Batalla de Tucumán: el sepulcro de la tiranía .
- Roberto Arnaiz
- 22 sept
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Introducción: El filo del abismo
El año 1812 olía a derrota. Dos años después del Grito de Mayo, la Revolución tambaleaba como un borracho en esquina de arrabal. El Ejército del Norte había sido destrozado en Huaqui el 20 de junio de 1811, y los realistas avanzaban como una marea oscura desde el Alto Perú. Los pueblos del norte, que habían apostado por la libertad, veían venir de nuevo el látigo, la horca y la marca de hierro en la frente.
En ese infierno, Buenos Aires —lejos, cómoda, desconfiada— decidió ordenar lo más sencillo: que el Ejército del Norte se replegara hasta Córdoba. Traducido: abandonar a su suerte a las provincias que habían puesto el cuerpo. Que las llamas de la Revolución se apagaran solas en el viento seco de las quebradas.
Fue entonces que apareció Manuel Belgrano. No era un general de linaje europeo, pero ya había demostrado en el Paraguay, en el campamento de las órdenes severas y en el Éxodo Jujeño que sabía mandar hombres, resistir calamidades y levantar pueblos enteros en armas. Fogueado por la adversidad, llevaba sobre sus espaldas el deber de sostener una frontera que parecía derrumbarse.
Para dar aire a sus tropas y no dejar nada al enemigo, Belgrano ordenó lo impensado: el Éxodo Jujeño. El pueblo entero, mujeres, viejos y niños, abandonó sus casas y prendió fuego a lo propio. Una procesión de miseria y dignidad que dejó la tierra arrasada. Era la guerra total: antes que entregar algo al enemigo, mejor reducirlo a cenizas.
Cuando aquel ejército famélico llegó a Tucumán, todo parecía perdido. Pero ocurrió lo inesperado: el pueblo tucumano se plantó. Rodearon a Belgrano, le rogaron que no los abandonara, que se quedara y peleara. En ese instante, con el destino pendiendo de un hilo, el comandante tomó la decisión más peligrosa de su vida: desobedecer al gobierno y escuchar al pueblo.
Dos ex compañeros de aula, frente a frente
Pío Tristán era un hombre delgado, cordial en las formas y duro en el bolsillo: avaro hasta el extremo. Tenía 39 años y el mando de unos 3.000 soldados realistas curtidos en disciplina, bien armados y convencidos de que traían la misión sagrada de devolver estas tierras a la obediencia del rey. Tristán no era un bruto de cuartel; era un hombre culto, educado, que había leído a los mismos autores que su rival. Por eso su presencia imponía un peso distinto: sabía que enfrente no había un improvisado, sino otro hombre de estudios.
Manuel Belgrano lo conocía de memoria. Habían compartido pupitre en Salamanca, habían discutido en aulas húmedas sobre derecho, economía y filosofía. En Madrid habían coincidido en cafés donde se debatían las luces de la Ilustración. Pero el tiempo y la política habían torcido sus caminos. Ahora estaban frente a frente en el barro del Tucumán, con uniformes distintos, con banderas que representaban futuros irreconciliables: uno defendía un imperio que se caía a pedazos, el otro una patria que todavía no existía.
Belgrano no tenía más que 1.800 hombres, muchos descalzos, algunos apenas cubiertos con ponchos raídos. Sus fusiles eran reliquias de otros tiempos, oxidados, pesados. Los caballos, flacos como perros de corral, parecían más aptos para tirar de un carro que para cargar en batalla. El contraste con el ejército español era brutal: disciplina contra desorden, pólvora seca contra pólvora húmeda, botas relucientes contra pies desnudos.
El ejército chico
El Éxodo Jujeño había dejado la tierra arrasada, pero también un ejército exhausto. Apenas 400 fusiles habían llegado como refuerzo desde Buenos Aires. Con eso, contra 3.000 hombres bien armados, Belgrano sabía que la cuenta no cerraba. Entonces recurrió a lo que nunca falla: al pueblo.
