Belgrano contra la esclavitud:
- Roberto Arnaiz
- 21 sept
- 8 Min. de lectura
Amigo, vamos a hablar claro: la Revolución de Mayo no fue solo un acto de coraje contra España. Fue también una revolución contra las cadenas, visibles e invisibles, que mantenían a los hombres encorvados.
Porque en la misma Plaza donde se gritaba ¡Viva la Patria! todavía se subastaban esclavos. En los zaguanes de las casas patricias, un negro abría la puerta mientras adentro los dueños brindaban por la libertad. La revolución era joven, sí, pero arrastraba la hipocresía vieja de siglos: hablar de independencia mientras se seguía negociando con carne humana.
En esa tierra plagada de contradicciones, donde los próceres de salón se llenaban la boca con discursos sobre igualdad mientras conservaban esclavos en sus cocinas, hubo uno que se animó a escribir la palabra prohibida. Manuel Belgrano.
Sí, el hombre de la bandera, el abogado convertido en general, fue también un enemigo de la esclavitud. No como gesto decorativo para la historia, sino como convicción que le ardía en la sangre. Mientras en Buenos Aires se traficaban negros en las mismas calles donde flameaban los estandartes revolucionarios, Belgrano pensaba y actuaba distinto. Era incómodo. Era raro. Era el único capaz de decir que no hay patria posible si está construida sobre cadenas.
El Reglamento de Misiones: la libertad escrita en barro
1810. La revolución apenas era una chispa en el viento. Belgrano, enviado a las viejas reducciones jesuíticas del Paraguay y el Litoral, se encontró con pueblos originarios hundidos en la miseria. Casas caídas, campos abandonados, hombres y mujeres tratados como bestias de carga. Donde cualquiera hubiera visto atraso y ruina, él decidió escribir futuro.
Y lo escribió con tinta y barro. En su Reglamento para los 30 Pueblos de las Misiones puso una frase que debería estar tallada en piedra:
“Los hijos de los indios y de los negros esclavos serán libres a los 16 años.”
No era un deseo, ni una prédica abstracta: era una ley dictada en campaña, en medio del polvo y el hambre. En 1810, cuando medio planeta todavía compraba y vendía personas como si fueran vacas en una feria, Belgrano decretó la libertad de los hijos de esclavos. Se adelantó tres años a la famosa Ley de Vientres de la Asamblea del Año XIII.
Y no se quedó ahí. Repartió tierras para que los originarios dejaran de ser peones eternos, ordenó que se abrieran escuelas, prohibió el maltrato. Mientras otros hablaban de libertad en salones alfombrados, él la escribía con las botas llenas de barro, entre ranchos de adobe y campos vacíos.
Belgrano entendía que la independencia no valía nada si seguía edificada sobre cadenas. Que de nada servía izar una bandera nueva si en el fondo seguíamos siendo un país de amos y esclavos.
El Ejército del Norte: la libertad se gana combatiendo
En 1812, después del desastre de Huaqui y de un ejército desmoralizado, Belgrano fue puesto al frente del Ejército del Norte. Heredaba un puñado de hombres famélicos, mal vestidos y peor armados. Sus filas estaban llenas de campesinos pobres, originarios, gauchos, mulatos. Muchos, esclavos arrancados de las casas o comprados como si fueran caballos.
Y allí, en medio de la desesperación, Belgrano convirtió la guerra en un camino de libertad. No trató a esos hombres como carne de cañón. Dictó una resolución que resuena como pólvora moral:
“Los esclavos que se incorporen al Ejército quedarán libres para siempre.”
Era 1812. En las calles de Buenos Aires todavía se vendían personas en las esquinas, y en las estancias los amos contaban sus esclavos como si fueran reses. Pero en las filas del Ejército del Norte, el fusil y la lanza eran pasaporte a la libertad. Cada hombre que empuñaba un arma dejaba atrás la condición de esclavo y se convertía en ciudadano en armas.
