sobre los recursos pesqueros— capturó tres barcos norteamericanos que cazaban focas ilegalmente. Uno de ellos, el Harriet, fue llevado a Puerto Soledad. Washington reaccionó con furia: el capitán Silas Duncan, al mando del buque USS Lexington, llegó a las islas, destruyó las instalaciones y apresó a varios colonos. Era el 28 de diciembre de 1831. El asentamiento quedó arrasado y muchos pobladores huyeron al continente.
Vernet viajó a Buenos Aires a presentar su reclamo ante el gobierno de Juan Ramón Balcarce, pero la crisis interna y el caos político impidieron una respuesta efectiva. Las islas quedaron casi desprotegidas.
Los británicos lo sabían. Y esperaron su momento.
1833: la invasión
El 2 de enero de 1833, la fragata HMS Clio, al mando del capitán John James Onslow, se presentó en el puerto. Llevaba una orden del Almirantazgo: recuperar las islas en nombre de Su Majestad Británica.
Al día siguiente, 3 de enero, Onslow notificó al comandante argentino José María Pinedo, al mando de la goleta Sarandí, que debía arriar la bandera argentina y retirarse. Pinedo contaba con apenas veintiséis hombres. Varios de ellos —ironías del destino— eran marineros británicos contratados en Buenos Aires. Se negaron a disparar contra su propia bandera.
No hubo combate. No hubo tiros. Solo el viento helado de enero y el sonido del lienzo bajando del mástil. Un ruido seco, humillante, más fuerte que cualquier cañón.
El teniente William Low izó la bandera inglesa en Puerto Luis (nombre que los británicos darían a Puerto Soledad). A partir de entonces, el pabellón argentino dejó de flamear en las islas.
El historiador Emilio Ravignani lo resumió así:
“Fue una invasión sin guerra, pero no sin violencia. Porque arriar una bandera es arriar una dignidad.”
Antonio Rivero: el primer rebelde
Pero la historia no terminó con el arriado de la bandera. Quedaron en las islas algunos gauchos y criollos, antiguos trabajadores de Vernet: hombres que conocían la tierra, el frío y el silencio. Entre ellos, uno se levantó. Su nombre: Antonio Rivero, correntino, jornalero, analfabeto, pero con el orgullo más duro que el hierro.
El 26 de agosto de 1833, Rivero encabezó una rebelión junto a otros ocho hombres. Armados con cuchillos y lanzas, se enfrentaron a los ingleses y a los colonos que habían aceptado su autoridad. Mataron a cinco de ellos, entre ellos al administrador Dickson y al capataz Simpson.
Durante meses resistieron entre los acantilados, bajo nieve y hambre. Finalmente fueron capturados en 1834 por la tripulación del Challenger y llevados prisioneros a Montevideo. Los británicos quisieron juzgarlos, pero se encontraron con un problema: no tenían jurisdicción legal, porque el dominio británico no estaba reconocido. Fueron liberados.
El historiador Paul Groussac, en su obra Les Îles Malouines (1910), escribió:
“Rivero no fue un asesino. Fue el primer insurgente argentino en territorio ocupado. Su rebeldía fue el grito primitivo de una patria ultrajada.”
La memoria, el despojo y el silencio
El eco de la historia
Pasaron los años. Rosas, que en 1833 era el gobernador de Buenos Aires, protestó formalmente ante el gobierno británico. Pero Londres respondió con el clásico estilo imperial: con cortesía, evasivas y tiempo. Mucho tiempo.
Mientras tanto, en el continente, la patria seguía pariendo guerras: unitarios y federales, desertores y patriotas, fronteras que sangraban. Las Malvinas quedaron lejos, perdidas en la niebla de los papeles diplomáticos. Pero nunca del todo.
En 1849, el ministro Felipe Arana volvió a reclamar la restitución del territorio. En 1884, el Congreso argentino reafirmó por ley la soberanía. Y desde entonces, cada generación volvió a pronunciar ese nombre con una mezcla de dolor y promesa: Malvinas.
Las heridas que no cierran
Lo ocurrido en 1833 no fue un olvido: fue una revancha imperial. Una maniobra fría, ejecutada cuando el país estaba dividido, pobre y exhausto. Los ingleses no necesitaban cañones, solo el vacío. Y lo aprovecharon.
