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Así fue la Batalla de Ayacucho: el día en que América rompió sus cadenas


Imagine, amigo, el amanecer del 9 de diciembre de 1824. La pampa de Quinua —un llano duro como yunque a 3.400 metros, a 37 kilómetros de Ayacucho— exhala vapor de caballos y de hombres ateridos. El viento muerde, la altura martilla la cabeza, el sol sale con desgano. Nadie lo sabe, pero esa mañana un continente está por cambiar de dueño. En ese “rincón de los muertos”, al pie del Condorcunca, a un imperio se le va a quebrar una vértebra.


Antonio José de Sucre recorre la línea con el gesto frío de quien escucha un reloj interior. Mide distancias, pesa silencios, lee el viento. Su arenga ya es bronce sin estatua: “De los esfuerzos de hoy depende la suerte de América del Sur”. No lo dice para inflar el pecho: es un diagnóstico. Enfrente, el virrey José de la Serna ha bajado de la sierra con un ejército cansado y orgulloso. Detrás de cada casaca hay hambre, deserciones y cartas que no llegarán.


La pampa guarda un silencio afilado antes del trueno. En tres horas habrá pólvora, barro y lanzas; mulas arrastrando cañones, clarines que ordenan el coraje, tambores que intentan sostener un mundo viejo. Tres horas para liquidar tres siglos.

 

I. El preludio: cuando España se quebró por dentro


Ayacucho no cayó del cielo. Empezó a gestarse en 1820, cuando Rafael del Riego (realista liberal, España) se sublevó en Cabezas de San Juan. Forzó a Fernando VII (realista, rey de España) a restaurar la Constitución de 1812 e inauguró el Trienio Liberal. Resultado: la Gran Expedición de 20.000 soldados y 10 buques no zarpó hacia América. Desde entonces, el virrey en Lima mandó más por inercia que por apoyo real: órdenes contradictorias, salarios atrasados y noticias que llegaban tarde. La obediencia se sostuvo más en la disciplina que en la convicción.


En el Perú, la independencia proclamada no fue independencia consolidada. José de San Martín (patriota, Río de la Plata) ocupó Lima y declaró la libertad el 28/07/1821, pero el Ejército Real del Perú se reagrupó sin ayuda peninsular y pegó fuerte: Ica (contra Domingo Tristán (patriota, Perú) y Agustín Gamarra (patriota, Perú)), Torata y Moquegua (contra Rudecindo Alvarado (patriota, Río de la Plata)), la desbandada tras Zepita (tropas de Andrés de Santa Cruz (patriota, Alto Perú) y Gamarra) y la recuperación de Arequipa tras batir a Antonio José de Sucre (patriota, Gran Colombia) en 1823. El golpe de Aznapuquio (1821) quitó a Joaquín de la Pezuela (realista, virrey) y subió a José de La Serna (realista, virrey): competente, pero aislado. Lima festejaba; la sierra sostenía la guerra.


Interludio (1823–1824): la tregua porteña y el motín del Callao


En 1823, Buenos Aires firmó una convención preliminar de paz con emisarios españoles y envió a Juan Gregorio de Las Heras (patriota, Río de la Plata) a negociar en Salta con Baldomero Espartero (realista, España). ¿Por qué? Por agotamiento fiscal y militar y por la idea de normalizar el comercio. En los hechos, esa apuesta enfrió el impulso extraandino hacia el Perú y dejó más sola la campaña. No extraña que Daniel Florencio O’Leary (patriota, Irlanda/Gran Colombia) lo leyera como un retiro de la contienda continental.


Poco después estalló el motín del Callao (01–02/1824). La guarnición —con alta proporción de tropa rioplatense de la Expedición Libertadora, además de chilenos, peruanos y colombianos— arrastraba meses sin sueldo, hambre y promesas rotas. El 4 de febrero más de 2.000 hombres se pasaron al bando realista, izaron la bandera española y entregaron las fortalezas del puerto. Golpe moral y operativo: la boca logística de Lima quedaba en manos del rey y la guerra se alargaba.


