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Bodas en La Mancha


Era viernes por la tarde cuando partimos hacia la boda. El coche avanzaba por los caminos de Castilla la Mancha como un escarabajo de hierro entre el terciopelo verde de los campos. El paisaje no era un cuadro: era un tapiz vivo, vibrante, hecho de mil tonos distintos de verde, olivo y oro. La tierra suspiraba ese aire espeso y cálido de los días felices, y yo, con el codo en la ventanilla y el corazón en vilo, sentía que me estaba adentrando en un territorio de sueños.


Allá, entre las suaves ondulaciones del horizonte, juraría que lo vi. La figura flaca, desgarbada, gloriosa. Alonso Quijano emergiendo del polvo como si hubiera estado esperando siglos este casamiento. Me froté los ojos. ¿Era un espejismo, una travesura de mi imaginación… o simplemente la realidad más pura que uno puede alcanzar en estas tierras? Porque en La Mancha, uno no sabe nunca dónde empieza la ficción y dónde termina la vida.


Entonces lo comprendí: Cervantes, el muy sabio, el más loco de todos nosotros, jamás escribió sobre una boda en estas tierras. No porque no lo hubiera pensado, sino porque nos dejó a nosotros la tarea. Nos entregó la pluma invisible del deseo, para que cada uno componga su propia historia de amor, su propio delirio con aroma a azafrán y vino tinto.


Yo comencé a soñar.


Vi a Alonso vestido de gala: su armadura reluciente bajo el sol, como si cada abolladura hablara de una batalla ganada al ridículo. Su casco-palangana relumbraba con orgullo nuevo. A su lado, Rocinante trotaba firme, bien alimentado por primera vez en años, llevando una montura que no parecía de este mundo. Y entonces apareció ella: Dulcinea, convertida por fin en carne y hueso, con un vestido bordado de margaritas y un andar que desafiaba la lógica de la gravedad. ¿Qué le diría el Quijote al verla llegar al altar? ¿Qué versos torpes, qué promesas eternas saldrían de esos labios resecos por el sol y la esperanza?


No podía dejar de imaginar, de soñar, de inventar. Y en ese delirio comprendí que ese era el regalo más grande de Cervantes: nos dejó las puertas abiertas para que entremos, como invitados de lujo, a vivir la historia que falta.


La boda aún no había comenzado. Pero ya estábamos dentro de una. La más hermosa. La nuestra. ¿Seguimos?

 

El Amor que Une dos Corazones de la Mancha


Aún tenía en la retina el brillo del casco de Alonso Quijano, ese que creí ver al doblar una curva de la carretera. No sabía si había sido un espejismo o un regalo de la imaginación, pero ahora, frente a mí, ese delirio manchego cobraba forma humana: se llamaba Julio César, y tenía en los ojos el mismo fuego que uno se imagina en los que salen a pelear contra gigantes.


La Roda. Pueblo valiente de Castilla la Mancha. De calles empedradas que crujen como huesos viejos bajo los zapatos de los enamorados. Esa noche, la del sábado, el pueblo parecía ensancharse como el pecho de un padre orgulloso. Las luces cálidas en las ventanas eran como guiños de siglos enteros, y el aire tenía gusto a tierra y a espera. En ese rincón de la España profunda, las almas de dos pueblos, Valera y La Roda, estaban a punto de entrelazarse para siempre.


La casa de Consuelo era un hervidero. Un hormiguero de emociones, una caldera manchega donde hervían siglos de orgullo familiar, ajos, mariscos y buen vino. Las ensaladas rusas, el jamón que se partía con la mirada, el ajo arriero picante como las discusiones de sobremesa, y los mariscos —esos náufragos felices de la costa—, convivían en una mesa que parecía dispuesta para una última cena, pero de alegría.


La familia de Julio César, de Valera, llegó como si trajeran el viento en la espalda y el alma en el sombrero. Se fundieron con la de Consuelo como se funden los ríos que ya no pueden separarse. Y ahí estábamos nosotros, María Fabiana y yo, mirándolo todo con ese asombro callado de los que saben que están presenciando algo que merece ser contado. Lo que se respiraba no era solo tradición. Era algo más antiguo: una comunión pagana bendecida por la luna y por los murmullos de los que ya no están.


Fue entonces que Julio César se levantó. Con la seriedad solemne de un caballero andante, se puso de pie. El tío Pascual, que ya iba por la tercera caña, murmuró que nunca había visto cantar tan lindo a un manchego que no fuera borracho o despechado. Y sin embargo, ahí estaba Julio César, sobrio y enamorado, lo que era mucho más raro. Sin guitarra, sin palmas, sin nada. Solo su voz.


Mocita dame el clavel

Dame el clavel de tu boca...


