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Belgrano y el arte militar: de los libros al campo de batalla


La historia suele esconder paradojas que parecen imposibles de explicar. Una de ellas es la de Manuel Belgrano. Nacido para las leyes y las letras, formado en las universidades de Salamanca, Oviedo y Valladolid, respiró el aire de la Ilustración europea, se apasionó por la economía política, el derecho y la educación, y parecía destinado a los debates académicos y a las reformas civiles. Nadie hubiera imaginado que aquel joven ilustrado, de voz serena y modales suaves, terminaría al frente de ejércitos mal armados, enfrentando a generales curtidos en las guerras napoleónicas.


Y sin embargo, el destino lo arrojó al barro de la guerra. Con soldados improvisados, con caballos flacos y fusiles viejos, ese abogado de escritorio se transformó en un conductor militar capaz de idear maniobras de manual. No fue un improvisado que jugó a la guerra: fue un general que, sin academias ni reglamentos, supo organizar operaciones que todavía hoy sorprenden por su audacia.


¿Cómo se entiende esta metamorfosis? ¿De dónde le vino la claridad para ordenar un éxodo general, para escoger con maestría el terreno, para concentrar fuerzas en el momento justo, para combinar infantería y caballería con la precisión de un veterano?


La respuesta no está en los cuarteles, ni en los patios de armas, ni en los manuales de reglamento. Está en un terreno más silencioso y menospreciado: los libros. Belgrano convirtió la lectura en pólvora, y la reflexión en maniobra. Allí, entre páginas de historia, de filosofía, de teatro y de poesía, encontró a los conductores invisibles que lo guiaron: estrategas de Oriente y de Occidente, guerreros de la Antigüedad y autores del Siglo de Oro español, que le prestaron sus voces y su sabiduría para enfrentar batallas que parecían perdidas de antemano.

 

Calderón y la milicia como religión


El universo de Manuel Belgrano no se explica solo por sus estudios en Salamanca, Oviedo y Valladolid. También se nutre de lo doméstico, de lo íntimo. Su hermano Mariano Belgrano estaba casado en España con una mujer que, si bien no descendía directamente de Calderón de la Barca, provenía de una familia vinculada a ese ámbito cultural. Manuel vivió en esa casa, y no hay duda de que allí tuvo acceso a la obra del dramaturgo más grande del Siglo de Oro.


En su drama Para vencer amor, querer vencerle, Calderón escribió una oración memorable: “La milicia es una religión de hombres honrados.” Para un joven ilustrado que buscaba darle sentido ético a la vida pública, aquella sentencia debió caer como un rayo. Belgrano encontró allí una definición que lo acompañaría toda la vida.


Para él, la guerra no era una carnicería de mercenarios, sino un sacrificio de ciudadanos que entregaban su vida por un ideal. El ejército, bajo su mando, no era una horda de conscriptos: era un cuerpo de hombres dignos, casi monjes de la patria, donde el honor valía más que la paga. Esa convicción lo llevó a ser severo y paternal a la vez, cercano al soldado raso y distante de la ambición personal.


En una de sus proclamas más célebres, Belgrano escribía: “Mis soldados no son esclavos, son ciudadanos que han tomado las armas para defender la patria.” Aquí se respira el eco de Calderón: la milicia no como oficio, sino como fe.


Y esa misma concepción la compartía José de San Martín, que con idéntico espíritu sentenció: “La patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, sino para que la defienda con su vida.” Dos voces distintas, dos trayectorias paralelas, un mismo credo: el ejército debía ser el altar de la patria, no el verdugo del pueblo.

 

El principio de concentración de fuerzas


En la batalla de Tucumán, Belgrano dejó claro algo que los manuales modernos suelen atribuir a Napoleón: el principio de concentración de fuerzas. La diferencia es que el corso lo aprendió en las academias militares de Europa; Belgrano, en cambio, lo dedujo de su cultura, de sus lecturas y de su intuición.


La situación era desesperada. Las Provincias Unidas le habían ordenado retirarse hasta Córdoba, cediendo el Norte al enemigo. Belgrano, con el temple de quien sabe que la retirada era la muerte lenta de la revolución, desobedeció. Apostó todo en Tucumán, y en lugar de dispersar a sus hombres en defensas aisladas, los reunió en un solo punto, decidido a golpear con todo lo que tenía.