La reacción fue áspera. El 14 de febrero, parte de los Granaderos a Caballo del Río de la Plata (patriota) se amotinó en Lurín, aunque el núcleo volvió a la disciplina y fue reorganizado por Mariano Necochea (patriota, Río de la Plata). Con el Callao en rebeldía, José de Canterac (realista, Francia/España) reocupó Lima por un tiempo y forzó a Simón Bolívar (patriota, Gran Colombia) a replegarse al norte, adoptando tierra arrasada: requisar granos y mulas, dejar sin forraje, vaciar depósitos. Enfermo en Pativilca, cuando le preguntaron “¿y ahora qué?”, respondió con una sola palabra que oficiaría de brújula: “Triunfar.”


La grieta realista y el giro de la campaña


El golpe que terminó de vaciar al realismo vino desde adentro. Pedro Antonio Olañeta (realista absolutista, Alto Perú) se rebeló contra los constitucionales del virrey. Realistas contra realistas. Para sofocar la fractura, Gerónimo Valdés (realista, España) marchó al sur y se desgastó en Tarabuquillo, Sala, Cotagaita y La Lava (17/08/1824). Cada choque dejó menos veteranos y más cansancio.


Mientras tanto, el norte se movía. Guayaquil recibió a José María Córdova (patriota, Gran Colombia) con tropas frescas. El 6/08/1824, en Junín, Canterac (realista) fue quebrado. No hubo gran botín, pero sí un golpe psicológico: el aura de invencibilidad realista se fisuró y empezó la deserción en cadena. Entre Junín y Ayacucho hubo persecuciones, marchas y contramarchas y hambre. El poder del virrey se volvió administración de penurias.


En ese tablero, Sucre (patriota) eligió tiempo y terreno. Condujo un Ejército Unido diverso —peruanos, colombianos, chilenos, rioplatenses, Rifles británicos, llaneros— y lo cohesionó por objetivo: terminar el virreinato. Mando joven, oficiales con iniciativa y logística austera hicieron el resto. Del lado realista, La Serna (realista) mantuvo el orden, pero la cadena de mando dudaba: Madrid mudaba de régimen y Olañeta (realista absolutista) desobedecía en Potosí.


Fuera de los partes, la gente común marcó la temperatura. Campesinos e indígenas fueron reclutados por ambos bandos; importaba quién protegía el valle y quién cobraba menos. Las mujeres sostuvieron la retaguardia —cocina, curaciones, costura, inteligencia—; sin ellas, la columna se caía. La Iglesia dio rito y consuelo y también rumor. La épica se volvió sobrevivencia: esconder el maíz, salvar la yunta, velar a los suyos.


Detrás de la bandera hubo intereses concretos. Las élites criollas querían cortar el vínculo colonial y abrir el comercio sin incendiar el orden social. Los comerciantes, puertos libres y reglas claras. Las comunidades indígenas, alivio de cargas y menos abusos. Sectores populares urbanos y afrodescendientes, derechos más amplios. Los militares —a un lado y otro— buscaban ascenso, paga, honor… y vivir. La independencia fue emancipación del dominio español y, a la vez, promesa de orden: las tensiones no se esfumaron, cambiaron de escenario.


Con esas cartas, Ayacucho se volvió inevitable. España no podía enviar refuerzos ni arbitrar sus grietas. El virreinato quedó aislado, obligado a atacar fuera de tiempo o morir de inanición. El ejército realista era profesional pero fracturado; el patriota, heterogéneo pero con norte. Sucre (patriota) eligió la Pampa de Quinua y esperó que la geografía ayudara: bajar mal del Condorcunca cuesta sangre. Prestigio antiguo contra convicción nueva. El choque en la pampa no sería “otra batalla”: sería la sentencia previa a tres horas que terminaron tres siglos.

 

II. La campaña de Ayacucho: golpes, hambre y una retirada con la cabeza fría


Junín: la chispa que cambió la campaña


El 6 de agosto de 1824, en la Pampa de Junín (Chacamarca), la guerra se decidió por un rato a puro filo. Allí Simón Bolívar (patriota, Gran Colombia) encabezó al ejército independentista —con Antonio José de Sucre (patriota, Gran Colombia) como conductor operativo— frente a José de Canterac (realista, Francia/España). El terreno alto y abierto favorecía la caballería, y la acción quedó en la memoria como la batalla “sin disparar un tiro” (en rigor, predominó el combate de lanzas y sables).