Mandó a Juan Ramón Balcarce a reclutar voluntarios. Y aparecieron como hormigas: campesinos con las manos curtidas por la azada, artesanos que cambiaron el martillo por el machete, gauchos que dejaron el arado para tomar una lanza improvisada. Se entrenaron a las apuradas, en corrales y plazas, aprendiendo en días lo que en Europa llevaba años. Armas había pocas: lanzas hechas con cuchillos atados a palos, machetes de carnicero convertidos en acero de guerra, caballos prestados que apenas se sostenían en pie. Como escribió luego el general Paz: “Era difícil encontrar una fuerza más deshecha”.
Y sin embargo, esa fuerza precaria tenía un combustible que no se fabrica en fundiciones: peleaba por su tierra.
En esos días de víspera, Pío Tristán, seguro de su superioridad, firmaba sus cartas como “comandante del Ejército Grande”. Belgrano, con ironía seca, le respondió devolviendo unas monedas enviadas para aliviar a un prisionero español y rubricó la misiva con tres palabras que se volverían un estandarte: “campamento del Ejército Chico”.
Chico en número, sí. Pero grande en dignidad, en hambre de libertad, en bronca contenida contra la tiranía. Ese ejército descalzo y mal armado estaba a punto de demostrar que a veces la historia se escribe con machetes herrumbrados y lanzas atadas con tientos.
La carta y la horca
Tristán creía en la seguridad de los números y en la civilidad de las formas. Envió a José Garmendia —un tucumano de simpatías realistas que vivía con cierta comodidad en la ciudad— una misiva cargada de suficiencia: la guerra estaba hecha, la victoria era cosa sabida y, después de la faena, pensaba regalarse un baño y un almuerzo suculento en la casa de quien le había escrito. Era la carta del que ya se imagina sentado a la mesa, con servilleta en el cuello y ego en paz.
Pero la vida no se reduce a cartas bien escritas. Elena María Alurralde, esposa de Garmendia, abrió la misiva y la convirtió en metralla. Su respuesta no fue un reproche mesurado ni una advertencia diplomática: fue fuego. “Lo que habrá será una horca —dijo—, y la cuerda la trenzaremos con el cabello de las damas tucumanas para los godos.” No es bromita de barrio: era la amenaza de quien sabe que la ocupación trae venganza, saqueo y humillación. Era la voz de un pueblo que no quería almuerzos para los vencedores, quería justicia —y si la justicia venía con nudos en una cuerda, que así fuera.
La anécdota revela algo esencial del clima: Tristán manejaba la guerra como si fuera etiqueta; los tucumanos la vivían como hambre y miedo. La carta que prometía baños y postres fue respondida con la imagen de una horca trenzada por mujeres. Y en esa postal está la rabia íntima del norte: no habría clemencia para quien creyera que la conquista era fiesta. Esa misiva encendió más que indignación; inflamó la voluntad de resistir. Porque la guerra no se gana solo con mosquetes y estrategias, sino también cuando el insulto del vencedor convoca al pueblo a defender su honra.
El 24 de septiembre
Antes de Tucumán hubo un preludio que encendió la sangre criolla: el Combate de Las Piedras, el 3 de septiembre de 1812. Allí, en las afueras de la ciudad, un puñado de patriotas, muchos de ellos tucumanos recién reclutados, derrotó a la vanguardia realista del coronel Agustín Huici, hombre implacable, famoso por su dureza. Los criollos no solo lo vencieron: lo tomaron prisionero.
Aquel triunfo menor en número, pero inmenso en coraje, fue la prueba de fuego. Belgrano lo entendió enseguida: si sus voluntarios podían con Huici, podían también con Tristán. Fue el bautismo que convenció a un ejército deshecho de que todavía se podía pelear. Desde entonces, los hombres del norte dejaron de verse como milicianos improvisados y empezaron a sentirse soldados de una causa mayor.
