¿QUÉ ES LA LIBERTAD?
- Roberto Arnaiz
- hace 6 días
- 5 Min. de lectura
La libertad. Esa palabra tan venerada en discursos de políticos y tan traicionada en sus acciones. Tan gritada en las revoluciones y tan olvidada en las burocracias. Tan vendida como eslogan, tan mutilada en la práctica. Todos la reclaman, todos la aplauden, pero pocos se animan a cargar con su peso. Porque la verdad es esta: la independencia no es cómoda. Es un animal salvaje que no se deja domesticar, y nadie quiere un animal salvaje en su sala de estar.
Nos han llenado la cabeza con imágenes de la autonomía envuelta en celofán patriótico, en constituciones que nadie lee, en canciones pegajosas que repiten la palabra hasta vaciarla de significado. Pero si nos detenemos un segundo a pensar, la cosa se complica. ¿Ser libre significa hacer lo que se nos da la gana? ¿No rendir cuentas a nadie? ¿Romper todas las cadenas o simplemente elegir de qué color queremos nuestras cadenas?
Libertad: la capacidad de actuar según la propia voluntad, sin más limitaciones que las que imponga la responsabilidad o la fuerza de otros. Suena bien en teoría, pero en la realidad es un terreno fangoso. Porque para ser libre hay que aceptar el vértigo de no tener a quién culpar. Y eso, para muchos, es insoportable.
Nos dicen que vivimos en sociedades libres. Podemos elegir entre veinte marcas de galletitas en el supermercado, pero no decidir si queremos vivir en un mundo donde el dinero lo compra todo. Podemos votar cada cuatro años, pero siempre terminamos eligiendo entre los mismos rostros con diferentes corbatas. Nos juran libertad de expresión, pero si decimos algo que incomoda demasiado, nos cancelan con la precisión de un verdugo medieval.
Las redes sociales nos prometieron un mundo sin censura, donde todos podían hablar sin restricciones. Y sin embargo, nos encontramos atrapados en algoritmos que deciden qué vemos, qué pensamos y, sobre todo, qué ignoramos. Nos creemos rebeldes por dar nuestra opinión en Twitter, pero nuestra indignación ya estaba programada de antemano. Creemos que elegimos, cuando en realidad somos guiados como ratones en un laberinto digital, donde cada paso ya fue diseñado para que creamos que es nuestro.
El control es sutil. No necesitamos barrotes si la mente ya está convencida de que es libre. No hace falta prohibir con cadenas ni decretos si podemos ser distraídos hasta la asfixia. Mientras más nos entretienen, menos cuestionamos. Y si alguien empieza a pensar demasiado, el ruido mediático se encarga de silenciarlo, ridiculizarlo o sepultarlo en el olvido.
Miren la historia. Desde los esclavos de Espartaco hasta los obreros de Chicago, desde los revolucionarios franceses hasta los pueblos que hoy mismo se sublevan contra sus tiranos, la humanidad ha estado llena de personas que no soportaron la idea de vivir arrodilladas.
El movimiento por los derechos civiles en EE.UU. liderado por Martin Luther King, demostró que la libertad no es un regalo, sino una conquista. En los años 60, los afroamericanos luchaban por una igualdad que se les había negado durante siglos. Protestas, discursos, marchas, y cada paso hacia la emancipación pagado con sangre y sacrificio. Y hoy, a pesar de esas victorias, la lucha sigue. Porque este derecho esencial no es un trofeo que se gana y se guarda en una repisa, sino un esfuerzo constante, un campo de batalla que nunca se abandona.
La Primavera Árabe prometió romper las cadenas de dictaduras de décadas, pero en muchos casos solo cambiaron de amos. La democracia es un espejismo si no viene acompañada de justicia económica, de pensamiento crítico, de capacidad de acción. Y cuando las grandes potencias descubren que un pueblo quiere autodeterminarse, muchas veces intervienen para recordarles que hay límites a lo que pueden aspirar.
No todo es culpa del poder. La autonomía asusta, y por eso muchos prefieren entregarla. Erich Fromm lo explicó en El miedo a la libertad: la mayoría de las personas no quieren ser realmente independientes, porque eso significa cargar con la responsabilidad de su propia vida. Prefieren un sistema que les diga qué hacer, cómo vivir, en quién creer. Porque la incertidumbre es aterradora, y pocas cosas generan más vértigo que la ausencia de certezas.
Étienne de La Boétie, en Discurso sobre la servidumbre voluntaria, describió cómo la gente, por miedo o comodidad, acepta ser gobernada sin cuestionar. Se entregan voluntariamente a estructuras que les prometen estabilidad a cambio de obediencia. Y es que ser libre no es solo romper cadenas, sino también asumir las consecuencias de no tenerlas.
El vértigo de la independencia es insoportable para muchos. Tomar decisiones sin manual de instrucciones, sin un jefe o un líder que marque el camino, puede ser paralizante. Por eso, incluso cuando se nos da la posibilidad de elegir, muchos buscan refugio en ideologías rígidas, en autoridades indiscutibles, en normas que los protejan de la incertidumbre. Es más fácil ser obediente que ejercer el propio criterio, más cómodo culpar al sistema que hacerse responsable del propio destino.
Nos dicen que vivimos en la era de la información y la hiperconectividad, pero lo que no nos cuentan es cómo la tecnología se ha convertido en el arma más eficiente contra la libertad. Los algoritmos deciden qué vemos en nuestras pantallas, nos persuaden con publicidad personalizada, nos etiquetan según nuestro comportamiento y nos encasillan en burbujas donde solo escuchamos lo que queremos oír.
El "mercado de la atención" es la nueva cadena invisible. Nos creemos dueños de nuestras decisiones, pero cada clic que damos está diseñado para moldearnos. Ya no hace falta un dictador para decirnos qué pensar. Lo hacen nuestras redes, nuestras tendencias, nuestros propios impulsos manipulados.
Las redes sociales han convertido la vigilancia en entretenimiento. Compartimos cada aspecto de nuestras vidas sin notar que nos convertimos en datos para ser explotados. Nuestros deseos, nuestras opiniones, incluso nuestros miedos más íntimos son analizados y usados en nuestra contra. ¿Qué tan libre puede ser alguien cuyo pensamiento es moldeado por un algoritmo?
¿La veneramos en los discursos mientras la evitamos en la práctica? ¿La reclamamos solo cuando nos conviene? ¿O nos animamos a vivir con ella, aunque eso implique perdernos en el camino, aunque nos haga tambalear, aunque nos deje sin pretextos para nuestras miserias?
La verdadera independencia no es una declaración de derechos ni un cartel luminoso en una plaza. Es la elección diaria entre ser dueño de uno mismo o dejar que otros decidan por nosotros. Es un salto al vacío, una llama que hay que alimentar todos los días.
Porque si no la usamos, si la dejamos oxidarse en un rincón de nuestra conciencia, entonces, amigo mío, nunca fuimos realmente libres. Solo fuimos cómplices de nuestra propia jaula.
No es un regalo, es un músculo que, si no se usa, se atrofia. Y cuando quieras recuperarla, quizás ya no recuerdes cómo se sentía.

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