Era la misma lógica que Aníbal había aplicado en Cannae (216 a.C.): los romanos eran más numerosos, pero el cartaginés concentró su fuerza en el momento preciso, encerró a la legión en un abrazo letal y la aniquiló. Belgrano, con tropas mal vestidas, apenas entrenadas, sin artillería suficiente, imitó aquella enseñanza de la Antigüedad: no se trata de cuántos hombres tengas, sino de dónde y cómo los usas.


También era la aplicación práctica de lo que Sun Tzu había escrito siglos antes en El arte de la guerra: “Cuando eres diez contra uno, rodéalo; cuando eres cinco contra uno, atácalo; cuando eres igual, divídelo; y cuando eres inferior, evita la batalla.” Belgrano nunca menciona a Sun Tzu en sus escritos, por lo que no hay pruebas de que lo haya leído. Sin embargo, resulta llamativo cómo sus decisiones tácticas en Tucumán parecen un espejo de aquellas máximas milenarias. Tal vez conoció el tratado a través de alguna traducción ilustrada que circulaba en Europa desde fines del siglo XVIII, o tal vez, simplemente, llegó por intuición a las mismas conclusiones.


En Tucumán lanzó el golpe al centro de las fuerzas realistas. No fue un choque elegante ni una maniobra de desfile: fue una arremetida brutal, donde la mezcla de gauchos, campesinos y milicianos quebró la disciplina de soldados veteranos. La ciudad entera se convirtió en campo de batalla. Mujeres desde las terrazas arrojaban piedras, agua hirviendo, cuanto tenían a mano. La victoria fue tanto del ejército como del pueblo.


Belgrano lo resumió con humildad en una carta al gobierno: “Todo se lo debemos al entusiasmo del pueblo y al ardor de nuestras tropas.” Esa frase, casi inocente, revela algo mayor: la concentración de fuerzas no fue solo militar, sino moral y espiritual. Reunió en un mismo punto la energía de un pueblo que no estaba dispuesto a entregar su tierra.


Ese día, en Tucumán, un abogado ilustrado derrotó a generales formados en la tradición napoleónica. Y lo hizo aplicando, con intuición o con lecturas, la misma receta que había servido a Aníbal para humillar a Roma y a Sun Tzu para iluminar a la China milenaria: concentrar la fuerza en el lugar donde más duele.

 

Belgrano y Julio César: la política como fruto de la guerra


De Julio César, Belgrano absorbió algo más que la destreza militar: comprendió que la guerra era también un escenario político. El romano escribía sus Comentarios para mostrar en Roma no solo que ganaba batallas, sino que esas batallas eran actos de gobierno. Cada puente sobre el Rin, cada victoria en la Galia, era un mensaje político al Senado.


Belgrano hizo lo mismo en el Río de la Plata. Después de Tucumán y Salta, no se limitó a contar muertos o prisioneros: organizó procesiones solemnes, juramentos de bandera, actos cívicos. Convirtió la victoria en símbolo político y pedagógico. La batalla no terminaba en el campo, sino que continuaba en el corazón del pueblo.


Incluso en la derrota, supo transformar el fracaso en discurso. En Vilcapugio y Ayohuma, redactó partes en los que exaltaba la valentía de sus soldados, transmitiendo que la causa seguía viva. Comprendía, como César, que el relato político es inseparable de la acción militar.


Aquí se da el contrapunto con Clausewitz. El prusiano afirmaba: “La guerra es la continuación de la política por otros medios.” Pero en Belgrano —y en buena medida también en César— la ecuación se invierte: la guerra es la que alimenta y hace posible la política. Sin las batallas, sin el sacrificio en el campo, no habría patria que organizar ni símbolos que consolidar.


Belgrano, entonces, no fue solo un general de maniobras: fue un constructor político desde el campo de batalla. Sus triunfos y derrotas eran discursos, y cada proclama, cada bandera, cada acto público posterior a la acción militar lo demuestra.

