Alejandro: el mundo nunca es suficiente
- Roberto Arnaiz
- 6 jul
- 6 Min. de lectura
“No me hables de límites: donde termina la tierra, comienza mi voluntad.” —Atribuido a Alejandro Magno
Alejandría. No hay una sola.
Hay un reguero de ciudades con ese nombre, como migas de pan marcando la ruta de un hombre que creyó poder devorar el mundo. Desde la costa de Turquía hasta las márgenes del Indo, las Alejandrías florecen como tatuajes de guerra.
Alejandreta (actual Hatay, Turquía), Iskenderun (Turquía), Alejandría de Carmania (actual Kerman, Irán), Alejandría de Margiana (hoy Merv, Turkmenistán), Alejandría Eschate —la del Fin del Mundo— (hoy Juyand, Tayikistán), y aquella donde murió su caballo, Bucéfala (cerca de Jhelum, Pakistán). Aún en Afganistán, Bagram, Herat, Kandahar: sus huellas están grabadas como un eco que se niega a morir.
Plutarco escribió que fundó setenta ciudades. Pero Alejandro no fundaba: firmaba. Como esos chicos que garabatean su nombre en la puerta del baño: “Yo estuve aquí”. El mundo era su cuaderno de tapas rotas.
Una vez, mientras cabalgaban al anochecer por las llanuras de Sogdiana, le dijo a Hefestión: "¿De qué sirve ser rey si no se recuerda mi nombre cuando el último poeta haya muerto?".
Su impulso no era sólo la conquista: era la eternidad. Quería que los siglos lo recordaran. Quería superar a Aquiles, a Hércules, a los dioses mismos. Y no para sentarse con ellos: para mirarles desde arriba.
Vivía poseído por la Ilíada. Dormía con ella y con una daga bajo la almohada. No era superstición. Era necesidad. Era su evangelio. De niño, cuando Aristóteles le recitaba los versos de Homero, Alejandro no quería simplemente escucharlos: quería vivir dentro de ellos. Soñaba con conquistar una Troya real, y al no encontrarla en su tiempo, se fabricó una con el mundo entero.
Lo logró. En Frigia, cortó el nudo gordiano con su espada. No vino a desatar los dilemas del mundo, vino a romperlos. Y no fue sin costo.
En sus campañas, Alejandro estuvo al borde de la muerte muchas veces. Sufrió al menos nueve heridas graves en combate: una lanza que le atravesó el muslo en Gránico, una flecha que le abrió el hombro en Issos, un proyectil que le partió la cabeza en Maracanda, una herida en la pierna mientras cruzaba el Hindu Kush, y un flechazo en el pulmón durante el asedio a la ciudad de los Mallos en la India, que lo dejó desangrándose en una torre bajo el fuego enemigo.
Cada cicatriz era un recordatorio de su condición humana. Pero él las lucía como medallas. No delegaba el peligro. Iba al frente. Daba la orden y empuñaba la espada. Lo veían sangrar, lo veían resistir. Y entonces, lo seguían como a un dios herido que no se rendía nunca. Era mortal. Pero peleaba como si lo ignorara.
Aun así, con cada herida, con cada fiebre, con cada fragmento de lanza sacado de su cuerpo, Alejandro volvía a levantarse. Porque no se trataba solo de vencer, sino de seguir andando. Aunque sangrara. Aunque tambaleara. Aunque cada paso lo alejara más de los hombres… y lo acercara a los mitos.
Su carrera fue un rugido. En ocho años, cruzó Anatolia, arrasó Persia, se coronó en Egipto, aplastó Asia Central, y llegó a la India.
En el camino, fue todo: hijo, dios, amante, verdugo. Fundó la Alejandría egipcia porque lo soñó. Un anciano canoso, en medio del sueño, le recitó unos versos de la Odisea sobre la isla de Faro. Al despertar, entendió que era un presagio.
Fundó la ciudad en el punto exacto donde el desierto de arena besa el desierto de agua. Allí donde el mundo se vuelve símbolo. Trazó el plano sobre la arena con harina blanca, marcando con sus pasos los contornos de una ciudad aún inexistente, y dio la orden. Nunca más la vería. Solo su cadáver regresaría, cargado por otros, encerrado en un sarcófago que nunca soñó.
A los 24 años, se creía invencible. Había vencido a Darío en Issos y en Gaugamela. Conquistó Siria, Palestina, Fenicia. Gaza y Tiro resistieron. Error. Después del asedio, crucificó a dos mil hombres sobre la costa. Al gobernador de Gaza lo ató a un carro y lo arrastró por la ciudad, como Aquiles a Héctor. Imitaba la leyenda, pero le agregaba realismo: sangre de verdad, huesos astillados, gritos humanos.
Y sin embargo, podía ser magnánimo. A la familia de Darío la trató con respeto. Las dejó con sus ropas, sus joyas, su dignidad. No eran gestos vacíos: era el cálculo de un hombre que quería ser temido, pero también amado.
