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Aurelia Vélez Sarsfield: la mujer que amó al prócer y sobrevivió al escarnio


Dicen que hay mujeres que caminan por la historia sin hacer ruido, pero sacuden sus cimientos con cada paso. No esperan permiso ni buscan adornos: escriben, aman, desafían. Este país tuvo una, y se llamó Aurelia.


¡Qué país este, señores! Un país donde las mujeres escriben mejor que los ministros, y sin embargo terminan olvidadas en el rincón de los archivos, bajo el polvo de la hipocresía y la desmemoria. Hoy me saco el sombrero —si tuviera uno— por esa mujer que fue pluma, fuego y sombra de un prócer: Aurelia Vélez Sarsfield, la amante sin anillo de Sarmiento, la hija del autor del Código Civil, la escandalosa que se negó a pedir perdón por vivir, por sentir, por amar.


No me vengan con cuentos de escuela. La historia oficial la menciona como de costado, casi como un susurro incómodo. Pero Aurelia fue mucho más que la "amante" del maestro de América. Fue su igual en inteligencia, su correctora cuando las ideas le hervían más rápido que la letra, su confidente cuando el mundo se le venía abajo a pedradas, y su consuelo cuando la vejez le mordía los huesos. Y todo eso, sin título ni reconocimiento. Porque ya sabemos: cuando la mujer no se calla ni se arrodilla, la historia le pone mordaza.


Todo comenzó en Montevideo, cuando la nena tenía apenas diez años y el sanjuanino de barba hirsuta y lengua filosa fue a visitar al padre, don Dalmacio Vélez Sarsfield, que estaba enemistado con Rosas y soñaba códigos en tinta negra. Sarmiento ni registró a la criatura, pero ella lo miró con esa mezcla de fascinación y hambre de mundo que tienen los que ya saben —a esa edad— que no vinieron al mundo a bordar manteles ni a casarse por conveniencia.


Pasaron los años y, vaya uno a saber por qué trampa del destino, Aurelia se casa con su primo Pedro Ortiz Vélez. Una ceremonia sin gloria, una unión más parecida a una encerrona familiar que al amor. Duraron ocho meses. Un día Pedro, vuelto loco por los celos, se mete en la casa y ve —dicen que por un espejo, como en las novelas baratas— a Aurelia en brazos de su secretario, Cayetano Echenique. El hombre saca un arma y lo mata. Así, sin más. Un crimen que tiñó de sangre los salones porteños y desató el escándalo más jugoso de la década.


Pedro fue declarado demente, ¡cómo no! En este país, los hombres matan por "honor" y la justicia les extiende un certificado de locura. Y ella, claro, la culpable pública, la apestada, la que no se suicidó ni se fue a un convento, sino que volvió a casa de su padre a leer, escribir y trabajar como su secretaria, corrigiendo borradores del bendito Código Civil con una dignidad de reina sin trono. Ah, pero no sin consecuencia: Juan María Gutiérrez —otro varón de biblioteca— le recriminó a don Dalmacio haber autorizado la interrupción del embarazo de su hija. Y eso que era el mismo Vélez Sarsfield que en público condenaba el aborto. En fin... la coherencia nunca fue fuerte en los pasillos del poder.


A los 19 años, Aurelia se reencuentra con Sarmiento, que ya peinaba canas y arrastraba su talento como un látigo. Ella, que había crecido entre escándalos, literatura y humo de pólvora, se convirtió en su amante, su socia intelectual, su compañera de madrugadas de tinta y nervios. Él seguía casado con Benita Pastoriza, una mujer que, lejos de quedarse callada, armó su propia cruzada para destruir a la joven que le robaba el amor del maestro. Cartas van, cartas vienen, y el escándalo ya no era íntimo: era político.


Benita, amiga de las esposas de Mitre y Avellaneda, usó toda su influencia para sepultar la reputación de Aurelia. Pero ella no se escondió. Siguió escribiendo, viviendo, caminando por Buenos Aires como quien desafía a la ciudad a mirarla a los ojos. Y mientras tanto, seguían las cartas con Sarmiento. Cartas que eran himnos de amor, reproches de exiliados, poesía sin rima, crónica de un amor sin techo. En una de ellas, Sarmiento le confesó: “He debido meditar mucho antes de responder a su sentida carta... Desde hoy soy viejo.” Así se hablaban: con dolor, con ternura, con esa intensidad que no entiende de reputaciones.


En sus cartas finales, Sarmiento se confesaba vencido por el tiempo. Y ella, que había apoyado su cabeza en su pecho tantas veces, sabía que ese viejo le pertenecía como un poema inconcluso. Cuando él fue gobernador de San Juan, ella estuvo. Cuando fue a los Estados Unidos, ella le escribió. Cuando soñó con la presidencia, ella le alisó la imagen, le midió las palabras, le pulió los bordes. ¿Hubiese sido presidente sin Aurelia? ¡Vaya uno a saber! Pero lo cierto es que esa candidatura se forjó entre líneas escritas por ella, y fue su espíritu el que lo empujó hacia la cima del poder.


Durante la presidencia, Sarmiento intentó tapar lo que ya era vox populi. Visitaba seguido la casa de los Vélez Sarsfield. Y fue precisamente en uno de esos trayectos cuando intentaron matarlo.


¿El amor mata? No. Lo que mata es la hipocresía social que no tolera que una mujer viva sin pedir permiso.


