La mujer del gaucho
- Roberto Arnaiz
- hace 23 horas
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Hace poco, en una charla sobre la historia de las mujeres heroicas, alguien me preguntó con genuina curiosidad: “¿Por qué les decían chinas a las mujeres del campo?”. La pregunta me quedó dando vueltas como un eco del pasado, y es justo comenzar por ahí.
No se trataba de una alusión al lejano Oriente, sino de una palabra nacida de la tierra americana. Viene del quechua, donde china significa “hembra” o “mujer joven”. Los españoles la adoptaron en los tiempos coloniales para referirse a las mujeres mestizas o indígenas, y con el tiempo, en el habla criolla, esa voz tomó un nuevo sentido. En boca del gaucho, mi china no era un apodo: era una declaración. Era decir mi prenda, mi amor, mi compañera.
La china era el alma del rancho y del horizonte, la que esperaba, amaba y resistía. Su nombre, tan sencillo y lleno de historia, resumía el mestizaje y la ternura, la raíz profunda de un pueblo nacido entre el barro, el fuego y la libertad.
Hay figuras que la historia deja al costado del camino, cubiertas de polvo y silencio. No tienen busto ni calle, pero sin ellas el país no existiría. Una de esas sombras es la china, la paisana, la mujer del gaucho. No lleva medallas ni uniforme, pero conoce el valor del coraje. No escribe proclamas, pero su voz resuena en el viento pampeano con la firmeza de quien sabe que el amor también puede ser una forma de resistencia.
No hay epopeya sin su sombra. Mientras los hombres se iban detrás del caballo, el facón o la guerra, ella quedaba en el rancho sosteniendo la vida. Encendía fuego con ramas verdes, cosía chiripás, curaba heridas con yuyos y rezos, y aprendía el arte más difícil de todos: esperar.
El gaucho, hombre de pocas palabras, no decía “mi mujer”. Decía mi prenda. Como si ella fuera su tesoro, su suerte, su bandera. Y lo era. En cada payada, en cada pelea de pulpería, detrás del vino y la furia, estaba la figura de una mujer que lo miraba desde lejos. Algunos decían que los ojos de una china podían calmar al más fiero matrero; otros juraban que bastaba una mirada suya para encender una revolución.
La china no era un adorno: era parte del paisaje. Llevaba el pelo trenzado y una pollera que apenas la protegía del viento. Montaba de lado, con una elegancia que humillaba a las damas de ciudad. Y cuando el gaucho se perdía en el horizonte, ella lo esperaba sin llanto, con el mate cebado y el alma amarrada al fuego.
El amor gaucho no era de serenata ni de flores. Era un amor con olor a cuero, a polvo y a lluvia. Se querían en silencio, con miradas. Si él caía preso, ella lo seguía hasta el desierto. Si lo herían, lo curaba con barro y plegarias. Y si moría, no gritaba. Lo despedía a caballo, con la frente alta, entendiendo que amar también era dejar ir.
Hay historias que merecen contarse aunque no estén en los libros. La de Juana, por ejemplo. Cuando el ejército federal arrasó su toldo, se vistió de hombre, tomó el facón de su marido muerto y se unió a la montonera. Peleó en dos batallas. Dicen que cuando cayó prisionera, el general no supo si fusilarla o saludarla. Nadie la volvió a ver, pero en su rancho, su hijo creció sabiendo que su madre había muerto con honor.
O la de “La Zamba” Riquelme, una mulata cordobesa que bailaba en las pulperías de Cuyo. Un día conoció a un gaucho apodado “El Tigre” y se fue con él. Lo siguió hasta Chile, entre guerras y nevadas. Cuando él cayó, ella recogió su poncho y volvió sola al llano. En los fogones se decía que cuando soplaba el viento del oeste, se escuchaba su voz cantando entre las sombras.
El fuego del rancho era altar y refugio. Ahí la mujer del gaucho cocinaba con lo poco que había: un guiso que sabía a tierra y esperanza, una empanada que olía a infancia. Cuando el hombre volvía, rendido, ella le cebaba mate sin hablar. Bastaba ese gesto. En él se resumía toda la ternura del desierto.
Pero no era una figura sumisa. Era fuerte como el quebracho. Si el gaucho levantaba la voz, ella sabía ponerlo en su lugar. Más de una vez lo echó del rancho con la escoba en alto, entre carcajadas vecinas. En las pulperías se decía que una china ofendida era más temible que un toro suelto.
Nadie anotó su nombre en los partes de guerra, pero cuando los ejércitos marchaban, ellas iban detrás. A pie o a caballo, con agua, pan y canciones. Fueron las primeras enfermeras, las primeras cocineras, las guardianas del alma criolla. Las llamaban fortineras, chinas, brujas. Todas tenían algo en común: amaban con la misma fuerza con que sobrevivían.
Cuando la pólvora cubría la llanura, muchas de ellas caían sin nombre. Una cruz improvisada, un caballo sin riendas. El viento seguía, porque el viento en la Pampa no se detiene, pero arrastra en su murmullo la voz de esas mujeres que sostuvieron la historia desde la sombra.
Si uno pudiera viajar en el tiempo y asomarse a los ranchos de antaño, vería lo que los libros callan: una mujer con los pies descalzos, trenzas negras y mirada serena, barriendo el patio mientras el niño duerme y el perro vigila. Una guitarra apoyada en la pared. Una olla humeante. En su gesto, la dignidad de quien nunca tuvo nada, pero lo dio todo.
Porque la mujer del gaucho no pidió permiso. Amó, luchó, esperó y sufrió en silencio. Fue madre, amante, curandera, compañera y guardiana. Fue la raíz de un pueblo que todavía se pregunta de dónde viene.
Y cuando el sol se esconde y el horizonte se tiñe de rojo, parece que aún se escucha una voz entre el humo de los fogones:
Volvé, gaucho… el mate está listo.
Entonces uno entiende que no hay patria sin ellas. Porque detrás de cada gaucho libre hubo siempre una mujer que lo soñó antes de que naciera. Una china de mirada infinita, que conocía la verdad más profunda de la Pampa:que el amor, como el viento, no se ata… pero deja huella.






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