 

Movilidad y rapidez: la herencia de Alejandro


En la guerra no siempre gana el que tiene más hombres, sino el que sabe moverse como un relámpago. Alejandro Magno lo entendió mejor que nadie: en el Gránico, en Issos, en Gaugamela, derrotó a ejércitos que lo duplicaban en número porque jamás permitió que el enemigo fijara el ritmo. Se movía rápido, golpeaba donde menos se esperaba, desarmaba la seguridad del contrario y lo obligaba a improvisar. La movilidad era su verdadero ejército invisible.


Belgrano, dos mil años después, comprendió lo mismo en las montañas y llanuras del Alto Perú. Con tropas mal armadas, escasas municiones y uniformes desiguales, solo le quedaba la velocidad y la astucia. Hizo de la movilidad su escudo y su lanza. Forzó marchas de día y de noche, sorprendió al enemigo en lugares donde nadie lo esperaba, convirtió quebradas y pampas en trampas vivientes.


Sus soldados no eran bloques rígidos ni piezas de plomo: eran un organismo vivo, capaz de retirarse como sombra y regresar como tormenta. En esto, Belgrano se parece más a Alejandro que a cualquier general europeo de su tiempo. Mientras los realistas esperaban un combate de reglamento, él jugaba con la dinámica de un combate popular, rápido, de golpes y repliegues, donde la geografía se volvía cómplice.


La movilidad de Belgrano no fue solo militar, sino también política y psicológica. Cuando ordenó el Éxodo Jujeño, no solo movió un ejército: desplazó a todo un pueblo, transformando a mujeres, ancianos y niños en parte de la maniobra. Esa imagen —una sociedad entera marchando, incendiando sus propias casas, llevándose lo imprescindible— es quizá el mayor acto de movilidad estratégica de nuestra historia.


Los realistas avanzaban confiados, creyendo que encontrarían abundancia; en cambio, hallaron desolación, campos quemados, pueblos vacíos. Belgrano había hecho lo mismo que los persas contra Alejandro: convertir la tierra en un desierto hostil. Pero lo que en Asia fue táctica de imperio, en el Río de la Plata se transformó en sacrificio colectivo por la libertad.


Incluso en la derrota mantuvo esa lógica. Tras Vilcapugio (1813) y Ayohuma (1813), donde el ejército patriota fue vencido por la superioridad numérica y técnica del enemigo, Belgrano no se desmoronó. Reagrupó a sus hombres, reorganizó la retirada y evitó que el desastre se convirtiera en aniquilación. Esa capacidad de recomponer fuerzas en plena adversidad recuerda a Napoleón Bonaparte, maestro en los desplazamientos rápidos: marchaba con velocidad fulminante, concentraba fuerzas en un punto inesperado y golpeaba donde el enemigo era más débil.


Belgrano, en escala americana, hizo lo mismo. No podía vencer siempre, pero sus movimientos —su capacidad de reagruparse, de trasladar ejércitos exhaustos y devolverles cohesión— muestran que compartía con Napoleón la convicción de que la movilidad es la esencia de la victoria.


Alejandro movió imperios antiguos, derribando a Persia y fundando ciudades que llevaban su nombre. Napoleón movió imperios modernos, redibujando el mapa de Europa con la velocidad de sus ejércitos. Y Belgrano, sin ejércitos profesionales ni recursos, movió algo más frágil y poderoso a la vez: un país que todavía estaba en pañales, una nación en ciernes que solo existía en la voluntad de su gente.

 

El plan de tierra arrasada: de Persia a Jujuy


El Éxodo Jujeño no fue solamente una marcha desesperada: fue una operación estratégica deliberada, escalofriantemente eficaz en su lógica y terrible en su coste humano. Belgrano convirtió a todo un pueblo en ejército móvil: hombres, mujeres, viejos y niños, hacienda, sementeras, carros, y lo más esencial —la voluntad de resistir— se pusieron en movimiento bajo una orden que sonaba a sentencia. La logística detrás de esa orden exige la admiración del historiador: rutas planificadas, tiempos de marcha, puntos de reunión, custodias para las caravanas y patrullas para retardar al enemigo. No fue improvisación: fue cálculo.


