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Belgrano: ¿Era masón?

Introducción — El enigma detrás del prócer


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Pocas figuras en la historia argentina concentran tanto respeto y, a la vez, tanta interrogación como Manuel Belgrano. Patriota, economista, jurista, militar por deber y educador por convicción, su nombre está asociado a la virtud, la entrega y la pureza de ideales. Sin embargo, hay un tema que desde hace más de dos siglos despierta debates, silencios y conjeturas: ¿era masón?


La pregunta no es menor. Ser masón, en los albores del siglo XIX, no era un detalle decorativo ni una moda intelectual: era una definición política y filosófica de enorme alcance. Implicaba pertenecer a una red de pensamiento ilustrado y liberal que, desde los salones de París hasta las logias de Cádiz o Londres, conspiraba —literalmente— contra los viejos órdenes coloniales y absolutistas. Las logias no eran entonces simples espacios de fraternidad simbólica: funcionaban como núcleos de sociabilidad, educación política y acción conspirativa, donde se discutían las nuevas ideas del siglo —la soberanía popular, la libertad de conciencia, la igualdad jurídica y la fraternidad universal—, principios que después impregnarían los movimientos revolucionarios de América.


La masonería representaba, en aquel contexto, la ruptura intelectual y moral con el Antiguo Régimen: era la afirmación de la razón sobre el dogma, de la ciencia sobre la superstición, de la libertad sobre la obediencia ciega. Sus miembros se consideraban “constructores” de un nuevo orden humano, regido por la justicia y el mérito, no por el linaje ni por la corona. En muchos casos, el ingreso a una logia suponía asumir un compromiso de vida: difundir el conocimiento, combatir la tiranía y promover la emancipación del espíritu.


En ese sentido, si Belgrano hubiese sido masón, su biografía encajaría de manera natural en el molde de los hombres que tejieron las independencias americanas bajo los principios de la Ilustración y el humanismo racionalista. Formado en España en plena efervescencia del liberalismo, lector de los economistas fisiocráticos y admirador del progreso social, Belgrano compartía con aquellos círculos el mismo ideal de regeneración moral y política de la humanidad. Su prédica sobre la educación, la industria y el trabajo como fuentes de dignidad coincidía con la visión masónica de un hombre libre, instruido y responsable. Por eso, más allá de su pertenencia formal o no a una logia, su pensamiento se inscribe en la misma corriente espiritual que dio origen a la modernidad revolucionaria del siglo XIX.


Pero también hay una paradoja: Belgrano fue un hombre de profunda fe católica. Creyente sincero, admirador del Evangelio, convencido de que sin moral cristiana no había república posible. En su vida abundan los gestos piadosos, las ofrendas a la Virgen, los actos de caridad y las palabras en las que invoca a Dios como juez y guía. Y este punto no es accesorio: durante toda la vida de Belgrano, la pertenencia de un católico a la masonería estaba formal y explícitamente condenada por la Santa Sede.


La primera gran condena a la masonería fue la bula In eminenti apostolatus specula de Clemente XII (1738), que prohibía a los fieles ingresar en logias y establecía duras censuras canónicas. Fue reafirmada poco después por Providas Romanorum Pontificum de Benedicto XIV (1751), consolidando la posición de la Iglesia frente a las sociedades secretas. Durante la vida de Belgrano, esa postura seguía plenamente vigente y encontraba eco en todo el mundo católico.


Poco después de su muerte, dos documentos reforzaron esa misma línea: Ecclesiam a Jesu Christo de Pío VII (1821) y Quo graviora de León XII (1825), esta última publicada apenas cinco años después de su fallecimiento. Más tarde, Humanum genus de León XIII (1884) recogería toda la tradición antimasona del siglo XIX. El mensaje eclesiástico, constante y terminante, era inequívoco: para un católico, la masonería implicaba un conflicto espiritual y disciplinario grave, sancionado con la excomunión y considerado incompatible con la fe.


¿Cómo conciliar, entonces, ambas dimensiones? ¿Puede un católico fervoroso haber sido también miembro de una sociedad que, al menos en ciertos momentos de su historia, la Iglesia consideró incompatible con la fe?


La respuesta exige un análisis que supere la mera etiqueta. Porque, más allá de las pruebas —o de su ausencia—, lo que está en juego al preguntarnos si Belgrano fue masón es el intento por comprender la raíz de su pensamiento: de dónde nacía su fe en la educación, su desprecio por el egoísmo, su devoción por la patria y su obsesión por el deber.


En las páginas siguientes exploraremos, primero, los indicios y afinidades que alimentan la hipótesis de su pertenencia; luego, las razones sólidas para dudar; y, finalmente, una conclusión que ponga el acento en su legado moral antes que en la etiqueta iniciática.

 

I. Los indicios de su pertenencia masónica

 

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1. El contexto histórico: masones, ilustrados y patriotas


A fines del siglo XVIII, Europa bullía bajo el impulso de la razón. El viejo edificio del absolutismo se resquebrajaba, y las ideas que habían germinado en los salones filosóficos y en las academias científicas se transformaban en fuerza política. La Revolución Francesa proclamó en 1789 los principios de libertad, igualdad y fraternidad, tres palabras que se convertirían en el emblema de una nueva era y que, con el tiempo, se asociarían de modo inseparable a la masonería.


Las logias, nacidas en el seno de la Ilustración, no eran simples sociedades secretas de ritos y símbolos: eran auténticos laboratorios de pensamiento político y moral. Allí se formaban ciudadanos, se discutía la estructura de los gobiernos, se cuestionaba el derecho divino de los reyes y se soñaba con un mundo regido por la razón y el mérito. Su modelo de organización interna —basado en la igualdad de los miembros, la tolerancia religiosa y la libertad de pensamiento— anticipaba, en muchos sentidos, el ideal republicano.


En ese clima intelectual, las logias funcionaron como vasos comunicantes entre la filosofía y la política. Desde Londres y París hasta Cádiz o Lisboa, fueron centros donde se forjó la nueva élite ilustrada, aquella que luego exportaría sus ideales al continente americano. No resulta casual que muchos de los líderes de las independencias —Washington en Norteamérica, Miranda y Bolívar en Sudamérica, San Martín y O’Higgins en el Cono Sur— fuesen masones o frecuentasen logias inspiradas en esos principios.


La masonería no actuaba abiertamente como partido político, pero proporcionaba un lenguaje común, una ética compartida y una red internacional que permitía a los patriotas reconocerse más allá de las fronteras. En un mundo aún dominado por monarquías, censura e inquisiciones, esas logias ofrecían un espacio de libertad intelectual, un refugio para la crítica y la planificación.


Fue precisamente en ese contexto que Manuel Belgrano llegó a España. Tenía apenas dieciséis años cuando inició sus estudios en la Universidad de Salamanca, y luego en Valladolid, entre 1786 y 1793, años decisivos para Europa: la Revolución Francesa estallaba, y las viejas certezas comenzaban a caer una a una. España, aunque más conservadora, también sentía el temblor del cambio. En los círculos intelectuales de Madrid y Cádiz se difundían las ideas de Voltaire, Rousseau, Montesquieu y Diderot, a menudo bajo el amparo discreto de las Sociedades Económicas de Amigos del País, instituciones ilustradas que promovían la educación, la agricultura y las ciencias aplicadas como medios de progreso.


