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Artigas: el padre del federalismo


José Gervasio Artigas nació de la tierra misma: la Banda Oriental con su cielo abierto, el canto de los pájaros sobre los pajonales y el silbido del viento entre los ceibos. La fragancia de la yerba mate, el mugido del ganado y el horizonte inmenso forjaron su carácter antes que cualquier libro. Vino al mundo en Montevideo en 1764, pero lo que importa no es la fecha, sino la fuerza vital que lo moldeó. Fue un hombre que desde el principio encarnó esperanza y futuro: no se trataba solo de resistir, sino de imaginar una vida más justa para todos. Artigas era cuero curtido, cuchillo envuelto en poncho, mirada franca de gaucho que aprendió a confiar más en la palabra empeñada que en los papeles sellados.


Mientras algunos hijos de la élite estudiaban latines en claustros con crucifijos de oro, él vagaba entre estancias, arreando ganado, vendiendo cueros y mateando con paisanos, indios y negros esclavizados. Allí aprendió lo que ningún aula podía enseñar: el valor de la palabra dada, el coraje de los desposeídos, el odio al privilegio injusto. Carlos Real de Azúa lo definió como “el caudillo más enraizado en la entraña popular del Río de la Plata”. No nació para repicar discursos: nació para encarnar una causa.


En 1797 se sumó al cuerpo de Blandengues, esa milicia fronteriza que vigilaba contrabandistas, portugueses y malones. Allí aprendió a guerrear en serio: sin trompetas ni uniformes, sino con barro, frío y hambre. En las invasiones inglesas de 1806 y 1807 ya estaba curtido: participó en las resistencias, probó que sabía pelear con astucia y que no era hombre de rendirse fácil.


Pero su ruptura definitiva fue en 1811, cuando la chispa de la Revolución de Mayo cruzó el Río de la Plata. Desertó del ejército español y se sumó a la causa revolucionaria con lo que tenía: 150 hombres y doscientos pesos. ¿Quién hace historia con tan poco? Solo un loco hermoso, como escribió Ana Ribeiro, o un profeta de lanza que olfateaba la justicia en el aire. El propio Monteagudo, desde Buenos Aires, reconoció con recelo que en Artigas “había un germen de igualdad que no convenía a los intereses de los poderosos”.


El 18 de mayo de 1811, en Las Piedras, Artigas comandó la primera gran victoria criolla contra los realistas en suelo oriental. “Clemencia para los vencidos”, ordenó después del combate. Esa frase, registrada en partes oficiales, mostraba que no era un bárbaro de lanza ciega, sino un jefe con códigos, con visión de futuro. El sitio a Montevideo consolidó su figura. Pero en Buenos Aires la elite porteña lo traicionó rápido: firmaron el armisticio con el virrey Elío a espaldas de los que dejaban sangre en el campo. Como escribió John Lynch, “Artigas encarnaba una revolución demasiado social para los intereses de Buenos Aires”.


Fue entonces cuando nació la epopeya más brutal y más humana: el Éxodo del Pueblo Oriental. Octubre de 1811. Artigas y su gente, abandonados, decidieron no someterse. Más de 16.000 almas —gauchos, mujeres, niños, ancianos, esclavos, indios— quemaron sus casas antes de partir. “No dejamos nada al enemigo”, juraban.


Una procesión de más de 4.000 carretas. Bueyes exhaustos. Vacas flacas. Colchones y gallinas. Descalzos, los niños lloraban de sed. El río Uruguay se cruzaba con barro hasta las rodillas y sol partiendo la tierra. Cronistas de la época señalaron que recorrieron más de 300 kilómetros hasta llegar al campamento del Ayuí. Allí reinaba el silencio y la dignidad.


Artigas, en voz baja, redactaba proclamas que parecían escritas con fuego: “Mi autoridad emana de vosotros, y ella cesa ante vuestra presencia soberana”. En cartas enviadas a sus seguidores afirmaba que “la causa de los pueblos no admite demora”. Un siglo después, el historiador argentino José María Rosa diría que esa frase anticipaba la democracia participativa que América nunca se animó a construir.


