Bartolina Sisa: la madre de la rebeldía indígena
- Roberto Arnaiz
- 14 sept
- 6 Min. de lectura
Hay nombres que fueron enterrados bajo toneladas de papeles oficiales, decretos virreinales y la cal de los historiadores que escribían para complacer al amo. Nombres que parecían condenados a oxidarse en los márgenes de la memoria, hasta que un pueblo los arranca de nuevo a gritos, como quien desentierra un cuchillo para volver a usarlo.
Uno de esos nombres es Bartolina Sisa, mujer aymara, hija de un pueblo que cargaba en sus espaldas siglos de opresión y desprecio, desafió al dominio español con la insolencia de quien no acepta ser esclava. Ella desafió al dominio español con la insolencia de quien no acepta ser esclava.
El 5 de septiembre de 1782, en La Paz, el poder colonial la hizo pedazos: la arrastraron atada a la cola de un caballo, la colgaron y la descuartizaron, clavando su cabeza en una pica para que su pueblo aprendiera la lección de la obediencia. Pero no aprendieron nada los verdugos. Creyeron que mataban a una mujer y lo que hicieron fue parir un símbolo.
Por eso, el 5 de septiembre es el Día Internacional de la Mujer Indígena. Porque Bartolina no fue una nota al pie: fue la madre de todas las rebeldías.
Nació en 1750, en Caracato, en el Alto Perú, dentro de un hogar aymara de comerciantes de coca y textiles. Su infancia transcurrió entre los telares de bayeta, los caminos polvorientos y los mercados de los Yungas. Creció viendo el desprecio con que los españoles miraban a los suyos, la forma en que desmontaban la comunidad indígena como si fuera un tejido que se descose hebra por hebra.
Allí, la represión no era solo el látigo o la cárcel. Era algo peor: la imposición de una lengua ajena, una religión obligatoria, una cosmovisión que pretendía enterrar siglos de cultura andina bajo las losas de la cruz y la espada. Muchos se resignaron. Ella no. En esa niña se encendió una chispa que no se apagaría jamás.
A los 19 años ya era independiente, consciente de los impuestos desmedidos, del saqueo sistemático y del racismo que se ejercía sobre su pueblo como un veneno cotidiano.
Y entonces apareció en su vida Julián Apaza, el joven que más tarde sería conocido como Túpac Katari. No fue solo su marido: fue su aliado en la convicción de que el orden colonial debía ser destruido de raíz. Junto a él también se alzaban nombres que hoy debemos recordar: Gregoria Apaza, hermana de Katari; Tomás Katari, precursor de la insurrección en Chayanta; y Micaela Bastidas, compañera de Túpac Amaru II en el Cusco. Una red de rebeldes que mostraba que no era un individuo aislado quien se levantaba, sino un pueblo entero, con mujeres y hombres que compartían la misma fiebre de justicia.
Bartolina no fue la “esposa de un caudillo”, como los manuales de historia la degradaron. Fue jefa militar, estratega y líder de hombres curtidos en la montaña. Sabía usar un fusil, organizar campamentos, dirigir tropas. Y no pedía permiso.
Tanto poder tenía que fue proclamada “Virreina del Inca”. No como adorno, sino como reconocimiento real a la autoridad que ejercía. Desde El Alto, Chacaltaya, Killi Killi, Pampahasi y Potopoto, tejió la logística de la rebelión: comida, armas, refugios, espías. Miles la obedecían porque sabían que allí había mando de verdad. Y no era solo una lucha contra el español. Era doblemente herética: porque era indígena y porque era mujer. Dos motivos de desprecio para un imperio racista y patriarcal. Y aun así, se impuso.
En 1780, distintas rebeliones indígenas estallaron en los Andes: Túpac Amaru II en Cusco, los hermanos Katari en Chayanta, Bartolina y Túpac Katari en el altiplano. Un mismo grito recorría las montañas: ¡basta de saqueo, basta de esclavitud!
El 13 de marzo de 1781 comenzó el cerco a La Paz. Más de 80 mil insurgentes rodearon la ciudad. Cortaron el agua, la comida, las comunicaciones. La urbe española se convirtió en una tumba cercada por los pueblos originarios.
Dentro de la ciudad, la desesperación crecía: los españoles comían ratas, hervían cuero para engañar al estómago. El hambre era un cuchillo lento.
Bartolina comandaba el frente de Pampahasi. Cuando los españoles descubrieron que allí mandaba una mujer, enviaron 300 soldados para romper el cerco. Ella los enfrentó sin retroceder.
Cien días de hambre, cien días de miedo. El poder colonial crujía como una madera vieja a punto de quebrarse. Pero llegaron refuerzos desde Charcas y Buenos Aires. Y, como tantas veces en nuestra historia, la traición interna hizo el resto. El 2 de julio, Bartolina fue entregada por quienes debían protegerla.
La encerraron en un calabozo inmundo. Querían quebrarla, arrancarle nombres, obligarla a renunciar. La torturaron, la humillaron, la azotaron. No dijo nada.