Belgrano, que se graduó como abogado y fue nombrado secretario perpetuo del Consulado de Comercio de Buenos Aires, se formó precisamente en ese ambiente. Su contacto con la Sociedad Económica de Madrid, su lectura de los fisiocráticos franceses como Quesnay y Turgot, y su admiración por Adam Smith, lo convirtieron en un reformista convencido de que el bienestar social era inseparable de la moral y la educación.


No hay prueba documental de que Belgrano haya sido iniciado en una logia durante sus años en Europa —ningún registro, carta o testimonio directo lo confirma—, pero es difícil imaginar que un joven de su inquietud intelectual, que asistía a tertulias, academias y sociedades de pensamiento, no haya estado en contacto con círculos masónicos o premasónicos. En la España ilustrada de Carlos III y Carlos IV, la frontera entre la masonería y las sociedades de reforma era difusa: ambas compartían idénticos objetivos de progreso, libertad de pensamiento y moral pública.


Cuando Belgrano regresó al Río de la Plata en 1794, traía consigo ese aire nuevo de la Ilustración. En los informes que presentó al Consulado —sobre agricultura, educación, comercio y manufactura— puede leerse la huella de esas influencias europeas. Su estilo, claro, razonado y moralizante, respira el mismo espíritu ilustrado que animaba las logias: el convencimiento de que el hombre debía perfeccionarse a través del conocimiento, la virtud y el trabajo.


Así, aunque no podamos afirmar con certeza que Belgrano fuera masón, sí podemos afirmar que vivió y pensó dentro del universo mental que la masonería ayudó a construir. Su ideal de una sociedad libre y virtuosa, fundada en la educación y la justicia, era el mismo que proclamaban los talleres masónicos de Cádiz y Londres. En cierto modo, su pertenencia fue más espiritual que formal: un discípulo de la razón que nunca dejó de ser, a la vez, un creyente.

 

2. La logia de los Caballeros Racionales y la de Cádiz


A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, Cádiz se había convertido en el corazón del liberalismo español. Era un puerto cosmopolita, abierto al Atlántico y al intercambio de ideas. Allí llegaban noticias de las revoluciones americana y francesa, se imprimían panfletos clandestinos y se discutía con pasión sobre los derechos del hombre y del ciudadano. En ese escenario de efervescencia intelectual y política, las logias masónicas y las sociedades patrióticas florecieron con intensidad.


Entre ellas, una de las más influyentes fue la llamada Logia de los Caballeros Racionales, fundada por el general venezolano Francisco de Miranda, veterano de la Revolución Francesa y figura clave en la difusión de los ideales emancipadores en América. Miranda, viajero incansable y hombre de una cultura excepcional, había sido iniciado en la masonería en Londres y París. Su propósito fue crear una red internacional de patriotas hispanoamericanos que trabajaran, de manera secreta y coordinada, por la independencia de sus respectivos países.


Esta logia, activa en Londres y Cádiz, funcionaba bajo una estructura simbólica pero con fines claramente políticos. Cada miembro adoptaba un nombre en clave —Miranda se hacía llamar “Colombeia”— y juraba promover la libertad de las colonias americanas bajo el amparo de los principios masónicos de fraternidad y justicia. No era, en sentido estricto, una logia regular reconocida por las obediencias inglesas o francesas, sino una organización de tipo masónico-político, donde la discreción, el idealismo y la acción revolucionaria se unían.


Cuando en 1808 estalló la crisis española provocada por la invasión napoleónica y la abdicación de los Borbones, Cádiz se transformó en refugio de las Cortes liberales y en foco de resistencia al absolutismo. Fue allí donde, en 1812, se redactó la famosa Constitución de Cádiz, considerada una de las más avanzadas de su tiempo. En esa misma ciudad operaban numerosas logias —como San Juan de Jerusalén o Lautaro— que servían de punto de encuentro a militares, intelectuales y políticos que soñaban con una monarquía constitucional o con la independencia de América.


La logia “Lautaro”, creada por Miranda y luego reorganizada por San Martín y otros patriotas, tomó su nombre del héroe mapuche de la resistencia araucana. No fue una logia masónica en sentido ortodoxo, sino una sociedad patriótica inspirada en los métodos, símbolos y grados de la masonería, lo que explica su estructura jerárquica, su juramento de silencio y su apelación constante a la virtud y al honor.


Cuando San Martín, Alvear, Zapiola y Guido fundaron en Buenos Aires en 1812 la Logia Lautaro del Río de la Plata, lo hicieron siguiendo el modelo de esas logias gaditanas. Su objetivo no era la especulación filosófica, sino la independencia efectiva y la construcción de un orden republicano. En este sentido, Cádiz fue el punto de origen de una hermandad transatlántica de patriotas que, bajo diferentes nombres, compartían el mismo propósito: liberar y moralizar a los pueblos hispanoamericanos.


Diversos historiadores, como Ricardo Levene, Enrique de Gandía, Vicente Sierra y Norberto Galasso, han señalado que Belgrano, durante sus misiones diplomáticas y sus años de formación en España, pudo haber tenido contacto con los círculos vinculados a estas sociedades secretas. Su cercanía intelectual con los reformistas liberales y su paso por instituciones ilustradas como la Sociedad Económica de Amigos del País o el Consulado de Comercio en Madrid, lo habrían puesto en relación con personas activas en esas logias.


Además, Belgrano no era un mero observador del cambio: formaba parte de la nueva generación criolla ilustrada que veía en el progreso moral y educativo la base de la independencia. Y cuando años más tarde regresó al Río de la Plata, se encontró con que muchos de los hombres con los que compartió ideales y conspiraciones —como Castelli, Moreno, Monteagudo o Rivadavia— mantenían vínculos con la masonería o con agrupaciones afines.


Las afinidades eran evidentes: la defensa de la educación laica, el mérito personal, la libertad económica, la abolición de privilegios y la idea de una moral pública fundada en la virtud y el trabajo. Todos esos valores estaban presentes en el pensamiento belgraniano y en los códigos simbólicos de las logias.


Aun sin pertenecer formalmente a una, Belgrano se movía dentro del mismo universo espiritual que animaba a los Caballeros Racionales y a la Lautaro. La discreción, la austeridad, la devoción al deber y la fe en la ilustración de los pueblos eran rasgos comunes. Es posible que no haya cruzado el umbral de una logia ni participado en sus rituales, pero respiró el mismo aire, compartió las mismas lecturas y soñó con idéntica meta: la emancipación del hombre americano.

 

3. Simbolismo y afinidades ideológicas


Más allá de su posible pertenencia formal a una logia, lo cierto es que los escritos y las acciones de Manuel Belgrano revelan una profunda sintonía con los principios filosóficos y morales de la masonería: la fe en la educación como vía de emancipación del pueblo, la defensa de la igualdad ante la ley, la fraternidad entre los hombres, la moral como base del progreso y la idea de una libertad fundada en la razón y la virtud.


En Belgrano, la educación no era un instrumento político, sino un acto de liberación espiritual y moral. Su célebre frase —“Sin educación no hay libertad posible”— podría inscribirse perfectamente en el frontispicio de un templo masónico. Para él, enseñar era construir ciudadanos libres; educar era moralizar, ennoblecer, elevar el espíritu del pueblo. Su visión coincidía con la idea masónica de que el hombre se perfecciona a través del conocimiento y la virtud, y que una sociedad ilustrada es la única capaz de ser justa.


El mismo Belgrano, al donar los cuarenta mil pesos fuertes que recibió como premio por las victorias de Tucumán y Salta para fundar escuelas públicas en el Norte, actuó bajo un ideal que trasciende el dogma religioso y se ancla en la filantropía universal, uno de los pilares del pensamiento masónico. No buscaba mérito personal ni ostentación, sino el beneficio colectivo. Su generosidad, racional y moral a la vez, expresaba una convicción: el progreso no se mide en riquezas, sino en virtudes.