La táctica es simple y brutal a la vez: si el enemigo espera alimento y abrigo en la retaguardia, aliméntalo de humo y ceniza. Si crees que no puedes vencerlo en el combate abierto, priva a sus hombres de lo que necesitan para sostenerse. Belgrano lo ordenó con la claridad de quien sabe que el sacrificio presente puede salvar el porvenir: “Ni un solo fruto, ni un grano de trigo debe quedar a los enemigos: se ha de abandonar todo y quemar cuanto no se pueda llevar.” Esa frase, seca, contiene todo el drama de una decisión histórica.


El paralelo con la resistencia persa frente a Alejandro es directo. Cuando el invasor macedonio avanzó, Darío y sus generales optaron, en varios puntos, por no ofrecer al enemigo la mesa servida: quemaron, retiraron ganados, arrasaron aldeas. El resultado buscado era doble: atraer al invasor a marchas más largas, agotar su logística y reducir su cohesión moral. En el Río de la Plata, Belgrano aplicó la misma regla pero con un propósito distinto: no frenar a un conquistador que venía a saquear un imperio, sino impedir que un ejército realista con mejor material y organización encontrara el sustento para continuar la campaña.


La lógica de Belgrano dialoga con la sentencia de Napoleón Bonaparte: “Los ejércitos caminan sobre sus estómagos.” Belgrano lo entendió instintivamente. Si se priva al enemigo de alimento, se lo priva también de la voluntad de combatir. La estrategia no golpea primero con balas, sino con hambre.


Las consecuencias tácticas fueron concretas. El ejército realista, que avanzaba pensando encontrar víveres y reposo, halló despoblación y desolación. Sus columnas se estiraron, la comunicación se complicó, la moral decayó. Todo eso jugó a favor del bando patriota en Tucumán: un ejército hambriento no pelea con la misma virulencia, los oficiales pierden margen de maniobra, y la logística se transforma en prueba de resistencia. Belgrano, entonces, no solo usó la tierra como campo de batalla: la usó como una trampa logística.


Pero no hay victoria sin costo. El plan de Belgrano significó sufrimiento inmediato: familias que perdieron techos y granos, ganados sacrificados, años de siembra destruidos. Es la otra cara de la estrategia: la brutal honestidad de la guerra cuando el precio se pide por anticipado a los mismos compatriotas que se quiere salvar. Esa tensión moral forma parte inseparable de la grandeza y la tragedia de la decisión.


La historia también muestra la inteligencia del tiempo. La tierra arrasada sólo funciona si se sincroniza con la movilidad y la concentración de fuerzas. Si quemás las cosechas y luego te exponés sin reunir tus efectivos, te conviertes en mártir inútil. Belgrano —otra vez— demostró sentido del tiempo militar: la negación de recursos fue seguida por la concentración de fuerzas en Tucumán y por el golpe en el centro enemigo. La coordinación convirtió la devastación en ventaja estratégica, no en sacrificio vacuo.


Finalmente, el paralelo histórico se completa con la diversidad de escalas: los persas aplicaron la táctica para defender un imperio; Belgrano la aplicó para forjar una República. En Persia la maniobra es reacción imperial; en Jujuy es una apuesta por la vida común de una nación en gestación. En ambos casos, sin embargo, el corazón de la idea es el mismo: la guerra no es sólo choque de armas; es administración de recursos y, a veces, renuncia calculada.


Así, la Puna y las llanuras argentinas replicaron con dolor las llanuras asiáticas. Dos mil años y un océano después, una táctica que había servido para frenar a Alejandro fue reciclada por un abogado-estratega rioplatense para impedir que la restauración real encontrara alimento. Fue, en definitiva, la demostración de que la historia guarda repertorios que, bien entendidos, pueden servir a causas muy distintas.

 

La combinación de infantería y caballería: la dinámica del combate


Belgrano sabía que una batalla no era un choque de piedras, sino una danza de metales. La infantería era el muro, la resistencia, el escudo que fijaba al enemigo en un punto. Pero la caballería, ágil y feroz, era el brazo que decidía la suerte del día. Si la infantería aguantaba, la caballería podía clavar la daga en el corazón del adversario.


