Belgrano y el ejército: hombres honrados o nada
- Roberto Arnaiz
- 22 ago
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Manuel Belgrano nunca soñó con uniformes ni con charreteras. Era abogado, economista, hombre de libros. Y sin embargo, la Revolución lo arrastró al barro: le entregaron un ejército deshecho, sin botas ni fusiles, y le dijeron: “Defiéndanos”. Lo hizo. Pero no pensó nunca al ejército como máquina de matar, sino como escuela de virtudes. Su idea no era formar soldados autómatas, sino ciudadanos con uniforme. Creía que la Patria debía sostenerse en la moral y en la educación, incluso en los campos de batalla.
Para Belgrano, un soldado no podía ser un bruto con sable ni un mercenario al servicio del que mejor pagara. Tenía que ser ciudadano, ejemplo, espejo. Admiraba la sentencia de Calderón de la Barca: “La milicia no es más que una religión de hombres honrados”. Y la hizo carne. Mientras otros generales soñaban con medallas, él quería que sus soldados aprendieran a leer, a rezar, a pensar. Un ejército ignorante era pólvora mojada: servía para la obediencia ciega, no para la libertad. En más de una ocasión pidió que se abrieran escuelas en los cuarteles, que los oficiales se preocuparan por la formación cultural y moral de la tropa, porque sabía que la ignorancia era el arma más peligrosa del enemigo.
Mírenlo en acción: organizó el Éxodo Jujeño y con ese gesto arrastró al pueblo entero —mujeres, niños, ancianos— en un sacrificio colectivo pocas veces visto. No era una retirada vergonzosa, era la demostración de que la Patria se construía con sudor y cenizas, con la renuncia a todo lo propio en nombre de lo común. Mandó incendiar las casas, arrastrar el ganado, dejar tierra arrasada para que el invasor no encontrara nada. Eso no se hace sin confianza en la causa. Eso no se hace si el ejército es visto como fuerza opresora. Fue la unión del pueblo y el ejército bajo un mismo sacrificio.
Después, en Tucumán y Salta, triunfó sin cañones modernos, con soldados que peleaban descalzos, pero sabiendo que luchaban por algo más grande que ellos mismos. Cuando el Directorio le ordenó retirarse hasta Córdoba, Belgrano desobedeció: prefirió confiar en el espíritu de la tropa y en el pueblo tucumano. Allí, contra todo cálculo, derrotó a los realistas. Y en Salta confirmó que el ejército no solo podía defender, sino también avanzar. Fue el sostén de la Revolución en su hora más crítica.
Belgrano despreciaba los abusos del uniforme. “El soldado de la Patria debe ser modelo de virtud”, repetía. No verdugo del pueblo, no matón con licencia, no caudillo de bayoneta fácil. Virtud. Esa palabra gastada hoy, pero que para él era más fuerte que cualquier reglamento. El ejército debía inspirar confianza, no miedo. Y él lo demostró con su propia conducta: austero, riguroso, dispuesto a compartir las privaciones de sus hombres. Nunca se ubicó en la comodidad de los que mandan desde lejos.
Quería además que el ejército educara. Propuso escuelas en los cuarteles, enseñanza de oficios, instrucción religiosa y moral. Porque, decía, la disciplina era más sólida cuando se sostenía en la conciencia y no solo en el miedo. La tropa no debía ser una multitud de brazos, sino una comunidad de ciudadanos. De allí su empeño en que los soldados entendieran por qué peleaban, que vieran la bandera como símbolo de libertad y no como simple enseña militar.
Belgrano también se ocupó de la organización material del ejército. Redactó reglamentos, insistió en la disciplina, controló gastos, y al mismo tiempo, dio ejemplo con su renuncia a los premios. El dinero que se le otorgaba por las victorias lo destinaba a fundar escuelas. Para él, la gloria militar sin educación era humo. ¿Qué sentido tenía ganar batallas si el pueblo seguía en la ignorancia?
Su visión del ejército estaba unida a su proyecto social. No concebía un cuerpo armado separado de la nación, sino integrado a ella. Por eso proclamó a los pueblos originarios que no venía a conquistarlos sino a liberarlos; por eso reconoció en las mujeres no solo la fuerza de la retaguardia, sino el papel de formadoras de futuros ciudadanos. El ejército debía reflejar esa Patria en gestación: inclusiva, austera, sacrificada.
Y después, la coherencia. Nunca se enriqueció con el ejército, nunca convirtió su rango en negocio. Murió pobre, casi olvidado, con la espalda recta. Su ejército era eso: disciplina, moral, sacrificio. No era una maquinaria de gloria personal, sino un instrumento de construcción colectiva. Su mando no buscaba perpetuarse: era servicio, no ambición. Su autoridad nacía del ejemplo.
¿Y hoy?
Dos siglos después, el ejemplo de Belgrano sigue vivo. Su pregunta resuena con fuerza: ¿qué hace valioso a un ejército? No son las armas ni los uniformes impecables. Es la integridad moral, la honestidad, la disciplina y el sacrificio.
El ejército que Belgrano soñaba era una escuela de virtudes. Un espacio donde la Patria se defendiera no solo con fusiles, sino con valores. Un ejército de ciudadanos que, al ponerse el uniforme, no dejaban de ser parte del pueblo, sino que lo representaban con dignidad.
Belgrano murió sin fortuna, sin mármol ni coronas, pero con el alma intacta. Nos dejó un mensaje claro: la verdadera fuerza militar no se mide en cañones, sino en coherencia. Sin virtud, la Patria se debilita. Con virtud, encuentra su sostén más firme.
Su legado más grande es coherencia. Mientras otros buscaban poder, él lo rechazaba. Mientras otros pedían recompensas, él las donaba. Mientras otros se disputaban cargos, él insistía en educar. Y hasta el último día sostuvo que sin valores no había Patria posible.
Hoy, al recordarlo, no se trata de mirar con crítica, sino con inspiración. Belgrano nos convoca a pensar qué virtudes queremos defender y transmitir. La pregunta vuelve, escrita en hierro: ¿cómo honramos hoy la herencia de los hombres honrados?






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