Su ideal de igualdad ante la ley también refleja una visión profundamente moderna. En una sociedad colonial jerarquizada por el linaje y la sangre, Belgrano sostenía que la dignidad debía residir en el mérito y en la educación, no en los privilegios. Esa noción de igualdad moral y jurídica era el corazón mismo del pensamiento ilustrado —y también masónico— que concebía al hombre como sujeto autónomo, responsable y libre.


Pero quizás donde más visible se hace la confluencia de ideas entre Belgrano y la masonería sea en el lenguaje simbólico. En los emblemas patrios que impulsó —la bandera y la escarapela— algunos intérpretes han querido ver huellas de un simbolismo afín al de la tradición masónica y republicana.


Los colores celeste y blanco, por ejemplo, fueron explicados por Carlos Belgrano como un homenaje a la Inmaculada Concepción de la Virgen María, lo que demuestra su inspiración religiosa. Sin embargo, en el contexto cultural de la época, esos mismos tonos evocaban también la pureza, la verdad y la luz: valores que la masonería asoció a la perfección moral y al conocimiento. Es decir, el mismo símbolo podía ser leído en clave cristiana o ilustrada, según la mirada del intérprete.


El sol incaico que más tarde se incorporaría a la bandera en 1818 —cuando Belgrano ya no tenía intervención directa— y el gorro frigio del escudo, aprobado en 1813, pertenecen a un repertorio simbólico común a las revoluciones atlánticas, donde masones, republicanos y católicos reformistas compartían los emblemas de la libertad, la luz y la regeneración moral. En ese sentido, no se trata de símbolos “masónicos” en exclusiva, sino de un lenguaje político universal del siglo de las revoluciones.


Es posible, entonces, que el imaginario simbólico de la masonería haya ejercido cierta influencia indirecta en el espíritu de los emblemas patrios, no por afiliación, sino por afinidad cultural. En el mundo de las luces, los símbolos de la libertad, la igualdad, la fraternidad y la educación eran compartidos tanto por los masones como por los ilustrados católicos. Eran, en definitiva, símbolos de civilización.


En los escritos de Belgrano se percibe una constante preocupación por la moral pública, la virtud cívica y la educación del alma. “No busco glorias —escribió—, sino la unión de los americanos y la prosperidad de la patria.” Esa declaración podría haber sido pronunciada en el discurso de iniciación de cualquier logia del mundo. Porque en su esencia, Belgrano pensaba como un constructor: creía que la patria debía edificarse piedra a piedra, conciencia a conciencia, con el esfuerzo de todos y bajo la guía de la razón y la fe.


Por eso, incluso si nunca fue iniciado en una logia, Belgrano fue, en el sentido más profundo, un masón moral: un hombre que edificó la patria con el compás de la justicia, la escuadra del deber y la luz del conocimiento. Su vida demuestra que la verdadera fraternidad no necesita juramentos ni templos discretos, sino ejemplos visibles de virtud y sacrificio.

 

4. Su relación con otros posibles masones


La historia del Río de la Plata durante los años revolucionarios está entretejida por un entramado de afinidades ideológicas, vínculos personales y fraternidades políticas que, en muchos casos, se desarrollaron al amparo del secreto. En ese contexto, las logias y sociedades reservadas —más o menos vinculadas a la masonería— fueron el escenario donde se discutieron los grandes proyectos emancipadores, desde la organización de las expediciones militares hasta la redacción de las nuevas constituciones.


Manuel Belgrano, que por temperamento y formación era un reformador antes que un conspirador, se movió sin embargo dentro de ese mismo círculo de hombres que compartían un ideal común: la independencia del Río de la Plata y la regeneración moral del pueblo. Su vida pública lo colocó, inevitablemente, en contacto con varios de los personajes más directamente ligados a la masonería.


Entre ellos se cuentan José de San Martín, Carlos María de Alvear, Tomás Guido, Bernardino Rivadavia y Bernardo de Monteagudo, figuras que, en mayor o menor medida, estuvieron asociadas a logias de inspiración masónica. San Martín y Alvear, por ejemplo, pertenecieron a la Logia Lautaro, cuyo ideario y estructura derivaban directamente de las logias gaditanas fundadas por Francisco de Miranda. Guido, que ofició como secretario y consejero del Libertador, fue otro de los miembros activos de aquella sociedad. Monteagudo, brillante y radical, había formado parte en su juventud de la Sociedad Patriótica, cuyo funcionamiento y simbolismo también remitían a los métodos masónicos.


El mismo Bernardino Rivadavia, contemporáneo y en ocasiones aliado intelectual de Belgrano, fue identificado por diversos autores —entre ellos Ricardo Levene y Enrique de Gandía— como miembro de logias en Buenos Aires y Montevideo. Su fe en el progreso científico, la secularización del Estado y la educación popular coincidía plenamente con el ideario masónico del siglo XIX.


No hay registros que indiquen la presencia de Belgrano en las reuniones de la Logia Lautaro, pero su proximidad personal y su afinidad de pensamiento con sus miembros más destacados resultan innegables. San Martín, con quien compartía una concepción ética del deber y una visión desinteresada del poder, lo respetaba profundamente. Ambos coincidían en un punto esencial: la independencia no era solo una empresa militar, sino una obra moral.

Sabemos que en 1812, mientras San Martín fundaba la Logia Lautaro en Buenos Aires, Belgrano era designado vocal de la Junta Conservadora, organismo que debía velar por la continuidad del proceso revolucionario. Su pensamiento coincidía con el grupo de patriotas que entendía la independencia no solo como una ruptura política con España, sino como una reforma integral del espíritu americano, una tarea de educación, justicia y virtud.


En esa misma época, Belgrano mantenía correspondencia con Mariano Moreno, otro de los grandes exponentes del racionalismo ilustrado y ferviente admirador de Rousseau. Moreno, que según algunos historiadores también frecuentó círculos masónicos, compartía con Belgrano la idea de que la libertad política debía ir acompañada de la liberación moral e intelectual del pueblo.


Si bien no existen pruebas documentales de que Belgrano haya participado en las reuniones secretas donde se trazaban los planes emancipadores, todo indica que estuvo cerca de ese ámbito conspirativo. Su reserva natural, su discreción y su rechazo a la ostentación lo habrían hecho un colaborador ideal: un hombre de principios, capaz de guardar silencio y de actuar por convicción.


Más aún: sus decisiones militares y políticas parecen armonizar con los objetivos de las logias patrióticas. La creación de la bandera, el impulso a la educación pública, la organización del Ejército del Norte, la defensa de la soberanía popular frente a los intereses de las élites porteñas, son gestos coherentes con la idea de construir una república de ciudadanos libres e iguales. Esa coincidencia ideológica con los masones revolucionarios alimenta la sospecha de una pertenencia, al menos espiritual, al ideario masónico.


No se trataba, en su caso, de un vínculo ritual ni esotérico, sino moral y filosófico. Belgrano se sentía unido a esos hombres por un mismo código de virtud cívica y por una concepción del deber que trascendía los intereses personales. El secreto, más que una táctica, era una forma de prudencia: en tiempos de traiciones y contrarrevoluciones, la discreción era sinónimo de supervivencia.