La caballería realista sorprendió primero y desordenó la retaguardia patriota. En el instante crítico, la carga de los Húsares del Perú, conducidos por Isidoro Suárez (patriota, Perú), viró el combate. Recompuesta la línea, otras unidades montadas patriotas profundizaron la arremetida. Resultado: victoria patriota breve y feroz, golpe psicológico al realismo —que perdió su aura de invencible— y repliegue de Canterac hacia el Cusco. Desde Junín, los patriotas recuperaron la iniciativa y comenzó una deserción en cadena en filas realistas. Entre bastidores, jefes como Mariano Necochea (patriota, Río de la Plata) quedaron heridos pero fueron clave para reordenar la caballería en los días siguientes.


Del golpe de Corpahuaico a la apuesta por Quinua


Que Junín fuera una chispa no significó que el incendio arrasara de inmediato. José de La Serna (realista, virrey) llamó a Gerónimo Valdés (realista, España) desde Potosí a marchas forzadas para reagruparse y buscar un golpe de mano. Lo consiguió en Corpahuaico/Matará (3 de diciembre de 1824): con apenas treinta bajas, los realistas causaron más de 500 a los patriotas y capturaron gran parte del parque y la artillería. Para muchos, parecía el fin. Para Sucre (patriota) fue un aviso.


¿Por qué Corpahuaico no cambió la historia? Porque los realistas no pudieron explotar la ventaja: venían exhaustos, la columna estirada y el enemigo no se desbandó. Sucre impuso disciplina de marcha, protegió la retaguardia, acortó frentes y eligió el tablero: Pampa de Quinua, altura, espacio abierto y un terreno que castiga al que baja mal coordinado.


Dos ejércitos adelgazados que llegan a Ayacucho


El camino a Quinua fue un parte médico: soroche, deserciones, caballos reventados, mulas requisadas, graneros vacíos. La campaña dejó de ser mapa y se volvió resistencia física. Cuando por fin se encararon, las cifras frías —y por eso más temibles— mostraban equilibrio en hombres y desventaja patriota en cañones:


  • Efectivos: 6.783 patriotas vs 6.906 realistas.

  • Caballería: 896 vs 1.030.

  • Artillería: 1 pieza patriota vs 11 del rey.


El Ejército Unido era un mosaico: peruanos y colombianos, chilenos y rioplatenses; los británicos del Batallón Rifles (veteranos europeos) y llaneros que parecían viento a caballo. Mandos claros: José María Córdova (patriota, Gran Colombia) con el ímpetu en la derecha; José de La Mar (patriota, Perú) sosteniendo la izquierda; William Miller (patriota, británico-peruano) para la caballería; Jacinto Lara (patriota, Venezuela/Gran Colombia) con la reserva. En la retaguardia, mujeres que curaban, cocinaban, cosían, espiaban y mantenían la columna en pie.


Enfrente, un ejército americano vestido de realista: tropa peruana del Alto y del Bajo Perú, indígena, mestiza, criolla; oficialidad peninsular que no llegaba a una quinta parte. El cuadro de mando unía oficio y desgaste: La Serna (realista) arriba; Canterac (realista) como jefe de Estado Mayor; Valdés (realista) con la vanguardia curtida; Juan Antonio Monet (realista, España) y Alejandro González Villalobos (realista, España) al frente de divisiones de choque; Valentín Ferraz (realista, España) conduciendo una caballería que ya no tenía la caballada de otros tiempos.


Sucre (patriota) no forzó el choque. Después de Junín y pese al golpe de Corpahuaico, eligió esperar en Quinua. Sabía que allí el terreno haría su trabajo: altura, aire ralo y un descenso que castiga al que baja apurado. Con el sol del 9 de diciembre asomando, ambos ejércitos ya tenían lo que tenían: hombres cansados, caballos ralos, reservas justas y un motivo. Lo que faltaba entender era el tablero.

