¿Qué es un Califato? Las dos caras de una moneda
- Roberto Arnaiz
- hace 6 días
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Mosul, 2014. Afuera, el aire huele a polvo, a plástico quemado, a miedo rancio. Un hombre vestido de negro sube al púlpito de una mezquita tomada. Se ajusta el reloj, carraspea y se proclama califa. No es un sabio. No es un santo. Es un fanático con ínfulas de emperador. Desde ese instante, miles de hombres armados lo siguen. Destruyen lo que no entienden. Asesinan a quien respira distinto. Ha nacido un nuevo califato… de fuego, de metralla, de cenizas.
Comenzar por el final puede parecer extraño. Pero hay ideas que solo se entienden cuando se ven distorsionadas. El califato, por ejemplo. Para comprender su gloria, primero hay que mirar de frente su sombra.
El califato es una espada. En manos sabias, defiende la justicia. En manos enfermas, degüella inocentes. A veces reluce bajo el sol; otras, gotea sangre en la penumbra. Puede ser una ciudad de mármol donde florecen los libros o un campo de huesos en llamas. Todo depende de quién la empuñe.
Un califa, en teoría, es el sucesor espiritual del Profeta. En la práctica, ha sido muchas veces un emperador con turbante que juega a ser Dios y cobra impuestos en nombre del Cielo. El califato es, así, el intento —a veces místico, a veces brutal— de fusionar religión y poder absoluto en una sola figura.
En el siglo X, Abd al-Rahman III proclamó el Califato de Córdoba. Y no levantó un ejército. Levantó una ciudad. Mientras en otras partes de Europa se debatían entre la superstición y el lodo, Córdoba tenía luz en las calles, hospitales, filósofos, astrónomas, poetas. Las bibliotecas eran catedrales de papel. Las fuentes murmuraban poesía en los patios. Las cúpulas parecían flotar, y los libros dormían como gatos bajo lámparas de aceite. Y lo más extraño: allí convivían musulmanes, judíos y cristianos sin necesidad de trincheras.
Un zapatero de Granada, con olor a cuero viejo y siglos encima, lo resumió sin vueltas: “El califa mandaba, sí… pero con libros, no con fusiles ni cámaras GoPro.”
Pero la gloria no se hereda. Se defiende o se pudre. El Califato de Córdoba se fragmentó como vidrio mal templado. Aparecieron los reyes de taifas, los cuchillos en la noche, los pactos podridos. Y mientras los suyos peleaban entre sí, los de afuera esperaban con paciencia. Cuando entraron, no encontraron califas. Solo ruinas.
Los imperios mueren como mueren los hombres: de orgullo o de exceso de silencio.
Mil años después, otro hombre se proclama califa. Esta vez no hay bibliotecas. Hay banderas negras, ejecuciones filmadas y mujeres encadenadas. El llamado Estado Islámico no fue un estado ni islámico. Fue una pesadilla con reglas, impuestos, esclavos y crucifixiones. Mientras ejecutaban a disidentes, subían videos con filtros de Instagram. Había sangre en las calles… y hashtags en la pantalla. Decían regresar a los tiempos del Profeta. Lo que hicieron fue instaurar el terror con lenguaje sagrado y dinamita.
Un taxista en Estambul, con la cara arrugada de tanto ver ruinas por televisión, soltó entre dientes: “Los califas de antes escribían poesía. Los de ahora manejan redes sociales y minas antipersonales.”
El califato del ISIS duró poco. Pero lo suficiente para dejar huellas, traumas, refugiados, fosas comunes. Lo suficiente para recordarnos que el fanatismo no nace: se cultiva. Y cuando florece, no da frutos. Da fuego.
En Occidente, la palabra califato activa alarmas. Pero rara vez activa preguntas. Y sin preguntas, solo queda el miedo.
Así que volvemos a la espada. El califato puede cortar cadenas o gargantas. Puede abrir caminos o cavar tumbas. Córdoba fue faro. Al-Raqa, cuchilla. La misma palabra. Dos destinos.
Cuando alguien hable de restaurar el califato, conviene preguntar con calma: ¿quiere construir una biblioteca o cavar una fosa?
Para quien desee entender la maravilla cultural que fue Córdoba, recomiendo mi libro Ecos de España: Un Viaje a Través del Tiempo y el Alma.
Y para quien se atreva a descender al oscuro laberinto donde los ideólogos convierten la fe en pólvora, le sugiero Medio Oriente: La Verdad.
Porque el califato no es una reliquia. Está ahí, respirando en las grietas del mundo. Esperando al próximo iluminado con sed de gloria y cuchillos en la manga. ¿Será la próxima vez faro… o cuchilla?

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