En definitiva, Belgrano se movía dentro de una fraternidad de ideales, no de símbolos. Su relación con los posibles masones de su entorno no puede medirse por los juramentos, sino por las acciones compartidas: la lucha por la independencia, la defensa de la moral pública, la fe en la educación y el sacrificio por la patria.

 

II. Las razones para dudar de su pertenencia

 

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1. La ausencia de pruebas documentales


Si algo distingue el estudio histórico riguroso de la mera tradición es la exigencia de prueba documental verificable. En el caso de Manuel Belgrano, esa prueba simplemente no existe. A diferencia de José de San Martín, cuya vinculación con la Logia Lautaro está respaldada por testimonios de contemporáneos, documentos logiales, correspondencias y registros indirectos, el caso de Belgrano carece de cualquier evidencia similar.


No se ha encontrado —ni en archivos argentinos ni europeos— ningún documento original que certifique su iniciación masónica. No existe acta de admisión, correspondencia con logias, mención en cartas privadas, ni alusión alguna en los diarios de sus contemporáneos. Tampoco en su autobiografía, en sus Memorias del Consulado, ni en su Testamento de 1820 aparece la más mínima referencia a la masonería, a ritos, a grados o a compromisos secretos.


Los historiadores que han revisado exhaustivamente su correspondencia y sus escritos —entre ellos Bartolomé Mitre, Ricardo Levene, Ernesto Palacio, Emilio Ravignani, Enrique de Gandía, Otero, Sierra y Norberto Galasso— coinciden en este punto esencial: no hay evidencia directa. Lo que existen son coincidencias ideológicas o analogías de pensamiento entre el ideario de Belgrano y los principios masónicos, pero ningún documento que transforme esas afinidades en una pertenencia institucional.


Incluso la historiografía masónica argentina, que ha reivindicado a numerosos próceres como miembros de la Orden —San Martín, Alvear, Rivadavia, Monteagudo, Pueyrredón—, reconoce la falta de constancia formal en el caso de Belgrano. En los registros conservados por la Gran Logia de la Argentina, en los archivos de Cádiz, en los fondos de las obediencias francesas y británicas, no figura su nombre en ninguna planilla, lista de iniciados o acta constitutiva.


Los intentos de vincularlo con logias como la Independencia, la Lautaro o la Unidad Argentina se basan, en el mejor de los casos, en tradiciones orales, menciones tardías o interpretaciones simbólicas. El propio Ricardo Levene, que dedicó buena parte de su vida a estudiar la documentación belgraniana, fue tajante:


“No he hallado ningún documento, ni correspondencia ni testimonio contemporáneo que pruebe su pertenencia a logias masónicas. Todo lo que se ha dicho al respecto pertenece al terreno de las conjeturas.”


Esa ausencia documental resulta más significativa si se considera que Belgrano fue un hombre extremadamente prolijo y transparente. Escribía con frecuencia, conservaba copias de sus oficios y se preocupaba por dejar constancia de sus actos. No hay en sus escritos secretos, insinuaciones ni lenguaje cifrado que permita inferir una militancia clandestina. Su pensamiento, aunque progresista, fue público, racional y moral, sin necesidad de recurrir a simbolismos ocultos.


Además, en el contexto histórico de las logias rioplatenses —que solían dejar constancias mínimas de su existencia pese al secreto—, el silencio absoluto en torno a Belgrano es llamativo. Sabemos que San Martín, Alvear, Guido y Zapiola pertenecieron a la Logia Lautaro; conocemos sus listas de miembros y sus vínculos con Cádiz y Londres. Pero en ningún documento, ni siquiera en los archivos internos de esas logias, aparece el nombre de Belgrano.


Por lo tanto, el argumento de su pertenencia descansa más en una interpretación ideológica posterior que en la evidencia empírica. Lo que existe es un Belgrano “masónico” en el sentido moral o simbólico, un constructor de la nación desde la virtud y la razón, pero no un miembro registrado de la Orden.


Como escribió el historiador Ernesto Palacio, con su habitual escepticismo:


“Hacer de Belgrano un masón es tanto como hacerlo inglés o francés. Fue, ante todo, un argentino ilustrado, un cristiano moralista, y un patriota de razón y fe. Su religión fue el deber.”


En ese marco, la ausencia de pruebas documentales no puede ser suplida por la elocuencia de los ideales compartidos. La historia, más allá de los homenajes y de las filiaciones simbólicas, exige hechos verificables. Y en el caso de Belgrano, lo que prevalece no es el secreto, sino el silencio.

 

2. Su religiosidad profunda y coherente


Si en algo no existe duda alguna, es en la fe católica de Manuel Belgrano. En él, la religión no fue un adorno de época ni una mera convención social: fue una vivencia íntima, constante y coherente, que guió sus actos tanto en la vida civil como en la militar. Desde su juventud hasta su muerte, Belgrano manifestó una espiritualidad sincera, cimentada en la moral cristiana, el amor al prójimo y el sentido del deber.


Desde joven, asistía regularmente a misa, leía el Evangelio y mantenía una concepción del trabajo, la justicia y la educación inspirada en la doctrina católica. Su formación en España coincidió con el auge del catolicismo reformista ilustrado, que buscaba conciliar fe y razón. A diferencia de los racionalistas puros, Belgrano nunca renegó de su creencia, sino que la entendió como una fuerza moral transformadora.


En sus escritos, la huella de esa fe es clara. “El amor al prójimo es el fundamento de toda sociedad bien ordenada”, escribió, en una formulación que podría haber salido del Evangelio según San Mateo. Y en otra ocasión expresó: “La verdadera religión consiste en cumplir con los deberes del hombre hacia Dios y hacia sus semejantes”, revelando una visión del cristianismo profundamente ética, en la que la moral y la acción social eran inseparables.


Durante sus campañas militares, su religiosidad se manifestó no como un gesto de superstición, sino como un acto de fe consciente. En 1812, antes de la batalla de Tucumán, reunió a sus soldados y los encomendó a la protección de la Virgen de la Merced, a quien nombró solemnemente “Generala del Ejército del Norte”. Después de la victoria, hizo colocar su bastón de mando a los pies de la imagen, en señal de agradecimiento. Ese gesto, profundamente simbólico, no solo revela su devoción, sino también su convicción de que la autoridad debía estar sometida a un orden moral superior.


No fue un hecho aislado. En múltiples cartas y proclamas, Belgrano invoca a Dios como fuente de justicia y verdad. Antes de emprender la Retirada de Jujuy, en 1812, escribió: “La religión, la Patria y el honor nos reclaman”, uniendo en una sola frase los tres pilares de su vida. Durante la campaña del Alto Perú, ordenó celebrar misas por los caídos, levantó altares de campaña y exhortó a los oficiales a mantener la disciplina y la virtud.


Su testamento, redactado poco antes de morir en 1820, es uno de los documentos más elocuentes sobre su espiritualidad:


“Declaro que muero en la santa fe católica, apostólica, romana, en cuya creencia he vivido y protesto vivir y morir.” (No debe entenderse con el sentido moderno de “quejarse” o “reclamar”, sino con su acepción clásica y jurídica del siglo XVIII–XIX, que significa “afirmar solemnemente, declarar públicamente, testificar con convicción y juramento).


Pidió ser enterrado con sencillez, sin honores, vistiendo el hábito de San Francisco. Dispuso que el poco dinero que tenía fuera destinado a obras de caridad y que se celebraran misas por su alma. Sus últimas palabras, según los testimonios del doctor Esteban de Luca y del presbítero José Ignacio Gorriti, fueron una invocación a la Virgen María y a Dios. Su muerte fue la de un creyente, serena y humilde, coherente con toda su vida.