Cuando su padre murió, Aurelia quedó libre. No tenía madre, no tenía marido, no tenía cargo. ¿Y qué hizo? Viajó. Europa, América, el mundo. Escribió. Publicó. Y Sarmiento —ya envejecido, exiliado por sus pulmones débiles en Asunción— la invitó a pasar los últimos días juntos: "Venga, juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida", le escribió. Y ella fue. Porque el amor no se mide en anillos ni en fechas. Porque entre ellos ya no había lugar para farsas ni silencios.


Ella lo acompañó, compartieron las últimas charlas, los últimos silencios. Y cuando llegó la hora de partir, Aurelia se fue sin hacer drama, como había vivido. Solo dejó un ramo de flores junto al féretro del hombre que había amado hasta el cansancio.


Se volvió a Europa, y desde París leyó que en los bosques de Palermo —cerca de donde Manuelita Rosas pedía clemencia a su padre— iban a inaugurar un monumento a Sarmiento, encargado a Rodin, el genio del bronce. Y cuando vio la estatua, grotesca y desfigurada, escribió desde el alma:


“Me alegra que lo recuerden, pero a mí no me va a gustar ver su figura tiesa, convertida en bronce. Porque ese hombre fue mi hombre. Yo lo abracé y lo besé. Apoyé mi cabeza sobre su pecho, y la sostuvo con sus manos grandes y fuertes… Dentro de algunos años, cuando ya no esté, él permanecerá allí, quieto, helado, pero nadie podrá recordar el calor de sus brazos…"


No faltan por estos pagos los que, con ganas de corregir el pasado a fuerza de admiración tardía, afirman que Aurelia fue la verdadera autora del Código Civil. ¡Qué ganas de romantizarlo todo! Como si la historia necesitara de más leyendas. Que Aurelia fue pluma aguda, no lo duda nadie. Que escribió, corrigió y enmendó los borrones endemoniados de su padre, también. Pero de ahí a afirmar que ella es la autora de ese monumento legal hay un abismo.


Porque basta leer algunos artículos del bendito código para entender que esas líneas no salieron jamás de la mano de una mujer que vivió la pasión sin hipocresía y el escarnio sin pedir disculpas. ¿Cómo iba a escribir Aurelia que la mujer casada debía obedecer al marido como si fuera un súbdito al monarca? ¿Cómo iba a firmar que el varón era el jefe natural del hogar y la mujer debía seguirlo donde él quisiera, aunque eso significara el destierro emocional? ¿Cómo iba a avalar que las casadas no podían disponer de sus bienes sin permiso? ¡Por favor!


Eso lo escribió don Dalmacio, brillante jurista y hombre de su tiempo, con su pluma empapada en tecnicismos jurídicos y su moral de sacristía. Aurelia apenas podía respirar dentro de esas normas que la encorsetaban en papel sellado. Su vida fue la antítesis de ese Código que la obligaba, en teoría, a pedir permiso hasta para mirar por la ventana.


Sí, ayudó. Sí, opinó. Sí, corrigió. Pero el pensamiento, la ideología, la arquitectura patriarcal de esa obra fue de su padre. Y si en algo influyó Aurelia, fue en aligerar los excesos, en limpiar el estilo, en empujar una claridad que no era virtud común en los códigos de entonces. No era abogada, pero entendía el alma humana mejor que muchos doctores de la ley.


Aurelia escribió, sí. Cartas lúcidas, textos breves, ensayos que firmaba con recato o seudónimo. Observó, opinó, pensó. Pero nunca buscó fama ni publicó una obra que la historia recuerde con título propio. Su verdadera obra fue su vida misma: una escritura constante de dignidad, de inteligencia en acto, de presencia firme en los márgenes del poder. En sus gestos, en sus silencios, en sus cartas a Sarmiento, dejó la huella de una mujer que no aceptó ser espectadora pasiva de su tiempo.


Aurelia Vélez Sarsfield murió en Buenos Aires el 6 de diciembre de 1924. Tenía 88 años. No dejó hijos, no tuvo tumba ilustre, no tuvo estatuas. Solo cartas, libros y un amor que desafió a una época que la quiso callada. Como quien grita en una iglesia vacía sabiendo que, tarde o temprano, alguien abrirá la puerta.


¿Y nosotros? ¿Quién la recuerda? ¿Quién la rescata de la nota a pie de página? Hoy, cuando algunos todavía se escandalizan si una mujer vive según su deseo, hay que leer a Aurelia. Hay que levantarle un monumento con palabras. Hay que gritar que ella fue más que una amante: fue una autora, una testigo del siglo, una sobreviviente de la moral de rejas.


Porque si hubo un amor que fue literatura viva, fue el de ella y Sarmiento. Y si hubo una mujer que vivió como si la historia también le perteneciera, fue Aurelia Vélez Sarsfield. Porque aunque el bronce no conserve su voz, ella sigue viva en las palabras que dejó, en los silencios que rompió, y en las cartas que aún hoy arden como brasas entre papeles amarillos.


Y cuando se apague la última lámpara del archivo, alguien encontrará una carta vieja, un suspiro en tinta, y sabrá que Aurelia estuvo allí, firme, escribiendo a contramano del tiempo. Y quizá entonces, por fin, alguien vuelva a leerla con los ojos del respeto y no del escándalo. Porque el olvido no es destino cuando una mujer escribió con fuego.


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