Con ese envión en el corazón, llegó el día decisivo. El 24 de septiembre, el amanecer en el Campo de las Carreras —hoy entre las calles Bernabé Aráoz, Lavalle y Alberdi— trajo olor a pólvora antes de que sonaran los fusiles. Los realistas aparecieron con su artillería aún cargada en mulas, seguros de que la disciplina impondría orden en cuestión de horas.
Los cuatro cañones patriotas comenzaron a rugir, abriendo boquetes en las primeras filas enemigas. El coronel español Barrera, irritado, lanzó a su gente a bayoneta calada, buscando aplastar de un golpe la resistencia criolla.
Belgrano había dispuesto tres columnas de infantería: Carlos Forest al mando de una, Ignacio Warnes en otra, y los pardos y morenos de José Superí en la tercera. En la reserva, un joven de 25 años con fuego en los ojos, que no sabía lo que era obedecer sin pensar: Manuel Dorrego. Y en los flancos, la caballería de Balcarce, esa tropa de paisanos con lanzas atadas con tientos, machetes brillando como colmillos y un coraje que ningún manual podía contener.
El desborde
La batalla se volvió un aquelarre. La pólvora quemaba en la cara, los gritos se mezclaban con los relinchos y el humo hacía del campo un laberinto. Carlos Forest resistía con sus hombres, Ignacio Warnes retrocedía acosado por un enemigo que parecía multiplicarse, y José Superí, al frente de los pardos y morenos, caía prisionero tras luchar como un león de apenas 22 años.
El caos se devoraba la disciplina. Cada jefe peleaba aislado, sin saber qué ocurría a pocos metros. Belgrano, en el centro, veía cómo se le iban más de 400 hombres entre muertos, heridos y dispersos. Por momentos, la derrota parecía segura, y el Ejército del Norte amenazaba con desmoronarse como castillo de arena.
Y entonces irrumpió Dorrego. Tenía 25 años, un bigote juvenil y una osadía que rozaba la insubordinación. Sin esperar órdenes, lanzó a su infantería a la carga. Fue un choque brutal: culatas contra cráneos, bayonetas hundiéndose en pechos, soldados rodando por el suelo en un amasijo de barro y sangre. La reserva, pensada para un último recurso, se convirtió en el golpe que sostuvo la línea.
Al mismo tiempo, Balcarce lanzó su caballería improvisada. Eran paisanos con lanzas mal atadas y machetes herrumbrados, pero avanzaron como si fueran dragones de hierro. Entraron a degüello, gritando, cortando, clavando. El campo se volvió un infierno de gritos, cascos, filos y sangre. No era ya un combate ordenado: era una carnicería a cielo abierto, donde la furia criolla empezaba a equilibrar la balanza.
El milagro de las langostas
Cuando la tarde empezaba a apagarse, el cielo cambió de color como si un telón invisible descendiera sobre el campo. Un viento huracanado levantó polvo y, con él, apareció algo inesperado: una manga de langostas. No eran decenas, ni cientos: eran miles, millones, un enjambre bíblico que nubló la vista, que azotaba rostros y pechos con un golpeteo seco, como si fueran perdigones invisibles disparados por un ejército de sombras.
El general José María Paz, testigo privilegiado, lo dejó escrito con asombro: “Los impactos de los insectos en la cara y en el pecho simulaban balazos, y muchos creyeron haber sido heridos”. Y en esa confusión se desmoronó la maquinaria perfecta del ejército realista. La disciplina que hacía de los españoles una muralla de hierro se convirtió en tropel desordenado. No había bayoneta ni cañón que pudiera contra la furia de la naturaleza.
Los criollos, en cambio, vieron en aquella nube viviente una señal. Y redoblaron su ímpetu. Avanzaron con machetes y lanzas, gritando como posesos, aprovechando la confusión del enemigo. El campo de batalla se volvió un torbellino de polvo, gritos y alas que batían contra los cascos y los sombreros.