Es difícil compatibilizar una piedad tan explícita con una militancia masónica activa, especialmente si se recuerda que la Iglesia había condenado reiteradamente a la masonería desde el siglo XVIII.


Belgrano, hombre informado y profundamente consciente de los valores religiosos, no pudo ignorar esas condenas. Tampoco existen indicios de conflicto interior entre su fe y su pensamiento reformista. Jamás manifestó dudas, críticas ni reservas hacia la Iglesia; por el contrario, sostuvo que la religión debía ser la base de la educación y de la república. En un informe del Consulado escribió:


“La religión, la moral y la ilustración son los tres pilares en que debe fundarse la felicidad de los pueblos.”


Esa frase resume su pensamiento: progreso sí, pero con alma; libertad sí, pero con moral; razón sí, pero iluminada por la fe.


No hay en su vida rastros de ruptura con la Iglesia, ni controversias con clérigos, ni referencias al pensamiento deísta o laicista típico de los masones de su tiempo. Por el contrario, fue amigo de sacerdotes, colaboró con las órdenes religiosas y respetó las procesiones, las devociones y los juramentos religiosos. Cuando su salud declinó, pidió asistencia espiritual y recibió los sacramentos.


Frente a esta evidencia, la idea de un Belgrano masón activo resulta, como mínimo, contradictoria. No por incompatibilidad de valores —ya que ambos sistemas exaltaban la virtud, la moral y el progreso—, sino porque, en el contexto de su época, la Iglesia y la Masonería eran irreconciliables en lo institucional. Pertenecer a ambas habría implicado una tensión moral y disciplinaria imposible de sostener para un hombre tan recto y transparente como él.


En definitiva, Belgrano fue un católico moderno, ilustrado y moral, pero no un masón en el sentido operativo o ritual. Su fe no fue de fórmulas ni de dogmas vacíos, sino una fe activa, encarnada en la virtud pública y en el servicio al prójimo. Su vida entera fue, en palabras del padre Cayetano Rodríguez, “un sermón vivido de patriotismo y de religión”.

 

3. Su visión moral del deber


Si hubiera que resumir la vida de Manuel Belgrano en una sola palabra, esa palabra sería deber.


Para él, el deber no era una carga, sino una forma de libertad. Era la convicción íntima de que cada hombre nace con una responsabilidad frente a los demás y que la verdadera grandeza no reside en el poder, sino en el servicio.


La ética de Belgrano no se basaba en el secreto ni en el simbolismo, sino en la transparencia del ejemplo. En su vida no hay rastros de misterio iniciático ni de ritualismo esotérico; no hay contraseñas, ni grados, ni códigos ocultos. Su moral era práctica, visible, evangélica: servir, enseñar, sacrificarse. En cada una de sus acciones públicas —ya fuera como funcionario, militar o educador— buscó anteponer el bien común a sus intereses personales.


En su Autobiografía, escrita con la honestidad de quien no espera recompensas, se define como un hombre “enemigo del lujo, de la ostentación y de la adulación”. Rechazaba los títulos y los honores, despreciaba la corrupción y la hipocresía, y vivía con una austeridad que desconcertaba incluso a sus contemporáneos. “No he tenido otro fin que el bien de mi patria —afirmaba—, y si algo me ha animado en esta empresa, ha sido la satisfacción de haber cumplido con mi deber.”


Su ideal de república era sencillo y virtuoso, sin las jerarquías simbólicas ni los rituales de iniciación propios de la masonería. Belgrano no creía en grados de perfeccionamiento místico ni en sociedades secretas o discretas de moral selectiva; creía, en cambio, en el ejemplo público y en la educación cívica como motores de una comunidad moral. “La mejor política —decía— es la honradez.”


En esa concepción ética se advierte una espiritualidad activa: un cristianismo vivido en las obras. No necesitaba símbolos para representar la virtud; la ejercía. No le hacía falta un templo para consagrarse; su templo era la patria, su altar, la escuela, y su oración, el trabajo.

Sus frecuentes críticas al materialismo y al egoísmo social lo acercan más al pensamiento cristiano que al racionalismo ilustrado puro. Para él, la razón debía ser iluminada por la moral; el progreso, moderado por la compasión. “La ambición de riquezas —escribió— ha corrompido los corazones y entorpecido las virtudes sociales. Es preciso educar para formar hombres justos, no ricos.”


Belgrano no quería sustituir la fe por la razón, sino unirlas en un mismo propósito moral. Su pensamiento era una síntesis entre la ilustración y el Evangelio: creía en la ciencia, pero subordinada al bien común; en la libertad, pero guiada por la moral; en la educación, pero al servicio de la virtud. Esa síntesis —tan ajena al dogmatismo de su tiempo— lo convierte en una figura única, tanto dentro del pensamiento ilustrado como del catolicismo social.


A diferencia de los masones más racionalistas, que concebían la moral como una construcción filosófica desligada de la fe, Belgrano la entendía como un deber natural nacido del amor al prójimo. La moral no se imponía desde fuera: brotaba del alma. En su visión, la virtud era la verdadera forma de sabiduría, y el sacrificio personal, el camino hacia la redención colectiva.


En los momentos más difíciles de su vida —cuando el Ejército del Norte se hallaba desmoralizado, cuando la pobreza lo acosaba, cuando la ingratitud del gobierno lo condenaba al olvido—, Belgrano siguió actuando conforme a esa ética del deber. No pidió recompensas ni reconocimientos; apenas el derecho de servir.


Su correspondencia revela una profunda coherencia entre pensamiento y acción. En una carta de 1814 escribió:


“Nada hay más fuerte que el deber cumplido. Lo demás pasa, el deber queda.”


Esa frase podría figurar en el frontispicio de su tumba: resume el espíritu con que vivió y murió.


Por eso, cuando se intenta vincularlo a la masonería, conviene recordar que su vida fue el ejemplo contrario del secreto y de la jerarquía simbólica. Todo en él fue claridad, sencillez y entrega. Si la masonería buscaba perfeccionar al hombre por medio de la razón, Belgrano lo hacía por medio del amor y del sacrificio.


Su moral no nació en un templo cerrado, sino en el campo de batalla, en las aulas que quiso fundar, en las cartas donde enseñaba a sus compatriotas a ser mejores. En su mundo no había iniciados ni profanos: solo ciudadanos responsables ante Dios y la patria.


En definitiva, su visión del deber fue la de un místico del bien común, un hombre que creyó que la redención de un pueblo no se logra con discursos ni símbolos, sino con educación, trabajo y virtud. En Belgrano, la ética se volvió acción, y la acción, legado.

 

4. Los riesgos políticos de una afiliación secreta


Durante los años de la Revolución de Mayo y las posteriores guerras civiles, pertenecer a una logia o sociedad secreta no era solo una cuestión de convicción ideológica: era también un acto de riesgo político y personal. Las logias, que en un principio habían sido espacios de unión y conspiración contra el poder colonial, se transformaron rápidamente en escenarios de tensiones internas, rivalidades y luchas de influencia dentro del nuevo orden que emergía.

En ese contexto, las disputas entre logias y facciones —como las que enfrentaron a los partidarios de San Martín con los de Alvear— marcaron profundamente la vida política del Río de la Plata. Lo que había comenzado como una hermandad de ideales emancipadores se convirtió, con el paso del tiempo, en una red compleja de intereses, juramentos y poder.