Esa idea no era nueva: Julio César la había demostrado en Alesia (52 a.C.), cuando sus jinetes germanos rodearon a los galos de Vercingétorix y les cerraron la salida. También Aníbal, en Cannae, había dado la lección maestra: mientras la infantería cartaginesa contenía a las legiones romanas, la caballería númida arremetía por los flancos hasta envolverlas en un abrazo mortal.


Belgrano, lector apasionado y observador astuto, comprendió que esas páginas no eran letras muertas, sino recetas para el presente. En la batalla de Salta (20 de febrero de 1813), puso en práctica esa coreografía. Primero fue la infantería la que sostuvo el choque, absorbiendo la presión realista, resistiendo en posiciones claves. Y en el momento exacto, cuando el enemigo ya se sentía dueño del campo, lanzó a su caballería. No eran jinetes uniformados ni tropas brillantes: eran gauchos de lanza larga, montados en caballos criollos, con más coraje que adiestramiento. Pero esa irrupción desbordó el orden realista y lo quebró como vidrio contra piedra.


Después de la victoria, Belgrano lo explicó con la frialdad de un parte oficial: “El enemigo, desconcertado por la acción de nuestra caballería, no tuvo otro remedio que rendirse.” Detrás de esa frase austera late una verdad profunda: el arte de mover las piezas como en un tablero de ajedrez vivo, esperar el instante, sostener el centro con infantería y clavar la estocada con la caballería.


Salta fue, en ese sentido, una clase magistral. Mientras los generales europeos se enredaban en manuales, Belgrano, con tropas mal armadas y descalzas, aplicaba la misma dinámica que había hecho grande a César, a Aníbal y a tantos otros. La guerra, entendida como danza de armas, le devolvía a la patria un triunfo que sería celebrado en todos los rincones del Río de la Plata.

 

El arte de elegir el terreno: la batalla antes de la batalla


Un buen general sabe que muchas veces la guerra se gana antes de disparar el primer tiro. La elección del terreno es la jugada de ajedrez que define la partida antes de mover las piezas. Belgrano lo entendió con la claridad de los maestros antiguos: el suelo no es un escenario pasivo, es un combatiente más que puede estar a favor o en contra.


En Tucumán, no esperó al enemigo en campo abierto, donde la superioridad realista podía aplastarlo. Eligió la ciudad, sus calles, sus huertas, sus vecinos. Transformó un espacio civil en trinchera, en laberinto, en emboscada. Y lo hizo con algo más que intuición: supo combinar la acción de las unidades militares con la resistencia espontánea del pueblo. La infantería ocupaba posiciones estratégicas, la caballería se movía en los alrededores, y mientras tanto los vecinos hostigaban desde techos y tapias, cerrando caminos, confundiendo al enemigo. El resultado fue una coreografía de acero y pueblo.


La escena recuerda inevitablemente a las Invasiones Inglesas en Buenos Aires (1806-1807). Allí también se dio la alianza entre milicianos y ciudadanos: las tropas regulares fijaban al invasor, mientras los vecinos convertían cada esquina en trampa y cada azotea en fortaleza. Los británicos descubrieron que conquistar un territorio abierto era posible, pero conquistar una ciudad viva, donde ejército y población combatían como un solo cuerpo, era casi imposible. Belgrano, testigo de aquella experiencia, supo años después replicar la lección en Tucumán: no había que dividir al pueblo en “combatientes” y “civiles”, porque la independencia necesitaba a todos.


En Salta, volvió a jugar con el terreno. Colocó a sus tropas en altura, obligando a los realistas a avanzar cuesta arriba, con el sol en contra y la artillería patriota en posiciones dominantes. Allí ya no había ciudad, pero sí la misma idea: el campo de batalla no es neutro, y un pueblo que pelea junto a sus soldados convierte cualquier geografía en un bastión.


Algo semejante había hecho Aníbal en Cannae. No solo eligió el terreno estrecho para encerrar a los romanos: también esperó la hora precisa en que el calor sofocante y el viento levantaban nubes de polvo. Ese polvo, arrastrado contra los ojos de las legiones, los cegaba y agotaba, mientras sus hombres, acostumbrados al clima, golpeaban con ventaja. La naturaleza misma, sumada al ingenio táctico, se convirtió en aliada de los cartagineses. Belgrano, dos milenios después y en otro continente, aplicó el mismo principio: que el sol, la pendiente y el terreno jugaran del lado de los suyos.