 

III. El terreno: el “cuello del cóndor”


La Pampa de Ayacucho es una planicie estrecha —unos 600 metros de ancho por 1.600 de este a oeste— atravesada en su mitad por una lloclla (terraplén). Al norte cae en barrancas hacia el río Pampas; al sur, una rampa suave sube al cerro Condorcunca (en quechua, “cuello de cóndor”). Buen mirador; pésimo trampolín si hay que bajar bajo fuego.


¿Por qué favorecía a Sucre? Porque obliga al que desciende a hacerlo en columna, con la artillería despiezada en mulas para rearmarla recién en el llano y con la caballería formando tarde y mal. En cambio, el que espera abajo puede disponer la línea, cubrir flancos, usar el terraplén como abrigo y golpear cuando el enemigo aún no está formado. En altura, quien elige el dónde suele elegir también el cómo.


Traducido en una línea: la pampa premia la paciencia y castiga la prisa. Eso era exactamente lo que buscaba Sucre.

 

IV. Orden de batalla (en carne viva)


Ejército Unido (Sucre)


·      Derecha (Div. 2.ª Colombia, José María Córdova): Bogotá, Voltígeros, Pichincha, Caracas.

·      Izquierda (Div. Perú, José de La Mar): 1.º, 2.º y 3.º de Línea; Legión Peruana; Húsares de Junín.

·      Caballería (William Miller): 2 escuadrones Húsares de Junín (Isidoro Suárez), 1 escuadrón Granaderos a Caballo de los Andes (Alejo Bruix), 2 escuadrones Granaderos de Colombia (Lucas Carvajal), 2 escuadrones Húsares de Colombia (José Laurencio Silva).

·      Reserva (Jacinto Lara): Vencedor, Vargas, Rifles (Arthur Sandes).


Ejército Real del Perú (La Serna)


·      Div. Valdés: Centro (ex Azángaro), Voluntarios de Castro, Cantabria, 1.º Imperial Alejandro.

·      Div. González Villalobos: 1.º del Cuzco, 2.º Imperial Alejandro, Fernando VII; 1.º y 2.º Gerona (reserva).

·      Div. Monet: Infante, Burgos, Guías del General, Victoria, 2.º del Cuzco.

·      Caballería (Valentín Ferraz): Dragones de San Carlos, de la Unión, Granaderos de la Guardia, Dragones del Perú, Húsares de Fernando VII, Alabarderos del Virrey.

·      Artillería: 11 piezas en tres baterías (descenso en mulas y rearme en el llano).


Balance numérico aproximado (9/XII/1824)


·      Patriotas: 6.783 (inf. + cab.) | Caballería: 896 | Artillería: 1 pieza.

·      Realistas: 6.906 | Caballería: 1.030 | Artillería: 11 piezas.


Cómo leer esta lista: la paridad en efectivos y la desventaja patriota en cañones importan, pero el terreno de Quinua obliga a los realistas a bajar en columna y rearmar artillería abajo

 

V. Las líneas: el reloj de Sucre y la apuesta de La Serna


La noche del 8 al 9 de diciembre, los realistas coronaron el Condorcunca. Desde allí veían la Pampa de Quinua como una mesa servida. José de La Serna (realista, virrey) aceptó el plan audaz de su jefe de Estado Mayor, José de Canterac (realista, Francia/España): golpear al amanecer, bajar desde la altura, formar en el llano y romper la línea patriota antes de que pudiera reaccionar.


La apuesta realista, paso a paso.


  1. Gerónimo Valdés (realista, España) debía bordear por la barranca norte: fijar al ala de José de La Mar (patriota, Perú), obligarla a defender y atarle reservas.

  2. Juan Antonio Monet (realista, España) bajaría por la rampa sur con el grueso: formar rápidamente en la pampa y cargar sobre el centro-derecha patriota.

  3. Alejandro González Villalobos (realista, España) dejaría al batallón Fernando VII atrincherado y mantendría a los dos batallones Gerona en reserva, listos para explotar el éxito o tapar un boquete.


    Detrás de esa coreografía estaban la caballería de Valentín Ferraz (realista, España) y la artillería realista —once piezas— que habían de descender despiezadas en mulas y rearmarse en el llano. El plan tenía filo… y tiempos muy finos: si las columnas no llegaban a la vez, una podía quedar expuesta.