Belgrano, con su espíritu recto y su temperamento sereno, evitó cuidadosamente esas intrigas. Nunca se lo vio actuar bajo alianzas secretas ni bajo la sombra de sociedades políticas cerradas. Su preocupación era la unidad nacional, no la adhesión a grupos o bandos. “No hay salvación sin concordia”, escribió en una carta a Pueyrredón, cuando las divisiones internas amenazaban con desmembrar el proyecto revolucionario.


A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Belgrano nunca utilizó el secreto como herramienta política. Era enemigo de la manipulación y de la ambigüedad moral. Creía que la política debía ser transparente y fundada en la virtud, no en pactos ocultos ni juramentos de obediencia. Su estilo contrastaba con el de los dirigentes logiales que practicaban la reserva como forma de poder: él prefería la franqueza, el debate abierto y la persuasión moral.


De haber pertenecido formalmente a una logia, es razonable suponer que habría dejado algún rastro en las rivalidades de la época, especialmente porque las logias no eran homogéneas ni inocuas: se enfrentaban, se dividían, se infiltraban unas en otras. Los conflictos entre la Logia Lautaro de San Martín y la logia de Alvear, por ejemplo, fueron notables. San Martín, más reservado y disciplinado, concebía la logia como un instrumento al servicio de la independencia continental; Alvear, en cambio, la usó como plataforma política personal.


Belgrano, que conocía a ambos y los respetaba, se mantuvo al margen. Ni participó de sus pugnas ni fue acusado de pertenecer a sus filas. Tampoco sus detractores —como Rivadavia, con quien tuvo serias discrepancias ideológicas, o Pueyrredón, que llegó a apartarlo del mando— lo acusaron jamás de actuar bajo juramentos masónicos o de obedecer directivas de logias. En una época en la que las acusaciones de conspiración eran comunes y se usaban como arma política, ese silencio resulta elocuente.


Todo en Belgrano fue público y transparente. Sus decisiones, sus informes, sus proclamas y hasta su pobreza final estuvieron expuestos a la luz del día. Jamás se amparó en el anonimato ni buscó refugio en estructuras secretas. Si algo define su figura es la coherencia entre pensamiento y acción: vivió como pensó y murió como vivió, sin doblez ni secreto.


Incluso en los momentos más críticos —como cuando fue desplazado del mando del Ejército del Norte o cuando regresó enfermo y olvidado a Buenos Aires—, mantuvo la misma conducta: discreta, serena, recta. Nunca conspiró, nunca se vengó, nunca perteneció a camarillas. Su política fue la del ejemplo moral.


A los ojos de sus contemporáneos, Belgrano era un hombre de una sola pieza, incapaz de las maniobras encubiertas que caracterizaban a la política de su tiempo. Mientras otros acumulaban poder en la sombra, él acumulaba sacrificio en silencio. Su “secreto” no fue la iniciación en una logia, sino la fidelidad inquebrantable a un principio: hacer el bien sin esperar recompensa.


Así, en medio de un siglo convulsionado por conspiraciones y ambiciones, Belgrano encarnó la rara virtud de la transparencia. No necesitó el secreto para ser discreto, ni el juramento para ser leal. Su masonería, si alguna vez existió, fue la del alma, aquella que se edifica con actos de justicia, amor y deber cumplido.

 

III. Las investigaciones actuales y el debate historiográfico

 

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En tiempos recientes, la Gran Logia de la Argentina de Libres y Aceptados Masones ha reivindicado con firmeza a Manuel Belgrano como miembro de la Orden, presentándolo como ejemplo de virtudes morales, filantrópicas y patrióticas. En sus comunicados institucionales y homenajes públicos, se sostiene que Belgrano habría sido iniciado en la “Logia Independencia” hacia fines del siglo XVIII, en Buenos Aires, junto a otros jóvenes criollos ilustrados vinculados a los orígenes del movimiento revolucionario.


De acuerdo con esa versión, Belgrano habría integrado también la llamada “Sociedad de los Siete”, un círculo de número simbólico —el siete, de fuerte connotación masónica— fundado por Juan José Castelli, quien habría sido Venerable Maestro de la “Logia Independencia”. Según la tradición, este grupo se reunía en la Jabonería de Vieytes y en la casa de Rodríguez Peña, planificando acciones que confluirían en los hechos del 25 de mayo de 1810, cuando varios de sus miembros —Castelli, Paso, Vieytes, Rodríguez Peña— ocuparon cargos en la Primera Junta de Gobierno.


Asimismo, la Gran Logia afirma que existió una segunda “Logia Independencia”, presidida por Julián Álvarez, que habría continuado la labor de la primera y colaborado activamente en la fundación de la Logia Lautaro, de la cual formaron parte San Martín, Alvear, Guido y Zapiola. Más aún, algunas publicaciones sostienen que Belgrano fue Venerable Maestro de la “Logia Argentina” en Tucumán, mientras comandaba el Ejército del Norte, y que esa logia —según el historiador masónico Alcibíades Lappas— habría sido fundada con una “Carta Constitutiva” otorgada por la Masonería de Nueva Granada, pasando luego a denominarse “Logia Unidad Argentina”.


En el mismo sentido se pronuncian autores como Silvestre y Rodríguez Rossi, quienes afirman que “la Sociedad de los Siete fue una delegación operativa estrictamente masónica de la Logia Independencia”, y enumeran entre sus presuntos miembros a Castelli, Belgrano, Paso, Chiclana, Irigoyen, Rodríguez Peña, Vieytes, Larrea, Matheu y Berutti: casi un catálogo de los fundadores políticos de la Revolución de Mayo.


Por su parte, el historiador Emilio J. Corbiere (1943–2004), abogado, profesor universitario y masón grado 33, sostuvo que la Logia Independencia fue “la primera logia que funcionó en el territorio del futuro Estado argentino”, y que lo hizo “con protocolos de autorización otorgados por la Gran Logia General Escocesa de Francia”.


También José Matías Zapiola (1780–1874), compañero de armas de San Martín, habría dejado constancia de que Belgrano fue miembro de la Logia Lautaro de Buenos Aires, aunque esta afirmación ha sido motivo de debate, ya que otros historiadores la consideran improbable o sin respaldo documental.


Más allá de estas afirmaciones, la falta absoluta de pruebas concretas sigue siendo el punto central del debate. Ningún archivo masónico —ni en Buenos Aires, ni en Tucumán, ni en España, ni en Londres— conserva actas de admisión, listas de miembros o correspondencias que certifiquen la pertenencia de Belgrano a una logia.


El propio Ricardo Levene, en su Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, subraya que “no se ha encontrado documento alguno que lo acredite”. Lo mismo sostienen Otero, Ravignani, Sierra y Galasso: todos coinciden en que la evidencia disponible es indiciaria, pero no probatoria.


Algunos defensores de la tesis masónica apelan a explicaciones estructurales. El historiador Emilio Gouchón (1860–1912), quien fue Gran Maestre y Gran Comendador del grado 33, escribió en La organización masónica en la independencia americana que “el nombre de los afiliados era confiado principalmente a la memoria, y los trabajos se hacían verbalmente, cuidando de no dejar constancia escrita. La más mínima imprudencia, cualquier delación, podía hacer fracasar los trabajos y comprometer la vida y la libertad de los afiliados”.


En ese contexto, la ausencia de documentación sería la consecuencia natural del carácter secreto y de las persecuciones políticas y religiosas que sufrían las logias, más que una negación de su existencia.