El espejo de Alejandro. En Issos (333 a.C.), Alejandro eligió el terreno estrecho de un valle entre el mar y las montañas para que el gigantesco ejército persa no pudiera desplegar su número. Allí la multitud se volvió desorden, y su falange compacta abrió un surco hasta Dario, obligándolo a huir. Fue el arte de encajonar al enemigo en un espacio reducido.


En Gaugamela (331 a.C.), en cambio, Alejandro se enfrentó a Darío en una llanura inmensa, preparada para los carros persas. Fingió retirarse hacia un flanco y con esa maniobra obligó a los persas a extender sus líneas más allá de lo conveniente, debilitando el centro. En ese hueco calculado, lanzó a su caballería de élite como una lanza en el corazón enemigo. Fue el arte de replegarse para luego atacar, usando la amplitud del terreno como trampa.


Belgrano, en escala más modesta pero no menos heroica, aplicó la misma lógica: en Tucumán estrechó el campo de batalla entre calles y huertas, y en Salta obligó al enemigo a exponerse cuesta arriba con el sol en contra. Como Alejandro, supo que no siempre vence el que tiene más hombres, sino el que consigue que el adversario pelee en el terreno equivocado.


La astucia de Napoleón. En Austerlitz (1805), el corso fingió debilidad en el centro y atrajo a los austríacos y rusos a atacar en el lugar que él mismo había preparado. Esperó el momento en que el sol naciente les dio de lleno en los ojos, y entonces lanzó el golpe decisivo sobre la colina de Pratzen. El sol de Austerlitz quedó inmortalizado como símbolo de su genio. Belgrano, con recursos modestos, entendió lo mismo: hasta la luz y la hora del día podían ser soldados invisibles en una batalla.


En esto se parece a los grandes: mientras otros confiaban en el azar o en la mera bravura, Belgrano fue arquitecto de la geografía. Sus victorias no nacieron solo del valor de sus hombres, sino de su capacidad para torcer el espacio a favor de la causa.


El viento y el sol fueron soldados invisibles de Belgrano, tan decisivos como los hombres que empuñaban fusiles y lanzas. En Tucumán y Salta no combatió solo un ejército: combatió un pueblo entero, aliado con la tierra, la hora y el cielo. Y en esa fusión ardió la chispa de la independencia.

 

El ejemplo personal: Alejandro y Belgrano


Ningún tratado enseña el poder del ejemplo personal. Ninguna academia lo graba en manuales. Pero los grandes conductores lo supieron siempre: las batallas no se ganan solo con pólvora, sino con la certeza de que el jefe sufre y arriesga tanto como el último soldado.


Alejandro lideraba sus cargas con la lanza en mano, atravesando el polvo como un dios que no teme sangrar. César dormía entre sus legionarios, compartiendo el pan duro y el vino agrio, porque entendía que la autoridad se construye a la intemperie, no en los salones del Senado. Aníbal, tuerto y agotado, seguía marchando al frente de su ejército sobre los Alpes, y esa obstinación lo volvió inmortal en la memoria de Roma, su enemiga.


Y ahí resplandece la anécdota inmortal: Alejandro en el desierto de Gedrosia. El ejército marchaba entre dunas abrasadoras, las gargantas secas, los labios partidos. Un soldado se apiadó y le acercó un casco con el último resto de agua. Alejandro lo sostuvo en la mano, miró a sus hombres, y antes de beber preguntó: “¿Han saciado la sed los demás?”. “No”, fue la respuesta. Entonces, sin vacilar, volcó el agua sobre la arena ardiente. “Demasiada para un hombre, poca para un ejército.” En ese instante no solo renunció a un sorbo: convirtió la privación en ejemplo. El jefe y el soldado eran iguales bajo el sol asesino. Ese gesto, más fuerte que mil victorias, lo transformó en mito: el conductor no vale más que su tropa.


Belgrano, en escala distinta, tuvo gestos semejantes. Durante el Éxodo Jujeño, no se apartó de la columna interminable de familias que lo dejaban todo: caminó con ellas, respiró el humo de las cosechas quemadas, compartió la incertidumbre de no saber qué vendría después. Allí no había uniformes bordados ni caballos blancos de parada, sino un jefe que se confundía con su pueblo.