La copla brotó de su pecho como si la tierra hablara. Era una canción sencilla, pero cada palabra tenía la densidad de una promesa escrita con sangre. En su voz vibraba la historia entera de los que aman sin garantías. Las paredes la devolvían como si hubieran estado esperando ese momento toda su vida. Consuelo temblaba. Emocionada. Y no era la única.


Tras la última estrofa, él caminó hacia ella. Sin decir nada. Ella tampoco. Y entonces se besaron. Pero no fue un beso de postal ni de película. Fue un tratado sin firma que llevaba el peso de los siglos. Fue el gesto de dos almas que sabían que estaban apostando todo. En ese beso estaban los molinos, las mulas, los campos de cebada, los silencios de las madres, las historias vividas, las bendiciones de los abuelos y los brindis que vendrían. Fue un beso con raíces.


María Fabiana me apretó la mano. Yo también tenía los ojos húmedos. Porque en ese instante entendí que no estábamos presenciando un casamiento: estábamos asistiendo a la continuación de la historia que Cervantes nos había dejado inconclusa. Nos había dado a Alonso Quijano, sí, pero no su boda. Nos dejó el espacio en blanco para que lo llenáramos con nuestra propia locura, con nuestro propio amor.


La noche se quedó suspendida en el aire como un farol colgado de las estrellas. Pero aún quedaba más. La iglesia aguardaba, con sus bancos que han escuchado más confesiones que un convento, con su aire de sentencia y su cruz de madera gastada. Allí se sellaría lo que ya era inevitable. Y luego —si quedaban sobrevivientes, como decía mi abuelo con sorna— el domingo nos encontraría descalzos, abrazados al recuerdo, brindando con lo que quede.


Porque en La Mancha, las bodas no terminan. Se transforman en leyendas. Y esta, la de Julio César y Consuelo, ya empezó a escribirse.

 

La Ceremonia: Cuando Tres Almas se Unen


Una boda católica no es cosa de dos. No, señor

.

Es una unión de tres: él, ella... y Jesucristo. El único invitado que no necesita invitación ni asiento, pero que lo llena todo. Porque el matrimonio —y esto conviene decirlo alto, aunque tiemble el púlpito— es el único sacramento que no es individual. No se recibe en soledad como el bautismo, la confesión o la unción. Se camina de a dos. De a tres, en realidad. Y se camina para siempre.


La Iglesia del Salvador, ahí en el corazón de La Roda, con sus muros del siglo XVI, cuando el Quijote aún no había cabalgado ni en la mente del propio Cervantes, abría sus puertas esa tarde como una catedral hecha de aire, piedra y esperanza. Sus muros, curtidos por siglos de oraciones y secretos, se preparaban para sellar una historia con nombres y apellidos: Julio César y Consuelo.


Ahí estaba él. El novio. Avanzando como un niño que entra al bosque de los cuentos, de la mano de su madre, Pilar. Sus ojos la buscaban como se busca un faro en la tormenta. Ella lo guiaba con ternura y orgullo feroz, como si cada paso fuera un bordado de amor antiguo. Era un desfile íntimo, una marcha silenciosa hacia el corazón de lo eterno.


Y luego, ella. Consuelo. Del brazo de su padre. Con un vestido blanco tan inmaculado que hasta Dulcinea lo habría envidiado. Caminaba como una flor que florece con cada paso. Luminosa, firme, con la fuerza serena de quien sabe que está cumpliendo un destino. En ese instante, en el aire contenido de la iglesia, comenzó a sonar “Si me dieran a elegir”. Flamenco. Con ese tono que no se escucha, se siente. Se mete en los huesos. Remueve. Aprieta el pecho. Y lo llena de fuego.


El sacerdote —representante de Cristo y nexo entre lo visible y lo invisible— no recitaba: invocaba. Mezclaba lo sagrado con lo humano, lo divino con lo manchego. Y entonces propuso lo inesperado: llenar una mochila. No con objetos, sino con valores. Los que sostendrían esa unión para siempre.


Primero, su historia. Doce años juntos. Doce. Una vida. Mil batallas ganadas y perdidas. Risas, viajes, silencios, enfermedades, abrazos, dudas y certezas. Un amor amasado con la harina de la vida real. Luego, pusieron la responsabilidad. Después, la lealtad. Y luego, claro, a Jesucristo. Porque no estaba como adorno ni como estampita: era el tercero que sostenía la unión. No observaba: participaba. Estaba ahí, sentado entre ellos, bendiciendo cada gesto, cada palabra.


Finalmente, colocaron el futuro. Un salto al vacío con los ojos llenos de luz. Sus esperanzas, sus ilusiones, sus sueños, todos dentro de esa mochila invisible. Como buenos manchegos, apuestan al futuro con la misma pasión con la que el Quijote embestía contra los molinos. Porque aquí, la ilusión no es debilidad: es combustible.