Sin embargo, otros autores consideran que la falta de pruebas no puede suplirse con conjeturas. El propio Enrique de Gandía, uno de los principales difusores de la tesis masónica, cita a Saldías y a los “recuerdos del general Enrique Martínez” como testimonios que “prueban” la iniciación de Belgrano, pero tales fuentes no incluyen documentos primarios, ni actas, ni cartas del propio prócer. De hecho, la referencia de Gandía se apoya en menciones de segunda mano, sin trazabilidad archivística.


En contraposición, los estudios de la Academia Nacional de la Historia (en la Historia de la Nación Argentina, tomo V, 1939) afirman que San Martín habría fundado logias militares en Tucumán y en el Ejército del Norte, donde “Belgrano y otros quedaron iniciados”. Pero incluso en este caso, la afirmación se basa en testimonios indirectos y en la transmisión oral, sin constancias documentales.


En cuanto al argumento teológico, la historiadora Lucía Gálvez ofrece una lectura conciliadora: “La pertenencia a la masonería no pone en duda, sin embargo, la fe cristiana de ambos héroes —San Martín y Pueyrredón— ni la del general Belgrano, ni de tantos otros que veían en esa institución muchos valores además de una poderosa ayuda para lograr la unidad y la independencia de los pueblos de América”.


La conclusión general de la historiografía moderna es, pues, doble.Por un lado, se reconoce que no existe prueba documental directa que confirme la iniciación masónica de Belgrano. Por otro, se admite que el silencio de las fuentes podría deberse al secreto inherente de las logias, especialmente en el ámbito hispánico, donde la Inquisición y las autoridades coloniales perseguían con severidad toda organización considerada “ilustrada” o “filosófica”.

En última instancia, las investigaciones actuales —desde Lappas hasta Corbiere, pasando por los estudios críticos de Levene, Otero, Sierra, Ravignani, Gálvez y Galassomantienen abierta la controversia.


La figura de Belgrano se ubica en un punto intermedio entre la historia y el mito: una figura moral que encarna los valores masónicos sin dejar huellas masónicas, un creyente que practicó la virtud de la razón, y un patriota cuya grandeza trasciende cualquier iniciación ritual.

 

 

IV. Más allá del secreto: el verdadero credo de Belgrano

 

La pregunta “¿Era masón?” quizá oculte otra más profunda y reveladora: ¿qué representaba realmente Manuel Belgrano en la historia argentina? ¿Un hombre de fe, un ilustrado, un patriota, o todos a la vez?


Más allá de las etiquetas, lo cierto es que Belgrano encarnó una síntesis excepcional entre razón y fe, entre progreso y moral, entre libertad y virtud. Fue un hombre adelantado a su tiempo, pero sin renegar de su tiempo; un reformador sin resentimiento, un creyente sin fanatismo, un idealista con los pies en la tierra. Si fue masón —y eso nunca podrá afirmarse con certeza—, lo fue en el sentido filosófico y simbólico del término: un constructor. Pero no de templos de piedra ni de símbolos herméticos, sino de instituciones reales, de escuelas, de leyes, de conciencia ciudadana, de patria.


Su fe en la educación como fundamento de la nación no nace de la masonería, sino del humanismo cristiano y de su lectura de los clásicos del pensamiento moral y político. Creía que educar era formar hombres libres y responsables, no solo instruidos. “La educación es la base sobre la cual se edifica la libertad de los pueblos”, escribió, y en esa frase se condensa su visión del mundo: una república de almas ilustradas por la razón y guiadas por la virtud.


Esa idea, aunque compartida por los masones ilustrados de su tiempo, era también una convicción profunda de los reformadores católicos del siglo XVIII y XIX. Belgrano no pretendía sustituir a Dios por la razón, sino iluminar la razón con la moral cristiana. En su pensamiento no hay oposición entre el cielo y la tierra, sino un puente: la educación como ascenso espiritual del hombre hacia su dignidad.


Su vida fue una lección constante de renuncia. Renunció al poder cuando se lo ofrecieron, porque creía que “la ambición personal corrompe las repúblicas”. Renunció a la riqueza, donando los premios que ganó por las victorias de Tucumán y Salta para fundar escuelas en los pueblos más necesitados. Renunció al reconocimiento, aceptando el olvido de sus contemporáneos y la indiferencia de los gobiernos que lo ignoraron en sus últimos años.


Murió pobre, en una cama prestada, atendido por un médico amigo que le regaló los remedios. No dejó fortuna, solo una pluma, una espada y una bandera. Ninguna sociedad secreta podría reclamar la autoría de una conducta así: solo la conciencia de un hombre justo.


Belgrano no fue masón en los ritos, pero sí constructor en el espíritu. Fue el arquitecto moral de una nación que aún hoy intenta alcanzar el ideal que él soñó: un país educado, justo y virtuoso. En tiempos donde la política se confundía con el oportunismo, él la concibió como una misión moral. “Servir a la patria —decía— es el modo de servir a Dios”. Y ese principio, más que cualquier juramento, fue su verdadero credo.


Si en las logias de Europa se enseñaba que el hombre debía “pasar de las tinieblas a la luz”, Belgrano lo vivió literalmente: intentó llevar la luz de la educación y de la justicia a un pueblo sumido en la ignorancia y la pobreza. Su evangelio fue la instrucción pública, su fe, la dignidad del trabajo, su religión, la virtud cívica.


Por eso, discutir si fue o no masón puede parecer una cuestión menor frente a la magnitud de su obra moral. Belgrano pertenece a esa clase de hombres cuya vida trasciende las instituciones y los símbolos. Fue un creyente que razonó, un político que amó la verdad, un militar que jamás se rindió, y un patriota que murió sin un centavo, pero con el alma intacta.

El suyo fue un apostolado laico y cristiano a la vez. No levantó templos de piedra ni columnas simbólicas; levantó escuelas, principios y esperanzas. No celebró ritos de iniciación; celebró el nacimiento de una patria. No invocó secretos; invocó el deber, la moral, el bien común.


Por eso, más que preguntarnos si Belgrano fue masón, deberíamos preguntarnos si nosotros hemos sido dignos de su ejemplo. Porque en un país que todavía busca su identidad moral, su figura se yergue como una brújula ética. Su verdadera iniciación no fue en una logia, sino en la historia; y su juramento, el más sagrado de todos: “Por mi patria seré justo y trabajaré sin descanso”.

 

El legado simbólico


Belgrano no necesitó iniciaciones ni rituales para ser un iniciado en el arte de servir. Si la masonería busca formar “hombres libres y de buenas costumbres”, él lo fue por naturaleza. Si aspira a edificar un mundo más justo, él lo construyó con sus actos. Si promueve la fraternidad universal, Belgrano la practicó con humildad y coraje, sin templos ni mandiles, con la sola herramienta de su ejemplo.


Su vida fue, en cierto modo, una masonería vivida en el terreno de la virtud pública. Porque, sin pertenecer formalmente a ninguna logia, fue arquitecto de la moral cívica, constructor de la educación popular, restaurador del trabajo como valor y del mérito como fundamento de la justicia. Su compás fue la medida del deber; su escuadra, la rectitud de sus actos; su luz, la conciencia.


Y sin embargo, su existencia no contradice del todo el espíritu masónico. Al contrario, lo trasciende. Porque tanto en la senda del cristianismo como en la de la masonería —en sus versiones más elevadas— existe un punto de convergencia: el afán de perfeccionamiento moral del ser humano, la búsqueda de la verdad, la fraternidad y el bien. En ambos caminos, la piedra bruta que debe pulirse es el propio corazón.


