Artigas y Belgrano: dos reglamentos, un mismo grito de justicia
- Roberto Arnaiz
- 15 sept
- 3 Min. de lectura
Imaginemos la escena: un campo desierto, hombres de a caballo, papeles arrugados que se dictan a la luz de una vela. La historia, muchas veces, se escribe así: con reglamentos que parecen hojas muertas, pero que son dinamita pura. Entre 1810 y 1815, dos hombres –Belgrano y Artigas– redactaron normas que no eran meros documentos administrativos: eran cuchillos contra la desigualdad. Aunque nacieron en escenarios distintos, parecían encender la misma hoguera.
En septiembre de 1810, tras la Revolución de Mayo, Manuel Belgrano marchó al Paraguay con la misión de ganar a la provincia para la causa. Allí encontró a los 30 pueblos guaraníes, herederos de las misiones jesuíticas: comunidades organizadas, con tierras comunales, acosadas por abusos de funcionarios criollos.
Belgrano, impregnado de la Ilustración y del legado jesuítico, redactó su Reglamento para los pueblos de las Misiones. Allí defendió las tierras comunales y reguló la producción para evitar el despojo. “Las tierras de los pueblos son y serán siempre de los pueblos”, escribió. Su meta era clara: proteger la autonomía indígena, garantizar trabajo y fundar escuelas. Además, insistía en que no se podían desperdiciar los brazos de un tercio de la población que vivía en esas misiones: para Belgrano, el futuro de la patria dependía de incorporar a esos hombres y mujeres al trabajo productivo y a la vida ciudadana.
Como explica Tulio Halperín Donghi, Belgrano entendía la revolución como una empresa moral: sin educación y sin justicia para los más débiles, la independencia sería un cascarón vacío.
Cinco años después, en septiembre de 1815, José Gervasio Artigas dictó en Purificación su Reglamento Provisorio de Tierras. Allí proclamó una de las frases más radicales de nuestra historia: “Que los más infelices sean los más privilegiados.”
El reglamento no era un simple reparto: era una reforma agraria en toda regla. Las tierras de “los malos europeos y peores americanos” serían distribuidas en suerte de estancia (unas tres leguas) a negros libres, zambos, indios, viudas y pobres. “Todo aquel que carezca de lo necesario para subsistir y tenga brazos para trabajar, tendrá derecho a una suerte de estancia”, se ordenaba. El objetivo: convertir a los marginados en productores libres, sostén de la soberanía y del federalismo.
La historiadora Ana Ribeiro sostiene que Artigas no concebía la revolución sin incluir al gaucho, al indio y al esclavo liberado: eran ellos los verdaderos cimientos de su proyecto. Y John Street recordaba que el artiguismo fue “el único movimiento de masas con programa social avanzado en la independencia rioplatense.”
¿Podría Artigas haber conocido el Reglamento de Belgrano? No hay prueba documental. Pero pensemos: Belgrano escribía memorias y reglamentos que circulaban entre los revolucionarios. Artigas, aunque hombre de campaña, estaba al tanto de lo que sucedía en el Río de la Plata. Las semejanzas son demasiado grandes para ser casuales: ambos ponen a los pobres e indígenas en el centro, ambos ligan tierra y educación como bases de libertad. La diferencia es de grado: Belgrano protegía la tradición comunal guaraní, cuidaba lo que ya era suyo. Artigas iba más lejos: expropiaba, redistribuía, quebraba la estructura de poder.
Ni Belgrano ni Artigas lograron que sus reglamentos sobrevivieran al poder de las élites porteñas y provinciales, que vieron en ellos una amenaza directa a sus intereses. Los guaraníes vieron sus tierras despojadas en décadas siguientes. Artigas fue derrotado, traicionado, exiliado en Paraguay, olvidado por los manuales. Ambos pagaron caro por haber tocado el nervio sensible: la tierra. La verdadera independencia no se jugaba en los congresos, sino en quién cultivaba, quién comía y quién quedaba a la intemperie.
¿Artigas copió a Belgrano? Tal vez nunca lo sepamos. Pero sí sabemos que los dos compartieron una certeza: la revolución debía nacer desde abajo. Belgrano lo dijo con su reglamento; Artigas lo gritó con la fuerza de un decreto en campaña.
Y hoy, más de dos siglos después, seguimos discutiendo lo mismo: quién tiene derecho a la tierra, quién accede al trabajo, quién puede educarse y quién queda afuera. Los desalojos rurales, la concentración de la tierra en pocas manos y las crisis educativas muestran que aquellas preguntas siguen vigentes. Quizás no necesitemos nuevos discursos, sino volver a escuchar a esos hombres que, entre balas y miserias, soñaron con un país donde los más infelices fueran los más privilegiados.






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