En 1814, mientras Buenos Aires festejaba la caída de Montevideo bajo su control, Artigas levantaba su propio proyecto: la Liga Federal o Liga de los Pueblos Libres. Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y Córdoba lo siguieron. El interior profundo, el que no tenía puerto pero sí memoria, lo reconocía como Protector.


El 29 de junio de 1815, en Concepción del Uruguay, se reunió el Congreso de los Pueblos Libres. Allí se proclamó la independencia mucho antes de Tucumán. Y allí se izó la bandera tricolor: celeste y blanca como la de Belgrano, pero con una franja roja de sangre y federalismo. “Roja como la pasión por la justicia”, escribió el historiador uruguayo Benjamín Nahum.


Ese mismo año, Artigas impulsó una reforma agraria inédita: el Reglamento de Tierras de 1815. “Que los más infelices sean los más privilegiados”, ordenaba. La tierra debía darse a negros, zambos, indios, viudas con hijos, pobres sin recursos. Era la revolución social hecha papel. Los estancieros lo odiaron. Los pueblos lo veneraron.


Buenos Aires no soportaba a Artigas. Ni su proyecto federal, ni su reforma agraria, ni su independencia de criterio. Lo atacaron diplomáticamente, lo traicionaron con Portugal —al que permitieron invadir la Banda Oriental en 1816— y lo demonizaron en sus gacetas. El propio Chiclana lo describía como “un caudillo que arrastra multitudes, peligroso para toda centralidad”.


En 1819 planeó su última jugada: atacar Río Grande con apoyo de Buenos Aires. Pero sus aliados lo traicionaron. López y Ramírez firmaron el Tratado del Pilar en 1820 sin consultarlo. Lo dejaron solo. Y en Tacuarembó, sus tropas fueron derrotadas.


Ese año, Artigas cruzó al Paraguay. El dictador José Gaspar Rodríguez de Francia lo recibió con respeto pero lo confinó a vivir lejos de la política. Allí, en una chacra en Curuguaty, se convirtió en Caraí Marangatú, el “padre de los pobres”. Vivía con lo justo, compartía lo que tenía, enseñaba a cultivar.


Murió el 23 de septiembre de 1850, a los 86 años. Sin pompas, sin ceremonias.


“Artigas fue el primero en pensar un federalismo auténtico”, escribió Arturo Ardao. Fue el pionero en decir que la libertad no sirve sin justicia social. Que la independencia no vale nada si no incluye a negros, indios y pobres.


Su figura fue silenciada durante décadas. Ni en Argentina ni en Uruguay lo querían demasiado: para unos, era un rebelde que cuestionaba la centralidad porteña; para otros, un caudillo demasiado plebeyo para adornar altares patrios. Recién a fines del siglo XIX empezó a rescatarse su imagen, aunque siempre domesticada.


Pero su voz sigue latiendo. Está en cada rancho que resiste el desalojo, en cada campesino que pide tierra, en cada grito contra el centralismo. Porque Artigas no murió en 1850. Artigas sigue cabalgando en la furia de los justos, en la memoria de los olvidados, en la esperanza de que este continente algún día cumpla su palabra de igualdad.


Artigas no fue un héroe de salón. Fue un hombre hecho de barro y de coraje. Su vida es la prueba de que la historia verdadera se escribe desde abajo, con las manos agrietadas y los pies descalzos. Su federalismo no era teoría: era hambre de justicia.


Por eso, mientras un niño aprenda a leer bajo la sombra de una higuera, mientras un paisano reparta tierra antes que promesas, mientras un pueblo se atreva a decir “nadie es más que nadie”, Artigas seguirá vivo. No en los libros ni en los billetes, sino en la mirada ardida de quienes todavía creen que este suelo merece ser justo. Y en las luchas sociales de hoy, desde campesinos que reclaman tierra hasta comunidades que defienden el agua contra el extractivismo, su eco retumba como una campana que jamás dejará de sonar en toda América Latina.



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