La emoción subía como una marea que nadie quería detener.Y entonces sonó el Ave María. También flamenco. Casi sobrenatural. Sublime, si me permiten la palabra. La Virgen descendía entre los acordes, tocando con delicadeza las fibras más escondidas del alma. Yo, lo confieso, lloré. Sin vergüenza. Porque eran lágrimas de verdad. Lágrimas de los que saben que están viviendo algo que no se repite.


Los novios firmaron el libro de sacramentos sobre el altar. Luego, los testigos. Luego, el sacerdote. Las fotos, las risas, los abrazos... todo tenía el peso de lo eterno. Como si el tiempo se hubiese detenido entre las páginas abiertas de una Biblia.


Y entonces, la salida.


Inolvidable. Bajo un cielo manchego más azul que nunca, los esperaban pétalos y arroz. Un conjunto flamenco lanzó al aire sus guitarras y palmas. Y entonces estalló el grito de la multitud, esa frase que es puente entre lo terrenal y lo divino:


—¡Vivan los novios!

—¡Que se besen, que se besen!


Y se besaron. Por supuesto que se besaron.


Y ese beso, cargado de historia, fe y ternura, selló más que un sacramento: selló una leyenda.


Porque cuando el amor es verdadero, el alma se viste de domingo, la historia se vuelve canto, y el pueblo entero —Valera, La Roda, la Mancha entera— se une en un mismo latido.

 

La Fiesta: Cuando el Amor se Hace Música


Finalmente, llegó la fiesta.


Y no era una fiesta cualquiera. Era una celebración que parecía arrancada de las entrañas de la Mancha, cocinada con sol, amasada con vino, servida con carcajadas y lágrimas. Empezó con un almuerzo inolvidable. Increíble, sí, como esos que uno no olvida aunque pasen veinte años. Platos que hablaban solos. Gente que hablaba a gritos. Risas que no necesitaban explicación.


Los amigos —esos que siempre llegan con la complicidad a cuestas— no tardaron en hacer lo suyo: las bromas de rigor, las anécdotas imposibles, las imitaciones, las promesas de toda la vida. Las tradiciones se mezclaban con las improvisaciones. Había cuentos que nadie sabía si eran ciertos, pero todos escuchaban con devoción. La sobremesa fue un festival de historias compartidas. Y entre bocado y brindis, yo pensaba…


¿Cómo habría festejado el Quijote una boda así?


Tal vez así mismo. Rodeado de gente buena. Con Rocinante pastando al fondo y Sancho Panza contando chistes de taberna. Porque cuando uno ama de verdad, no hay distancia ni locura ni molino que lo detenga. El amor vuelve posible lo imposible. Y ese día, la fiesta era prueba viva de que los sueños —a veces— se cumplen.


El baile no se hizo esperar. Para todos los gustos.


Flamenco, por supuesto: palmas, zapateos y gritos que sacuden las paredes. Jota, con pañuelos al viento y raíces bien hundidas. Rock español, para los nostálgicos con alma de rebelde. Latino, para los cuerpos que piden movimiento. Y otra vez flamenco. Porque el alma, cuando se enciende, pide volver a sus brasas.


La noche avanzó como una vieja carreta de alegría: chirriante, cargada, pero imparable. Y cuando ya quedaban pocos valientes en pie —los verdaderos héroes de la resistencia—, llegó el desayuno del domingo. Familiar. Cálido. Con tostadas, café, chistes mal dormidos y ojos que brillaban más de lo habitual. No quedaban fuerzas, pero sí gratitud.


Los novios, con las maletas llenas de ilusión, partieron hacia Italia, tierra de lunas de miel con aroma a historia y vino tinto. El resto volvió a sus vidas, pero ya no eran las mismas. Algo había cambiado. Algo se había encendido.


Y yo, mientras volvía por los caminos verdes de Castilla-La Mancha, agradecía.


A Cervantes, primero. Por haber dejado ese capítulo sin escribir. Por confiar en que nosotros lo completaríamos. Por invitarme a soñar.


Y a Julio César y Consuelo… les agradezco que nos hayan dejado entrar. Que nos hayan permitido vivir con ellos una historia que ya es leyenda.


Porque en La Roda, ese día, el amor no solo se celebró. Se escribió.


Y quedará, para siempre, en la memoria de los que tuvimos el privilegio de estar ahí.


Y si acaso Cervantes no escribió jamás la boda de su caballero andante, fue tal vez porque sabía que algún día, en algún rincón de la Mancha, habría una que lo honraría mejor que cualquier ficción.


Esta fue esa historia.

Y nosotros, los afortunados testigos.




 
 
 

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