Así, la batalla de Tucumán, el 24 y 25 de septiembre de 1812, fue más que una victoria militar. Fue una emancipación colectiva. En esas jornadas, el ejército mal armado, sostenido por gauchos y esclavos liberados, quebró al enemigo realista. Y cuando un año después, el 20 de febrero de 1813, en Salta, Belgrano volvió a vencer, no fue solo la táctica lo que triunfó: fue la dignidad de cientos de hombres que ya no eran propiedad de nadie.
Mientras otros generales apenas anotaban números en una lista, Belgrano le devolvió humanidad a los olvidados. En sus ejércitos, los esclavos dejaron de ser objetos y se transformaron en soldados de la Patria. Por eso la victoria en Tucumán y Salta no fue solo militar: fue social.
El eco de Rousseau en la Gaceta
En 1813, la Gaceta de Buenos Aires se animó a imprimir un artículo que Belgrano había escrito años antes, cuando la censura colonial lo mantenía bajo llave. Y lo que salió a la luz era dinamita pura. Con frases afiladas como cuchillos, denunciaba cómo el sistema de propiedad condenaba a millones a vivir al borde del hambre.
“El imperio de la propiedad es el que reduce a la mayor parte de los hombres a lo más estrechamente necesario.”
No hacía falta nombrar la esclavitud. Estaba en cada palabra, como un fantasma pegado al texto. Porque Belgrano no hablaba solo de salarios miserables: hablaba de cuerpos reducidos a bestias de carga, de hombres transformados en instrumentos.
Ese escrito llevaba la marca de Rousseau, de esa idea brutal de que la sociedad corrompe lo que la naturaleza había hecho libre. Pero en Belgrano no era filosofía de salón: era urgencia de soldado y de político. Porque él veía esas cadenas todos los días, en las calles de Buenos Aires donde todavía se subastaban esclavos, y en los campos del Norte donde la pobreza era otra forma de servidumbre.
La Gaceta no publicó un artículo más: publicó un mazazo contra la hipocresía de una élite que hablaba de libertad mientras seguía sosteniendo un sistema de amos y sometidos.
La Asamblea del Año XIII: el eco de sus ideas
Cuando en 1813 la Asamblea del Año XIII decretó la libertad de vientres, Buenos Aires se llenó de discursos, aplausos y festejos. Parecía una conquista recién nacida, un triunfo de la ilustración criolla. Pero, amigo, no nos engañemos: esa semilla ya había sido plantada tres años antes por Belgrano.
En 1810, en los pueblos misioneros, él había escrito su reglamento con mano firme y visión de futuro: “Los hijos de los indios y de los negros esclavos serán libres a los 16 años.” No lo dejó en borradores ni en promesas. Lo convirtió en norma. Mientras otros seguían discutiendo entre tinta y papel, él ya lo practicaba en el barro, en el terreno donde la injusticia no era teoría, sino carne viva.
Esa fue la diferencia: Belgrano no esperó la venia de un congreso ni la firma solemne de una asamblea. Mandó, escribió y cumplió. Y cuando la Asamblea del Año XIII rubricó aquella ley, no hizo más que poner en el frontispicio lo que él ya había estrenado con el filo de la acción.
Nunca pidió méritos ni reconocimientos. No era de esos que sabían venderse bien en las tertulias. Pero su influencia fue decisiva, porque mientras la política criolla tanteaba a ciegas, Belgrano había mostrado que la libertad no se gritaba: se ejercía.
El patriota incómodo
Pero no nos engañemos. Estas ideas no caían simpáticas. La aristocracia porteña, que adoraba hablar de libertad mientras sus esclavos servían café en las tertulias, lo miraba con desconfianza. Los comerciantes que traficaban negros en secreto lo consideraban un peligro para sus fortunas. Y no solo ellos: en su autobiografía de 1814, Belgrano escribió con la tinta encendida que había hombres “cuyo país es el comercio y nada más”, denunciando a esa clase que entendía la patria como un mostrador y que solo se inclinaba ante el altar del dinero.