Pero no ganaron del todo. Porque un hombre había sembrado una familia, una economía y una bandera. Porque un gaucho se había rebelado.Y porque el viento del sur sigue pronunciando los mismos nombres.
El historiador Pablo Gerchunoff escribió que “la historia argentina está hecha de derrotas dignas”. Quizás las Malvinas sean eso: una derrota que nos une, una pérdida que nos recuerda quiénes somos.
El eco de los nombres
Luis Vernet murió en Buenos Aires el 17 de enero de 1871, sin ver la bandera volver a flamear. Su hija, Malvina Vernet, vivió hasta 1901. En su tumba, en el Cementerio de la Recoleta, una inscripción dice:
“Nació en las Islas Malvinas. Argentina.”
Y ese epitafio vale más que mil tratados.
El presente de un pasado inconcluso
Desde 1833 hasta hoy, la bandera británica sigue en el mástil, pero la historia no se rinde.El 2 de abril de 1982, casi siglo y medio después, la guerra devolvió por unos días el color celeste y blanco al cielo del Atlántico Sur.Miles de jóvenes combatieron y murieron con la misma convicción que Vernet tuvo al nombrar a su hija.
Y aunque la guerra terminó en derrota, no apagó la memoria.Porque hay batallas que no se libran con fusiles, sino con palabras, con memoria, con nombres.
Hoy, la República Argentina sostiene ante la ONU su reclamo pacífico, invocando la resolución 2065 (XX) de 1965, que reconoce la disputa de soberanía e insta a ambas partes al diálogo. La historia continúa, y el reclamo sigue siendo una causa viva, no un recuerdo.
Epílogo
Aquel 3 de enero de 1833, cuando bajaron la bandera, nadie imaginó que el sonido del lienzo cayendo sería tan eterno. Más de ciento noventa años después, todavía lo escuchamos.
En cada aula donde un niño aprende el mapa.
En cada madre que besa una medalla de su hijo caído.
En cada hombre que mira al sur y siente que le falta algo.
Porque aunque la historia la escriban los que ganan, hay nombres que no se borran.
Y mientras exista un mapa, una bandera o una hija llamada Malvina, esa tierra seguirá siendo nuestra.
Esa tierra tiene nombre de mujer… y se llama Malvinas.
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Fuentes primarias y documentos históricos
· Archivo General de la Nación Argentina: Documentos oficiales sobre la designación de Luis Vernet como comandante político y militar de las Islas Malvinas (1829).
· Oficio del Capitán John James Onslow al comandante José María Pinedo (enero de 1833). Conservado en registros navales británicos y transcripto en diversas obras históricas.
· Parte oficial de José María Pinedo sobre la rendición del 3 de enero de 1833. Archivo General de la Armada Argentina.
Libros y publicaciones especializadas
· Llach, Juan (Comp.). Malvinas: Historia y geopolítica. Editorial Claridad, 2013.
· Scenna, Miguel Ángel. La guerra de las Malvinas: historia completa de un conflicto. Editorial Plus Ultra, 1982. Capítulos sobre la ocupación británica de 1833.
· Freedman, Lawrence. The Official History of the Falklands Campaign. Routledge, 2005. (Vol. 1: The Origins of the Falklands War).
· Fitte, Ernesto J. La historia de las Islas Malvinas. Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1974. Detalla con profundidad la expulsión de Pinedo y la revuelta de Rivero.
· Marazzi, Oscar. Malvinas: del colonialismo a la guerra. Ediciones Macchi, 1983.
· Luna, Félix. Grandes protagonistas de la historia argentina: Rosas. Editorial Planeta, 1991. Incluye el contexto político de 1833.
Investigaciones sobre Antonio Rivero
· Dufour, Jorge Luis. Antonio Rivero: el gaucho rebelde. Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, 1996.
· La Gazeta Mercantil, ediciones de 1833-1834. Cobertura temprana del levantamiento.
· Anales del Instituto Nacional Sanmartiniano. Artículos sobre figuras populares de la resistencia.






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