El “reloj” de Sucre.


Al frente patriota, Antonio José de Sucre (patriota, Gran Colombia) no forzó nada. Conocía el tablero (ver III): en Quinua, el que espera abajo decide cuándo y dónde. Su despliegue fue un ángulo flexible pensado para aguantar el primer empujón y contestar en el momento justo:


  • Derecha: José María Córdova (patriota, Gran Colombia) con los batallones Bogotá, Voltígeros, Pichincha y Caracas. Era el puño: si el enemigo bajaba desordenado, allí se daría el golpe de bayoneta.

  • Izquierda: José de La Mar (patriota, Perú) con los 1.º, 2.º y 3.º de Línea y la Legión Peruana, apoyados por los Húsares de Junín. Misión: contener a Valdés y no romperse.

  • Centro y caballería: William Miller (patriota, británico-peruano), con granaderos y húsares colombianos listos para cerrar una brecha o perseguir un repliegue.

  • Reserva: Jacinto Lara (patriota, Venezuela/Gran Colombia) con Vencedor, Vargas y los Rifles (veteranos europeos). Sucre la guardó como bisagra: para sellar la defensa o profundizar la ofensiva.


La consigna era sencilla y fría: no subir, no gastar pólvora en vano, esperar a que el enemigo baje en columna, obligarlo a formar tarde y golpear cuando aún no esté listo.

Ocho en punto: media hora de humanidad.


A las ocho de la mañana, cuando el sol empezaba a despegar del hielo, ocurrió un gesto que parece ficción pero está documentado en la tradición: Juan Antonio Monet (realista) y José María Córdova (patriota) —enemigos en el parte, amigos en la vida militar— acordaron permitir que oficiales de ambos bandos se saludaran sin armas en una franja neutral.


Durante media hora hubo abrazos, chanzas, recuerdos. Después, cada cual volvió a su fila. La guerra, que a veces concede esos respiros, recuperó su oficio.


Qué buscaba cada uno.


·      La Serna/Canterac (realistas) apostaban a que la altura y la artillería impusieran un ritmo propio: fijar a la izquierda patriota con Valdés, formar rápido con Monet en el centro y quebrar la derecha de Córdova antes de que Miller y Lara reaccionaran.

·      Sucre (patriotas) confiaba en su reloj: retener a Valdés con La Mar, dejar que Monet bajara demasiado pronto y, en ese hueco de desorden, lanzar el contragolpe de Córdova, con Miller listo para morder la retaguardia.


El resto —la arenga, el “Paso de vencedores”, la caballería que entra como látigo y la artillería realista que no alcanza a hablar a tiempo— será la música de la siguiente escena. Aquí, en las líneas, quedó fijada la apuesta: tiempos contra tiempos. Un plan que baja y un reloj que espera.

 

VI. Paso de vencedores: tres horas para liquidar tres siglos


Nueve en punto. Retumba el primer disparo. Gerónimo Valdés (realista, España) ataca por el norte: toma una casa aislada, obliga a José de La Mar (patriota, Perú) a replegar y aguantar. William Miller (patriota, británico-peruano) lanza a los Húsares de Junín y a la Legión Peruana para contener y cerrar la grieta. El flanco resiste.


Al sur, el coronel Joaquín Rubín de Celis (realista, España) se adelanta con el regimiento del Cuzco por la quebrada y queda aislado. La caballería colombiana y la infantería de José María Córdova (patriota, Gran Colombia) lo deshacen; detrás, el 2.º Imperial —que venía en guerrilla— es triturado en el mismo embudo. El plan realista empieza a llegar a destiempo.


Entonces ocurre la escena que la memoria convirtió en bandera. Córdova se desmonta, se planta delante de su división y, con la banda tocando La Guaneña (bambuco llanero), grita:

“¡División! ¡Armas a discreción! ¡De frente! ¡Paso de vencedores!”El corazón del ejército patriota se pone en marcha; la línea ruge y avanza como una compuerta que se abre.