En campaña, aun enfermo, se negaba a retirarse. “No puedo gozar de alivio cuando mis hombres sufren más que yo”, decía. Sus soldados lo veían, flaco, febril, pero firme en la línea. Esa obstinación lo volvía creíble: si Belgrano resistía, ¿cómo no iban a resistir ellos?


El ejemplo personal fue su verdadero uniforme. Como Alejandro, entendía que un general no conduce desde la comodidad, sino desde el dolor compartido. Esa, quizá, fue su mayor arma invisible: hacer que sus soldados vieran en él no a un jefe distante, sino a un compañero de sacrificio.

 

La selección de los generales: mandar con lo que se tiene


Un ejército no se hace solo de soldados. Se hace de jefes, de hombres capaces de interpretar la voluntad del conductor y convertirla en órdenes claras. Allí radica una diferencia esencial entre Belgrano y los grandes de la historia universal.


Alejandro heredó de Filipo II un plantel formidable: Parmenión, Crátero, Pérdicas, Hefestión. Oficiales que eran espadas y cerebros al mismo tiempo. Podía lanzarse a la conquista de Persia porque tenía un Estado Mayor que ejecutaba lo imposible.


Napoleón construyó su gloria con mariscales como Ney, Murat, Lannes, Davout. Todos veteranos, forjados en el fuego de la Revolución Francesa. Cada uno podía mandar un ejército entero sin necesidad de supervisión. El corso solo tenía que encender la chispa y ellos desataban la tormenta.


San Martín, cuando volvió al Río de la Plata, traía consigo la escuela europea. Había combatido en Bailén, había respirado la pólvora napoleónica. Sabía reconocer talentos y rodearse de oficiales capaces de sostener campañas largas y complejas.


¿Y Belgrano? Belgrano no tenía nada de eso. No contaba con un Estado Mayor experimentado ni con un plantel de profesionales. Debió improvisar generales entre hombres que ayer habían sido comerciantes, abogados o estancieros. Sus cuadros de mando eran patriotas más que estrategas. Algunos cumplieron con lealtad y coraje; otros lo traicionaron con su mediocridad o su ambición. Esa desigualdad explicaba en parte las dificultades del ejército patriota: había oficiales valientes, pero también otros que no alcanzaban el nivel que la guerra exigía.


Y sin embargo, esa limitación se volvió parte de su grandeza. Supo inspirar obediencia en improvisados, transformar paisanos en oficiales, dar mando a quienes jamás habían visto un mapa militar. En los primeros tiempos, muchos de sus jefes eran más hombres de causa que profesionales de la guerra. Y en eso radica el milagro: Belgrano convirtió la fragilidad en motor, la inexperiencia en aprendizaje, la urgencia en escuela.


Mientras Napoleón podía apoyarse en mariscales de hierro y Alejandro en veteranos macedonios, Belgrano tuvo que hacer lo imposible: enseñar a ser generales a quienes apenas habían sido soldados el día anterior. Y en ese milagro de pedagogía militar radica una parte silenciosa de su genio: hacer de un pueblo en armas un ejército capaz de disputar batallas memorables.

 

Clausewitz: el contemporáneo improbable


Muchos historiadores han querido forzar una conexión entre Belgrano y Clausewitz, como si el abogado porteño hubiese tenido en su mesa de campaña los mismos tratados que circulaban en Berlín. Pero no hay pruebas de que lo haya leído. Clausewitz publicaba en Europa mientras Belgrano luchaba, enfermaba y moría en América. El océano, la distancia y la urgencia de la guerra hacían improbable ese puente de papel.


Y, sin embargo, las ideas se rozan como si fuesen hermanas. Clausewitz escribió que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Belgrano, que no citaba filósofos militares, lo demostró en cada proclama: cada batalla era un acto político, cada movimiento militar llevaba implícito un mensaje a la población y al enemigo. No combatía solo con balas: combatía con símbolos, con banderas, con arengas.