Cuando vio el cofre más valioso del campamento enemigo, preguntó qué poner allí. Un general sugirió joyas. Otro, perfumes. Alejandro negó con la cabeza. Hizo una pausa. Lo observó por dentro. Tocó la madera tallada con los dedos como si leyera un oráculo.
“Aquí irá mi Ilíada.”
Los presentes se miraron en silencio. Alejandro, el invicto, el joven rey que había hecho arrodillar imperios, elegía guardar versos en vez de coronas. No era debilidad: era destino. Aquiles no había muerto por menos.
Y así fue. El mundo en guerra. Y él, con un libro de poesía bajo el brazo. Como si cada victoria necesitara una estrofa. Como si el filo de su espada solo tuviera sentido si alguien lo contaba después.
Hefestión, su compañero del alma, su sombra, su otro yo, lo seguía como un perro fiel. Se amaban como Aquiles y Patroclo, y cuando Hefestión murió en Ecbatana, Alejandro enmudeció. Lo lloró como un viudo sin tumba. Mandó crucificar al médico que no pudo salvarlo, ordenó luto en todo el imperio, e hizo construirle un templo que rivalizara con el de un dios. Durante días no comió ni habló. Fue su primera gran derrota.
Ptolomeo, astuto y calculador, ya miraba más allá: sabía que la muerte de Alejandro sería su oportunidad. Crátero, el disciplinado, ejecutaba sin preguntar. Perdiccas, Antígono, Lisímaco, Seleuco… eran los peones y futuros reyes que lo rodeaban como lobos esperando al león herido.
Y en medio de todo, las mujeres. No muchas, pero suficientes para recordar que incluso los dioses necesitan dormir entre brazos cálidos. Roxana, la bactriana de ojos oscuros, fue su esposa por amor. La amó con el fuego brutal de los hombres que rara vez se permiten amar.
Luego vinieron Estatira y Parisátide, hijas de Darío y de Artajerjes, casamientos políticos para consolidar el imperio. Roxana, celosa, mandó a matar a las otras dos después de su muerte. No lo hizo por ambición, sino por miedo. Miedo a perder incluso el reflejo de Alejandro en la mirada de otras. El mundo no había bastado para Alejandro. Tampoco para ella.
Tuvo un hijo… pero nunca lo conoció. Roxana estaba embarazada cuando Alejandro murió. El niño nació en una cuna imperial vacía, con el nombre de un dios y la condena de un fantasma. Lo llamaron Alejandro IV. No vivió para reinar. Lo mataron en secreto, cuando aún no entendía lo que era el poder ni el veneno. Fue una sombra prolongada de su padre, una pieza molesta en el juego sangriento de los generales que se devoraban entre sí.
Y entonces llegó el final. Pero no en batalla, como Aquiles. Ni en el abrazo de un héroe enemigo. Murió en Babilonia, a los 32 años, rodeado de traidores, médicos confundidos y el eco sordo de un imperio que comenzaba a pudrirse sin su amo. Algunos dicen que fue malaria. Otros, que lo envenenaron. Pero en verdad, lo mató el vacío. No había más mundos. Y el que había conquistado no era suficiente. Su cuerpo ardía de fiebre. Se quedaba mudo. No podía moverse. Y cuando le preguntaron a quién legaba su imperio, respondió: “Al más fuerte”.
No hubo funeral digno. Hubo saqueo, ambición, mentiras.
Después de su muerte, sus generales se despedazaron el imperio como hienas sobre un dios caído. Macedonia se desangró. Oriente se dividió. Y su sueño quedó sin heredero, como un poema inconcluso.
Como un mapa desgarrado por manos impacientes, cada general tomó un trozo y proclamó un reino. Pero ninguno volvió a ser rey del mundo.
Su cadáver embalsamado viajó como trofeo. Su tumba se perdió. Nadie sabe dónde duerme. Quizá no duerma. Quizá aún camine, invisible, por las ruinas que llevan su nombre. Quizá aún susurre versos de Homero al oído de los ambiciosos.
Dicen que cuando comprendió que el mundo tenía bordes, lloró. Como si hubiera alcanzado a los dioses y descubriera que tampoco ellos sabían qué hacer con la eternidad. Porque no quedaban tierras que conquistar. Porque el mundo bajo sus pies ya no era promesa: era ceniza.
Alejandro no murió como un rey. Murió como un cometa que se estrella contra su propia luz. Y sin embargo, hasta hoy, su nombre vibra en cada eco de piedra, en cada bandera que se alza, en cada loco que sueña con conquistar lo imposible.
Porque hay hombres que nacen para recordar a los demás que el mundo, para ciertos corazones, nunca será suficiente… Y cuando el mundo se duerme, en la brisa todavía se escucha un verso: “Canta, oh Musa, la cólera del hijo de Filipo…” Porque algunos hombres no tienen tumba: tienen leyenda. Y uno se pregunta… si Alejandro no murió, ¿acaso no seguirá soñando con nuevas Alejandrías desde algún rincón del tiempo?
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