Juan Antonio Monet (realista, España) intenta formar en la pampa, pero sus batallones —Infante, Burgos, Guías— bajan por la rampa a pie, con los caballos de la brida y la artillería despiezada en mulas. Antes de alcanzar el llano, los reciben las descargas cerradas de fusilería y el empuje a bayoneta; no hay tiempo para cuadrarse ni para que hablen los cañones. Monet cae herido; varios de sus jefes mueren.


La caballería de Valentín Ferraz (realista, España) intenta recomponer la carga en la planicie. Choca con la caballería patriota: un molino de lanzas y sables que se traga a los que logran formar. En el centro, la artillería realista —bajada en mulas— queda capturada casi sin disparar.


Al mediodía, el ejército del rey se deshace como sal en agua. José de La Serna (realista, virrey) está herido y prisionero. José de Canterac (realista, Francia/España) intenta bajar con la reserva (Gerona), pero ya no son los veteranos de Torata y Moquegua: la rebelión de Pedro Antonio Olañeta (realista absolutista, Alto Perú) les arrancó el alma. Se mezclan con los restos de la caballería, se dispersan, y cuando por fin asoma el Fernando VII, ya flamea la bandera de Colombia en las faldas del Condorcunca.


Una de la tarde. La batalla duró tres horas. Suficientes para terminar tres siglos.


Bajas. Sucre (patriota) admite 370 muertos y 609 heridos; los realistas rondan 1.800 muertos y 700 heridos. Números secos para una carnicería.

 

VII. La Capitulación: tinta fresca sobre humo de pólvora


Ese mismo 9 de diciembre, con el campo aún tibio y el virrey José de La Serna (realista) herido y prisionero, José de Canterac (realista, Francia/España) —como jefe efectivo— y Antonio José de Sucre (patriota, Gran Colombia) firman la Capitulación de Ayacucho. No es “traición”, como mascullan nostalgias tardías: es la traducción jurídica de una realidad militar ya consumada. El ejército del rey ha quedado roto, sin posibilidad de reorganizarse en ese teatro.


Qué se firma (en claro):


·          El ejército realista en el Perú renuncia a continuar la guerra y entrega armas, banderas y parque.

·          Jefes y oficiales —La Serna, Canterac, Gerónimo Valdés (realista, España), Juan Antonio Monet (realista, España), Alejandro González Villalobos (realista, España) y una larga lista de brigadieres, coroneles y mayores— quedan capitulados con garantías personales (vida, propiedades) y licencias de repatriación o de permanencia bajo juramento de no volver a combatir.

·          Se prevén canjes de prisioneros y salvoconductos.

·          La capitulación se circunscribe al Perú: los puntos fuera de ese marco (como el Alto Perú) quedan fuera del alcance inmediato del documento.


Lo que queda encendido.


La fortaleza del Callao no entra en la rendición: seguirá resistiendo 718 días de asedio hasta 1826. Chiloé caerá ese mismo año. En el Alto Perú, la guerra continúa hasta Tumusla (1–2 de abril de 1825), donde cae Pedro Antonio Olañeta (realista absolutista); Vallegrande (1828) tendrá el último amago realista con Francisco Javier de Aguilera (realista, Alto Perú); en el norte, José Dionisio Cisneros (realista, Venezuela) rinde su montonera en 1831; y los Hermanos Pincheira (realistas/montoneros, Chile-Argentina) son derrotados en 1832. La cadena se apaga en cascada.


La política recoge la espada.


El 24 de diciembre de 1824, Agustín Gamarra (patriota, Perú) entra en Cuzco. Simón Bolívar (patriota, Gran Colombia), que ya venía empujando la idea, convoca desde Lima el Congreso de Panamá (7 de diciembre de 1824) para amarrar por diplomacia la unidad que la pólvora aseguró en la pampa. El salón, sin embargo, no cura todas las grietas: Gran Colombia se partirá pocos años después. La espada gana batallas; la política decide qué se hace con ellas.


Epílogo peninsular.


Con Fernando VII (realista) muerto en 1833, España abandona de hecho la idea de reconquista. En 1836, las Cortes renuncian formalmente a pretensiones sobre el continente.


El reconocimiento del Perú llega de facto en 1865 y se sella en el Tratado de Paz y Amistad de 1879. Para entonces, la tinta de Ayacucho hacía décadas que estaba seca; lo que quedaba por firmar era memoria.