Los españoles, desconcertados, comenzaron a replegarse. La seguridad numérica ya no servía de nada: eran cuerpos que huían entre la polvareda y las alas que cegaban los ojos. El “ejército grande” de Tristán empezaba a quebrarse frente al “ejército chico” de Belgrano, acompañado por la furia del viento y las langostas.
Era como si la tierra misma del Tucumán se hubiera levantado en armas para defenderse.
La victoria
Cuando cayó la noche, la batalla todavía era un enigma. El campo estaba cubierto de polvo, cadáveres y gritos dispersos. Belgrano, sin comunicación con sus jefes, marchó hacia Tucumán con apenas 200 hombres. Llevaba en el rostro la expresión del que no sabe si ha ganado o perdido. El eco de los disparos había cesado, pero la confusión seguía golpeando en su pecho: ¿había sido todo en vano?
La respuesta lo esperaba en la ciudad. Allí encontró a Dorrego y a Forest, exhaustos pero radiantes, rodeados de cientos de prisioneros, banderas enemigas capturadas y montones de armas arrebatadas a los realistas. Tucumán no solo había resistido: había vencido. La ciudad entera se convirtió en un hervidero de gritos, abrazos, lágrimas. El “ejército chico” había derrotado al “ejército grande”.
Pero Belgrano no se dejó enceguecer por el entusiasmo. Al día siguiente, con la calma recuperada, volvió a formar sus tropas frente al ejército de Tristán. Quería dejar claro que no se trataba de una victoria fortuita, sino de un triunfo sólido, capaz de sostenerse. Envió a José Moldes con una propuesta de rendición. Tristán, orgulloso y aún con hombres a su mando, se negó. Pero la realidad lo aplastaba: no tenía más salida que retirarse hacia Salta, maltrecho y humillado.
Las cifras hablaban solas: los patriotas habían perdido 61 muertos y 200 heridos. Los realistas, en cambio, dejaron atrás 450 cadáveres, 200 heridos y 600 prisioneros. Una diferencia brutal. Una herida abierta en el orgullo español.
El Ejército del Norte, famélico y descalzo, había salvado a la Revolución en su hora más oscura.
La Generala
El 24 de septiembre no era una fecha cualquiera. Ese día se celebraba a la Virgen de la Merced, patrona nada menos que del ejército realista. Los españoles habían marchado al combate convencidos de que la protección de la Madre de la Merced les aseguraría el triunfo. Pero la historia, caprichosa y brutal, decidió lo contrario. La batalla que debía ser su victoria se convirtió en su derrota más amarga.
Y había algo más: aquel 24 de septiembre también marcaba un aniversario íntimo. Ese mismo día, años atrás, había muerto el padre de Manuel Belgrano. Mientras los cañones tronaban y la suerte de la Revolución pendía de un hilo, el general luchaba también con su memoria: el recuerdo del hombre que lo había criado, el comerciante próspero que soñaba con un hijo letrado en España, no con un comandante exhausto al frente de un ejército de hambrientos. Esa coincidencia transformó la jornada en un cruce de destinos: el deber con la patria y la deuda con la sangre.
Tres días después, el 27 de septiembre, Tucumán se volcó a las calles para la procesión anual en honor a la Virgen de la Merced. Belgrano, profundamente religioso y convencido de que el triunfo había sido fruto de una intervención divina, hizo lo impensado: tomó la imagen de la Merced y la nombró Generala del Ejército del Norte. Fue un acto solemne y estremecedor.
El pueblo estalló en lágrimas y vivas. Soldados descalzos se arrodillaban, mujeres rezaban con el rosario en las manos, ancianos levantaban la vista al cielo. La pólvora y la fe se fundieron en un mismo altar. Tucumán, que días antes temblaba de miedo, ahora celebraba un milagro.
En Buenos Aires, la noticia llegó como dinamita. Hubo campanas al vuelo, salvas de artillería, bandas recorriendo las calles. La victoria era el aire fresco que la Revolución necesitaba para no morir asfixiada. Y tres días después, el Primer Triunvirato caía bajo la presión de San Martín y la Logia Lautaro. La política nacional había cambiado de rumbo.
