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Borges y la corrida eterna: del mito apócrifo al símbolo verdadero


Hay frases que brillan como espejos rotos: deslumbran, engañan, y no reflejan a nadie. Algunas se repiten en sobremesas, en redes, en placas con tipografía dorada, como si fueran oráculos de bolsillo. Una de ellas le atribuye a Borges una feroz condena a la tauromaquia. El texto —viral, rotundo, indignado— dice:


“La tauromaquia es una de las formas vigentes de la barbarie. En cuanto a la figura del torero, creo que es esencialmente un cobarde. Un hombre que con todo un aparato racional de estrategias, entrenamientos, armas, estocadas practicadas, clases y mucho estudio premeditado, se mide frente un animal pasmado por la sorpresa, por la ansiedad; un animal que no tiene otro recurso que los reflejos de su instinto primario. Bajo esa disparidad podemos medir el valor de los toreros. La valentía verdadera no soporta desniveles tan abusivos. Por eso para mí los toreros no son valientes, sino más bien bufones; los bufones de la valentía”.


Pero no. Borges no dijo eso. Y si lo hubiera dicho, lo habría dicho de otro modo: sin juicio, sin estruendo, sin ideología. Con símbolo. Porque Borges, el mismo que amaba las sagas nórdicas, los laberintos, los cuchillos, los espejos y el ajedrez, no lanzaba condenas: elaboraba figuras.


Nunca escribió un ensayo sobre la tauromaquia. Ni en Otras inquisiciones ni en ningún otro libro suyo aparece una reflexión directa sobre el tema. Pero podríamos imaginar cómo lo habría hecho. Porque si algo amaba Borges era la metáfora, y pocos rituales ofrecen más carga simbólica que una plaza de toros.


La corrida, vista con sus ojos, no sería un espectáculo: sería una tragedia circular. Un rito antiguo. Un teatro sagrado en el que no se juega el valor, sino el destino. No habría aquí moraleja ni escándalo. Solo representación.


El toro, en esa mirada, no sería simplemente un animal. Sería el Minotauro sin laberinto. La ceguera del instinto. La irrupción del caos puro. Embiste como embisten los terremotos, las pasiones o las pandemias: sin razón, sin futuro, sin piedad. Es la fuerza salvaje del mundo antes del lenguaje.


El torero, entonces, no sería un ejecutor, sino un símbolo. Representaría al hombre civilizado, al artífice. El que transforma el miedo en danza, el peligro en coreografía. Su capa no es un arma, sino un gesto. Una gramática de la elegancia frente al horror. En él hay algo del sacerdote, algo del artista, algo del filósofo que, sabiendo que no puede vencer a la muerte, al menos la enfrenta con estilo.


Y el ruedo no es simplemente un escenario. Es un espejo curvo, una geometría ritual donde se escenifica lo eterno: la lucha entre lo salvaje y lo humano, entre el instinto y la forma, entre la fatalidad y el intento. Sabemos cómo termina, y sin embargo nos conmovemos igual. Como en las tragedias de Sófocles, donde el héroe no puede evitar su fin, pero lo enfrenta con palabras, con dignidad, con belleza.


El torero, en este escenario simbólico, no es un bufón. Es una máscara trágica. Un hombre destinado a perder, pero que baila igual su danza mortal. Sabe que morirá —hoy, mañana o en la memoria—, pero gira su capa como quien escribe un poema sin esperanza de victoria.


La corrida, entonces, sería para Borges una metáfora de la condición humana: sabernos finitos, condenados, y sin embargo construir formas, ritos, frases, gestos. Convertir el morir en arte. El caos en círculo. La sangre en una escritura antigua.


Y por eso, si Borges hubiera hablado de la tauromaquia, no habría escrito una frase de Facebook. Habría esculpido un símbolo. Porque lo que él veía —donde otros ven barbarie o valor— era una figura literaria. Una danza. Una tragedia.Una forma de mirar, en el ruedo, el reflejo oscuro de lo que somos.


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