 

VIII. El Alto Perú: de guerra doméstica a nación nueva


La Capitulación de Ayacucho tenía un límite geográfico claro: regía hasta el río Desaguadero. Al otro lado, en el Alto Perú, Pedro Antonio Olañeta (realista absolutista, Alto Perú) no la reconoció. Convocó consejo de guerra, redistribuyó fuerzas —mandó a José María Valdez (realista, Alto Perú) a Chuquisaca, dejó a Carlos Medinaceli (realista, Alto Perú) en Cotagaita y él mismo marchó a Vitichi con plata de la Casa de Moneda de Potosí para sostener la resistencia—. Pero la marea ya había cambiado.


Entre febrero y marzo de 1825, ciudades y guarniciones comenzaron a virar: Cochabamba y Vallegrande se sublevaron, Santa Cruz cayó en manos patriotas, Chuquisaca se definió y el coronel José Manuel Mercado (patriota, Alto Perú) ocupó puntos clave. En ese clima, el propio Medinaceli, hasta entonces subordinado de Olañeta, se levantó contra su jefe y en Tumusla (1 de abril de 1825) lo derrotó; Olañeta murió al día siguiente a causa de sus heridas. Pocos días más tarde, el 7 de abril, Valdez entregó las armas en Chequelte (Santiago de Cotagaita). El camino político quedó despejado.


Con instrucciones precisas de Simón Bolívar (patriota, Gran Colombia), Antonio José de Sucre (patriota, Gran Colombia) entró al Alto Perú el 25 de febrero de 1825. Su guion fue simple y eficaz: orden civil, administración restituida, garantías para evitar venganzas y convocatoria a un congreso soberano. La prioridad no era sumar territorio a Lima ni a Bogotá, sino dejar que el país decidiera.


La Asamblea Deliberante optó por el camino propio: no unirse ni al Perú ni a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Nació una criatura política inesperada y lógica a la vez: la República Bolívar, que muy pronto adoptaría el nombre de Bolivia. Bolívar agradeció los honores, declinó ser presidente vitalicio y dejó el timón al Mariscal de Ayacucho, Sucre, primer presidente constitucional del nuevo Estado.


El Acta de la Independencia —firmada en Chuquisaca el 6 de agosto de 1825, fecha elegida en memoria de Junín— dijo en voz alta lo que la guerra ya había mostrado: el Alto Perú fue “ara y tumba”: ara, porque allí se derramó la primera sangre de los libres; tumba, porque allí se enterró al último tirano. No hubo épica hueca: hubo una autonomía nacida de una guerra doméstica gigantesca en suelo peruano, donde —como escribió José de la Riva-Agüero (patriota, Perú)corrió sangre peruana en ambos bandos.


El resultado, en clave histórica, fue doble. Militarmente, Ayacucho y Tumusla cerraron el ciclo bélico. Políticamente, Bolivia apareció como un tercer actor andino, producto de la fractura realista y de la decisión local de no ser apéndice de sus vecinos. La espada abrió la puerta; el congreso eligió por dónde cruzarla. A partir de ahí, el mapa de Sudamérica ya no sería el de los virreinatos, sino el de las repúblicas.

 

IX. Después del trueno: independencia política, deuda moral


Decir “Ayacucho” es pensar “fin de la guerra”. Más exacto: fue el punto de no retorno. Desde allí, el dominó cayó como estaba escrito: Callao (1826) y Chiloé (1826), los últimos fogonazos —Iquicha (1825–1828), montoneras dispersas— y, del lado peninsular, España que primero abandona la reconquista de hecho (tras la muerte de Fernando VII en 1833) y luego renuncia formalmente en Cortes (1836), para terminar con el Tratado de Paz y Amistad (1879). Lo decisivo ya había ocurrido en la pampa.


Pero la pólvora deja facturas. La independencia se pagó con deudas externas, empréstitos, papeles emitidos a la carrera; con cajas exhaustas y promesas a veteranos que tardaron en hacerse pan. Se pagó, también, con fracturas políticas: Simón Bolívar (patriota, Gran Colombia) convocó la unidad —Congreso de Panamá, 1826— y la política la trituró: Gran Colombia se quebró pocos años después, y cada república empezó a lidiar con sus propios fantasmas. Bolívar escribió esa frase de rabia mansa que el tiempo volvió emblema: “He arado en el mar.” Aun así, ¿qué habría sido de nosotros sin ese arado que abrió el surco?