El lugar olía a humedad, sangre y excremento. Las paredes, negras de hollín, devolvían los lamentos apagados de otros prisioneros. En esa oscuridad, Bartolina resistió con la obstinación de un hierro al rojo.
Desde la prisión, organizó incluso un segundo cerco, demostrando que la cárcel no alcanza para enjaular una idea.
El 14 de noviembre de 1781, Bartolina fue obligada a presenciar la ejecución de su compañero. A Túpac Katari lo ataron a cuatro caballos para descuartizarlo en Peñas, un espectáculo de horror pensado para quebrar la moral de los pueblos andinos.
Se cuenta —y aquí la historia y el mito se entrelazan— que antes de morir pronunció la frase que atravesó siglos: “Volveré y seré millones”.
Los documentos coloniales de la época no registran esas palabras. Ningún escribano virreinal anotó semejante desafío. La frase comenzó a circular mucho tiempo después, en el siglo XX, cuando los movimientos indígenas y campesinos de Bolivia buscaron en Katari un símbolo de continuidad histórica. Es probable que jamás las haya dicho de ese modo, pero el pueblo se encargó de darle voz: lo que Katari no alcanzó a gritar, lo gritó la memoria colectiva.
El 5 de septiembre de 1782, la sacaron de la cárcel para un espectáculo macabro. La plaza mayor estaba colmada de indígenas obligados a presenciar. Los cascos de los caballos resonaban como tambores fúnebres. La ataron a la cola de un animal y la arrastraron entre piedras y polvo. Luego la colgaron, y finalmente la descuartizaron. El silencio posterior fue tan espeso que parecía un manto.
Su cabeza fue expuesta en una picota, sus brazos y piernas distribuidos por distintas regiones del altiplano. El mensaje era claro: “esto les pasa a los que se rebelan”.
Aquí también hay un detalle: en los juicios posteriores, algunos cronistas pusieron en su boca una frase atribuida: “Para que, extinguida la cara blanca, solo reinasen los indios”. No hay certeza documental de que esas hayan sido sus palabras exactas. Probablemente fue otra construcción mítica, nacida del terror español y de la memoria indígena. Pero, como ocurre con Katari, el mito dice más que cualquier acta: revela la verdad esencial de su lucha, el anhelo de libertad frente a un mundo que los quería esclavos.
Pasaron más de 200 años de silencio. Pero en 1980, en Bolivia, nació la Federación Nacional de Mujeres Campesinas Indígenas Originarias Bartolina Sisa, que lleva su nombre como bandera.
Y en 1983, en Tiwanaku, organizaciones indígenas de todo el continente declararon el 5 de septiembre como Día Internacional de la Mujer Indígena. No como gesto folklórico, sino como acto político de memoria activa.
Ese día, cada año, los pueblos recuerdan a Bartolina y a todas las mujeres que, como ella, resistieron con lanza, con canto, con plantas curativas, con palabras.
Hoy, su figura está más viva que nunca. Bartolina se alza como espejo y advertencia. Porque las mujeres indígenas siguen enfrentando lo mismo: el saqueo de la minería, el racismo de las ciudades, la violencia patriarcal, el desprecio de un sistema que nunca dejó de mirarlas como si fueran “menos”.
Pero también siguen de pie. Organizan comunidades, defienden el agua en las montañas de Bolivia, resisten desalojos en territorios mapuches, se plantan frente a petroleras en la Amazonía. Enseñan lenguas que el sistema quiso borrar, curan con hierbas que la ciencia desprecia. Son las guardianas de la memoria.
Y cada vez que una de ellas se levanta para decir “no”, allí está el espíritu de Bartolina, mujer aymara, ardiendo en la garganta.
No la vencieron. La asesinaron. Y al hacerlo, la multiplicaron.
Los españoles pensaron que con descuartizarla hacían un escarmiento. Lo que hicieron fue darle eternidad. Porque Bartolina Sisa no murió en 1782: vive en cada comunidad que se niega a entregar sus tierras, en cada lengua originaria que resiste, en cada mujer indígena que se planta frente al poder.
El Día Internacional de la Mujer Indígena no es una fecha de calendario: es un recordatorio brutal de que hubo mujeres que no se resignaron. Que se atrevieron a desafiar a un imperio y pagaron con su vida.
Y si hoy su nombre regresa con fuerza es porque la historia no pudo callarla. Ni la horca, ni el caballo, ni la picota alcanzaron para enterrar su voz. La heroína aymara sigue ahí, recordándonos que la dignidad nunca se negocia.
Bartolina Sisa, la madre de la rebeldía indígena, fue asesinada en cuerpo, pero parida en memoria. Y mientras exista un pueblo que resista, su historia seguirá viva, como un incendio que nadie puede apagar.
La historia indígena está hecha de voces que el poder quiso silenciar. Los mitos que nacen alrededor de sus mártires no son errores: son formas de verdad. Son la manera en que los pueblos construyen sus propios evangelios de resistencia. Y esa, quizás, sea la victoria más grande: no dejaron que la memoria fuese escrita solo por los vencedores. ¿Qué es la dignidad, sino la obstinación de seguir de pie aunque el mundo te quiera de rodillas?






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