El 24 de septiembre de 1812 quedó sellado como el día en que la patrona de los realistas pasó a ser la generala de los patriotas. Y también como la jornada en que Manuel Belgrano, al mando del “ejército chico”, honró la memoria de su padre derrotando a la tiranía.
Tristán, el derrotado caballero
Meses después de Tucumán, la historia volvió a enfrentar a Belgrano y a Pío Tristán en Salta, febrero de 1813. Otra vez, el “ejército chico”, ahora curtido en la victoria, se midió contra la tropa realista. Y otra vez, el destino se inclinó del lado de los patriotas.
La rendición fue masiva: casi tres mil prisioneros cayeron en manos de Belgrano. Entonces el general tomó una decisión que levantaría discusiones hasta hoy. No quiso fusilar ni dispersar a los vencidos: los hizo formar y juraron solemnemente no volver a combatir contra la patria. Muchos lo criticaron por ingenuo; otros vieron en ese gesto la prueba de que la Revolución quería fundar una nueva justicia, no una nueva tiranía.
Los hechos hablaron por sí solos: de esos tres mil, apenas un diez por ciento rompió el juramento y volvió a empuñar las armas. Fueron reunidos en un cuerpo aparte, con nombre terrible y premonitorio: el Batallón de la Muerte. Y en Vilcapugio, meses después, tuvieron una actuación decisiva en la batalla, peleando con la furia de quienes sabían que habían traicionado su palabra.
Tristán, en cambio, mantuvo la suya. Juró no volver a tomar las armas contra los patriotas y cumplió. Se retiró a Arequipa, lejos de los banquetes y los baños prometidos en aquella carta arrogante antes de Tucumán. No hubo mesa servida ni descanso tibio para él: solo el silencio de la derrota.
Sin embargo, en medio de la humillación, se retiró como un caballero que supo sostener al menos su honor. Y por eso la historia lo recuerda no como un enemigo vil, sino como un adversario vencido con dignidad frente a un Belgrano que, después de Tucumán y Salta, ya no era un improvisado, sino el comandante indiscutido de la Revolución en el Norte.
Epílogo: una desobediencia que salvó la patria
La Batalla de Tucumán no fue solo un combate: fue la demostración de que la Revolución podía sostenerse con la gente común. Con campesinos que dejaban el arado, con negros y pardos que cambiaban cadenas por fusiles, con mujeres que tejían sogas para caballos y juraban vengar a sus hijos. Fue también el día en que Manuel Belgrano, ya un comandante curtido en derrotas y marchas, eligió desobedecer a un gobierno distante para obedecer al pueblo que lo rodeaba.
El 24 de septiembre cargaba símbolos que pesaban como piedras: era la fiesta de la Virgen de la Merced, patrona de los realistas, que terminó convertida en Generala de los patriotas; y era también el aniversario de la muerte del padre de Belgrano. En esas horas de pólvora y oración, de cañones y langostas, se entrelazaban lo íntimo y lo colectivo, lo sagrado y lo profano.
Y la conclusión es clara: si Tucumán no hubiera existido, si Belgrano no hubiera desobedecido, los realistas hubieran seguido bajando sin freno, ocupando Córdoba, sitiando Buenos Aires y asfixiando para siempre a la Revolución. Cada legua perdida habría sido más difícil de recuperar, cada derrota un clavo más en el ataúd de la independencia.
Hoy, cuando uno cruza las avenidas tucumanas atestadas de colectivos y semáforos, cuesta imaginar que allí un ejército chico, descalzo y hambriento, derrotó a un ejército grande, con botas y cañones. Cuesta imaginar que una nube de insectos se volvió aliada del destino.
Pero así fue. Y ese día quedó grabado para siempre que la historia no la hacen los que obedecen órdenes ciegas, sino los que, como Belgrano, se atreven a desobedecer para salvar lo esencial. Tucumán no fue solo una batalla: fue el día en que la tiranía empezó a retroceder.






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