Clausewitz habló de la moral como fuerza decisiva, superior incluso a los cañones. Belgrano lo practicó desde el primer día: sus tropas mal vestidas, mal armadas, mal alimentadas, resistieron porque creían en algo más grande que ellos mismos. El entusiasmo del pueblo, decía Belgrano, fue la pólvora verdadera de Tucumán y Salta.


Clausewitz describió la fricción, esa ley que convierte todo plan en incertidumbre cuando entra en contacto con la realidad. Belgrano lo conocía de memoria: marchas bajo la lluvia, soldados que desertaban, pólvora mojada, caballos que no llegaban. Ningún esquema resistía intacto. Pero allí estaba él, corrigiendo, improvisando, rehaciendo. La fricción no lo paralizaba: lo volvía más obstinado.


Quizá ahí radique su grandeza: que sin academias ni manuales, sin tratados ni bibliotecas castrenses, Belgrano llegó por intuición y práctica a las mismas conclusiones que el prusiano encerrado en sus despachos. Como si la historia, en su ironía, hubiera querido probar que no siempre hacen falta libros para pensar como los grandes capitanes: a veces basta con la lucidez, el coraje y la desesperación de un pueblo en armas.

 

Belgrano, entre los clásicos y la tierra


Belgrano tomó de Calderón la convicción de que la milicia es religión; de Cervantes, la dignidad del loco que pelea contra molinos porque sabe que sin locura no hay grandeza; de Aníbal, la audacia para quebrar imperios y la astucia para hacer del viento y del polvo aliados; de Alejandro, la movilidad que vuelve invencible y el gesto del jefe que nunca bebe lo que su tropa no ha probado; de César, la combinación de armas y el poder del relato que convierte la guerra en política y la política en guerra; de Homero, la épica de los pueblos que resisten aunque parezcan condenados; y de Sun Tzu, aunque fuera por ecos indirectos, la sabiduría de la concentración y el engaño como llaves de la victoria.


No fue un simple imitador: fue un creador. Tomó esas lecciones y las fundió en el crisol de la experiencia, con la realidad de un pueblo en armas, con la geografía del norte argentino, con la precariedad de ejércitos improvisados. Cada derrota lo hizo más sabio, cada victoria más consciente del precio de la gloria.


En él convivieron los libros y la tierra. Los clásicos le daban las herramientas; el barro, el hambre y la incertidumbre de sus soldados le daban la medida exacta de la guerra real. Y allí, en ese cruce de mundos, nació un general que sin academias ni mariscales logró tallar victorias que todavía resplandecen.


Belgrano no copió la historia: la reescribió en la lengua áspera del Río de la Plata. Entre la biblioteca y el campo de batalla, entre los clásicos y la tierra, se forjó el conductor que hizo de la lectura pólvora y de la patria una causa digna de morir.

 

Conclusión: el estratega de las letras y la pólvora


Belgrano demuestra que el arte militar no es propiedad exclusiva de las academias ni de los salones de uniforme bordado. Se puede aprender en los libros, en la filosofía, en el teatro y en la poesía, si se tiene la lucidez de unir todo ese conocimiento en el fuego de la acción.


Por eso, al recordarlo, no debemos verlo solo con la bandera en mano, sino también rodeado de libros, citando a Calderón, recordando a Alejandro, admirando a Aníbal, evocando a Homero y llevando dentro de sí la dignidad del Quijote, que pelea contra molinos porque sabe que sin esa locura no hay grandeza posible.


No fue solo un general: fue un lector que convirtió las páginas en estrategias, un abogado que transformó la retórica en pólvora, un hombre enfermo que caminó al frente de sus soldados con el coraje de quien sabe que la patria es un sueño demasiado grande como para dejarlo en manos de otros.


Y por eso, cuando algunos dicen con desdén que Belgrano no era militar, sino abogado, la respuesta debería ser épica: sí, fue abogado… y con su toga rota y sus libros convertidos en armas, levantó ejércitos de harapos y escribió, con pólvora y sangre, algunas de las páginas más gloriosas de la historia militar argentina.


Belgrano fue, en definitiva, el estratega de las letras y la pólvora: un capitán que sacó del polvo de los clásicos la chispa para encender batallas, y del dolor de su pueblo la fuerza para resistir hasta el límite.


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