La independencia política no disolvió el hambre ni la injusticia. Muchos que ganaron la pampa volvieron a la miseria. Los virreyes fueron reemplazados por presidentes de lenguaje parecido; cambiaron las banderas, no siempre cambiaron las prácticas. La ciudadanía fue, al principio, estrecha: propiedad, alfabetización y rentas como filtro para votar o ser elegido. La esclavitud tardó décadas en desaparecer por completo en la región; las comunidades indígenas siguieron cargando con tributos cambiados de nombre, reclutas y conflictos por tierras. Las mujeres —que sostuvieron la retaguardia, curaron, esp[i]aron, marcharon— quedaron en la sombra de los partes y de las leyes.


Quedó, también, una deuda moral con quienes hicieron de carne y nervio la independencia: veteranos sin pensiones puntuales, viudas y huérfanos con diplomas de gratitud y poco más, pueblos que sirvieron a dos bandos y fueron saqueados por ambos. La memoria oficial, por años, prefirió las estatuas a las listas de pagas. En eso, Ayacucho enseña una lección incómoda y actual: la libertad se conquista, pero también se administra. Un mal gobierno puede deslucir una gran victoria.


Y sin embargo, la semilla estaba. La república como horizonte, el derecho como argumento, el mapa de virreinatos roto en naciones. Sucre (patriota, Gran Colombia) firmó la paz del campo; a los congresos les tocó organizarla. No hubo milagros, hubo trabajo largo: instituciones, hacienda, carreteras, escuelas. En ese tránsito difícil, Ayacucho quedó como nudo de la historia: un día en que se liquidaron tres siglos, y una tarea —todavía vigente— de convertir libertad en vida digna.

 

X. Memoria viva


Vaya usted a la Pampa de Ayacucho al amanecer. El viento todavía enumera nombres. El obelisco blanco no se jacta: señala. Bajo ese cielo quedó una lección que no caduca: que un ejército hecho de pueblos —con acentos distintos y la misma sed— puede derrotar a un imperio; que en América toda victoria verdadera tiene el rostro mezclado de un llanero, un cholito, un moreno, un inglés perdido, una mujer que cura, un cura que bendice, un tambor que tiembla.


Allí, entre humo y granizo de pólvora, el joven Sucre (patriota) demostró que la serenidad también es un arma. Córdova (patriota) enseñó que hay gritos que ordenan el coraje. La Mar (patriota) sostuvo el flanco como muralla. Miller (patriota) hizo de la caballería un látigo elástico. Y los que no tienen nombre —la mayoría— convirtieron el barro en fundación.


Ayacucho fue victoria militar, capitulación política y nacimiento civil. Fue, sobre todo, una conciencia. Desde entonces sabemos —o deberíamos saber— que la libertad no se mendiga: se conquista y se cuida. Se cuida con ley, con pan, con escuela, con memoria. Porque cada 9 de diciembre el viento vuelve a pasar lista, y no pregunta por discursos: pregunta por hechos.

 

Epílogo


Si uno cierra los ojos y escucha, todavía puede oírlo: “¡Paso de vencedores!” No es un grito militar: es un programa. Que cada vez que América flaquee, recuerde la pampa, el cóndor, el terraplén y el sol ralo de Quinua. Recuerde que en tres horas liquidó tres siglos.


Pero el eco también advierte: después del estruendo, empieza lo difícil. La libertad no es un trofeo —es una responsabilidad cotidiana. Se honra con ley y trabajo, con justicia que no llegue tarde, con pan y escuela, con memoria que no se venda. Ser dignos de esa victoria es impedir que la patria vuelva a ser pampa de nadie.


Que el “Paso de vencedores” no sea souvenir de bronce, sino ritmo de marcha: corregir lo que duele, cuidar lo que vale, y seguir andando —sin pedir permiso— hacia la república que nos debemos.


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