Belgrano encarnó esa búsqueda. Su religiosidad no fue pasiva, ni su razón, fría. Ambas convivieron en él como dos fuerzas complementarias: la fe que ennoblece al hombre y la razón que lo ilumina. Su espiritualidad fue una armonía interior, no un dogma; una fe activa que se tradujo en servicio, no en palabras.


Quizás por eso, algunos historiadores y pensadores modernos prefieren ver en él a un hombre de espiritualidad superior, más allá de toda etiqueta. No fue exclusivamente católico en el sentido rígido del culto, ni masón en el sentido ritualista de la obediencia; fue, ante todo, un humanista moral, un creyente en la dignidad del hombre, en la perfectibilidad de la sociedad y en la educación como acto sagrado.


En su visión del mundo, Dios y la razón no se excluyen, sino que se abrazan. Dios es el principio moral que da sentido a la existencia; la razón, el instrumento que permite comprender su obra. En esa unión radica el secreto de su pensamiento y la grandeza de su ejemplo.


Por eso su legado no pertenece a ninguna hermandad, sino a toda la humanidad. Belgrano fue un constructor de almas, un reformador silencioso que soñó con una nación ilustrada, justa y fraterna. Y aunque su cuerpo murió pobre y olvidado, su espíritu sigue edificando, piedra a piedra, el templo invisible de la conciencia argentina.

 

Conclusión — El constructor de la Patria


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El misterio de si Belgrano fue o no masón probablemente nunca se resuelva del todo. La historia no ha dejado documentos que lo prueben, pero tampoco argumentos que lo refuten por completo. Y quizás sea mejor así, porque hay misterios que iluminan más desde la duda que desde la certeza.


Lo indiscutible es que su vida coincide, en espíritu, con los ideales más nobles de ambas tradiciones: la masonería y el cristianismo. Fue un hombre de luz en tiempos de oscuridad, un moralista en una época de ambición, un educador en medio de la guerra, un político sin apetito de poder. Su existencia fue una lección viva de virtud, una homilía laica pronunciada con actos.


Si la masonería se define como el arte de construir hombres libres, Belgrano fue su arquitecto más silencioso y perfecto. Y si el cristianismo enseña que el mayor entre los hombres es aquel que sirve a los demás, también fue su discípulo más fiel. En su alma convivieron la escuadra y la cruz, la luz de la razón y el fuego de la fe, el amor al conocimiento y la entrega al prójimo.


Belgrano no edificó templos ni palacios; construyó conciencia. Su obra no se mide en ladrillos ni en monumentos, sino en ideales: la educación pública, la igualdad de derechos, la dignidad del trabajo, la moral del deber, la austeridad del servicio. En un país que nacía entre el caos y la esperanza, él fue el albañil del espíritu republicano.


Quizás, entonces, la verdadera pregunta no sea si Belgrano fue masón, sino qué significa hoy ser belgraniano. Porque en esa respuesta —en el amor al deber, la austeridad, la honestidad, la fe en la educación y la entrega por la patria— se encuentra el secreto más luminoso que nos dejó.


Ser belgraniano no es profesar una doctrina ni repetir una consigna; es vivir con rectitud, trabajar sin esperar recompensas, y creer que la patria se construye todos los días con pequeños actos de justicia y de bien.


Murió pobre, en una habitación sin gloria, olvidado por un gobierno que le debía la independencia y la bandera. Pero su espíritu trascendió los siglos. Su última exclamación —“¡Ay, Patria mía!”— no fue un lamento, sino una oración. No fue el suspiro de un vencido, sino el eco eterno de quien, aun muriendo, seguía soñando con un país mejor.


Y en ese suspiro, que todavía flota sobre nuestra historia, quedó el reflejo más puro de su vida: el amor por la patria, el deber cumplido y la fe de un hombre bueno.

 

Bibliografía


1. Obras sobre Manuel Belgrano y su pensamiento

·      Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina — Bartolomé Mitre — Editorial Estrada — 1947 — Buenos Aires.

·      Belgrano y su época — Ricardo Levene — Editorial Losada — 1953 — Buenos Aires.

·      Belgrano: El hombre del deber — Demetrio Otero — Editorial Claridad — 1945 — Buenos Aires.

·      Belgrano: El hombre del Bicentenario — Norberto Galasso — Editorial Colihue — 2010 — Buenos Aires.

·      Belgrano y el pensamiento político del Río de la Plata — Ricardo Caillet-Bois — Editorial Plus Ultra — 1970 — Buenos Aires.

·      Historia de la Nación Argentina, Tomo V — Academia Nacional de la Historia — Imprenta de la Universidad de Buenos Aires — 1939 — Buenos Aires.

·      Cartas y escritos políticos (1808–1811) — Juan José Castelli — Biblioteca Nacional — 1973 — Buenos Aires.

 

2. Fuentes y estudios sobre la masonería

·      Historia de la Masonería en América — Enrique de Gandía — Editorial Freeland — 1956 — Buenos Aires.

·      La Masonería Argentina a través de sus hombres — Alcibíades Lappas — Ediciones del Gran Oriente — 1966 — Buenos Aires.

·      La organización masónica en la independencia americana — Emilio Gouchón — Imprenta del Gran Oriente — 1910 — Buenos Aires.

·      Los orígenes de la Masonería Argentina — Carlos Silvestre y Raúl Rodríguez Rossi — Ediciones Masónicas Unidas — 1975 — Buenos Aires.

·      La Masonería: Política y Sociedad Secreta — Emilio J. Corbiere — Editorial Sudamericana — 1998 — Buenos Aires.

·      Los Masones de la Independencia — Lucía Gálvez — Editorial Sudamericana — 2014 — Buenos Aires.

 

3. Historiografía general y contexto político-religioso

·      Asambleas Constituyentes Argentinas — Emilio Ravignani — Academia Nacional de la Historia — 1937 — Buenos Aires.

·      Historia de la Argentina (1536–1952) — Vicente D. Sierra — Editorial Guadalupe — 1952 — Buenos Aires.

·      Historia de la Argentina (1515–1952) — Ernesto Palacio — Editorial Estrada — 1954 — Buenos Aires.

·      Los mitos de la historia argentina II — Felipe Pigna — Editorial Planeta — 2005 — Buenos Aires.

·      Las mujeres y la Revolución de Mayo — Lucía Gálvez — Editorial Planeta — 2010 — Buenos Aires.

·      Memorias y Documentos sobre la Independencia — José Matías Zapiola — Editorial Peuser — 1888 — Buenos Aires.

 

4. Documentos pontificios y fuentes eclesiásticas

·      In eminenti apostolatus specula — Papa Clemente XII — Bula Papal — 28 de abril de 1738 — Roma.

·      Providas Romanorum Pontificum — Papa Benedicto XIV — Bula Papal — 18 de mayo de 1751 — Roma.

·      Ecclesiam a Jesu Christo — Papa Pío VII — Bula Papal — 13 de septiembre de 1821 — Roma.

·      Humanum Genus — Papa León XIII — Encíclica sobre la Masonería — 20 de abril de 1884 — Roma.

·      Acta Apostolicae Sedis: Decretos contra la Masonería (1738–1983) — Congregación para la Doctrina de la Fe — Tipografía Vaticana — 1985 — Ciudad del Vaticano.

·      Catecismo de la Iglesia Católica, n.º 2283: sobre asociaciones contrarias a la fe — Librería Editrice Vaticana — 1992 — Roma.

 

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