Belgrano era incómodo porque no soñaba con una república de apellidos ilustres y caballeros blancos. Imaginaba algo mucho más disruptivo: una patria mestiza, con originarios y negros libres, con mujeres en las escuelas, con campesinos dueños de su tierra. Pensaba en igualdad cuando todos callaban; pedía justicia cuando la mayoría prefería silencio; repartía dignidad mientras otros repartían grilletes. Para muchos, era un delirio, una herejía contra el orden social heredado.
Y sin embargo, ahí estuvo. Insistiendo. Escribiendo proclamas que nadie quería leer en los salones, dictando reglamentos que pocos obedecían en el terreno, organizando ejércitos con descalzos y hambrientos que en su campamento descubrían que podían ser ciudadanos. No buscaba gloria ni condecoraciones: buscaba que la patria no se edificara sobre espaldas rotas.
Por eso Belgrano no fue un patriota cómodo para la aristocracia. Fue un patriota incómodo, un estorbo para los poderosos y un faro para los desposeídos. La historia oficial lo quiso reducir al creador de la bandera, pero en realidad fue mucho más: fue el hombre que se atrevió a imaginar una patria donde todos —y no solo unos pocos— tuvieran derecho a llamarse libres.
La libertad como religión
“La milicia no es más que una religión de hombres honrados.”La sentencia es de Pedro Calderón de la Barca, que en su obra Para vencer amor, querer vencerle pone en boca de un personaje una defensa apasionada de la vida militar como un culto al honor, al sacrificio y a la obediencia. No se trataba de mercenarios sedientos de botín, sino de hombres dispuestos a entregar la vida por algo superior.
Belgrano conoció esa frase y la llevó como piel. No quedó en cita de teatro barroco: la transformó en regla de conducta. Para él, la guerra no era un oficio sangriento, era un acto de fe. Y en esa religión de hombres honrados, ningún ser humano podía estar encadenado.
Por eso su lucha fue doble: contra los realistas y contra un sistema social injusto que seguía tratando personas como cosas. Así se entiende que entregara su sable a Juana Azurduy, reconociendo en ella la virtud del sacrificio y el valor; que llamara “Madre de la Patria” a María Remedios del Valle, elevando a una mujer negra al rango simbólico más alto; que apoyara a María Magdalena Gurruchaga y su batallón de mujeres en Salta, donde la logística femenina sostuvo al ejército como columna invisible.
También se entiende su prédica escrita: reclamando la educación de las mujeres, defendiendo a los pueblos originarios en sus reglamentos, proponiendo libertad para los hijos de esclavas. Cada línea, cada gesto, era parte de esa religión: un culto a la libertad que debía abarcar lo político, lo social y lo personal.
Para Calderón, la milicia era fe y sacrificio. Para Belgrano, esa fe se volvió acción. Una religión vivida en la trinchera, donde el altar no era un templo sino el campo de batalla, y donde cada vida liberada era una oración cumplida.
Conclusión
Amigo, te lo digo sin adornos: si alguna vez creíste que Belgrano fue solo el hombre de la bandera, pensalo de nuevo. Fue también el hombre que entendió que sin igualdad real, la independencia era una mentira.
Mientras otros se perdían en discursos, cálculos políticos o negocios de puerto, él, casi solo, se plantó contra el látigo y la cadena. Denunció a los comerciantes que hacían de la patria un simple negocio, defendió a los pueblos originarios en sus reglamentos, liberó a esclavos en su ejército, y escribió contra la injusticia aunque lo miraran de reojo.
Su voz, escondida en papeles amarillentos y olvidados en archivos, todavía nos grita:“Nadie puede ser libre si otro vive esclavizado.”
Ese es el Belgrano que incomoda, el que no entra fácil en los actos escolares, el que no se deja domesticar por el bronce. El Belgrano que hizo de la Patria no solo una bandera de seda, sino un grito de justicia. Y quizá por eso, dos siglos después, sigue siendo peligroso recordarlo en toda su verdad.






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