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Los Invisibles del Frío: los otros hombres de Malvinas


Porque la guerra no termina donde empiezan las olas del Atlántico Sur. La guerra tiene otras trincheras, otros rostros, otros climas.Y en 1982, cuando la Argentina entera temblaba con la palabra Malvinas, hubo miles de hombres desplegados en la Patagonia —en bases aéreas, en puestos de radar, en misiones logísticas o de defensa— que jamás pisaron Puerto Argentino, pero que vivieron bajo la misma amenaza, la misma tensión, el mismo miedo.


No los llaman “excombatientes”. No tienen medallas, ni pensiones, ni placas. Pero existieron. Estuvieron ahí, sosteniendo el país en silencio, mientras la historia oficial escribía su relato con tinta británica y burocrática.


En aquellos días, la Patagonia era un hervidero militar. El gobierno argentino temía —con razón— que el Reino Unido, con apoyo chileno y logístico de la OTAN, intentara abrir un segundo frente. Los servicios de inteligencia hablaban de fuerzas especiales británicas infiltradas, de comandos que podrían atacar bases aéreas, sabotear radares, destruir puentes.


El eco de la “Operación Mikado” cruzaba los pasillos: una misión suicida del SAS que pretendía llegar hasta Río Grande y eliminar los misiles Exocet. Argentina era, literalmente, una puerta abierta al enemigo. Había que vigilarla.


Y así, miles de jóvenes fueron movilizados desde los cuarteles del norte, del litoral, de la pampa húmeda, hacia el sur. Les dijeron: “Van a la Patagonia”. No sabían qué significaba eso hasta que bajaron del camión. El viento era un látigo. El frío, una bala lenta. El paisaje, una mezcla de soledad y piedra.


No había nada heroico en aquel horizonte. Solo barro, carpas, y la sensación de estar en el fin del mundo esperando un enemigo invisible.


Porque la guerra no se mide solo por los disparos, sino también por los silencios. Y en esos silencios, en esas vigilias del sur, nacieron otras formas de heroísmo que todavía esperan ser contadas.

 

Una guerra que no debía ser


Entre esos jóvenes estaba Sergio Pindo, subteniente de reserva, clase 61, del Regimiento de Infantería Aerotransportado 14, protagonista de una de esas guerras invisibles que no se cuentan, pero que también se pelearon.


Su relato no habla de victorias ni de derrotas, sino de lucidez, deber y dignidad.


De una guerra que no se libró con balas, sino con entereza.


Sergio había hecho su Servicio Militar Obligatorio en el Regimiento de Infantería 25, en Colonia Sarmiento. Por su formación fue seleccionado para el programa de Aspirantes a Oficiales de Reserva (AOR), donde además de instrucción básica, recibían una breve formación de liderazgo.


Al egresar, obtuvo el grado de Subteniente de Reserva, asentado en su viejo documento de identidad. “Sabíamos —me dijo— que si algún día el país nos necesitaba, nos llamarían con ese grado.”


Y así fue.


En febrero de 1982, un telegrama del Ejército lo convocó a presentarse en el Regimiento de Infantería Aerotransportado 14, en las afueras de La Calera. Allí encontró a otros jóvenes con el mismo papel en la mano y la misma pregunta en la mirada.


Un teniente coronel les habló con tono grave: “El Ejército los necesita. A partir de hoy serán subtenientes en comisión. Estarán al mando de una sección de combate: dos suboficiales y veintisiete soldados.”


De la noche a la mañana, Sergio pasó de civil a oficial.


Le dieron uniforme, casco, un arma y treinta vidas a su cargo.


“Mis soldados tenían apenas un año menos que yo —recordó—. Eran de la clase 62 y 63. Chicos. Algunos todavía no sabían usar bien el fusil.”


El entrenamiento fue una ráfaga: paracaidismo, táctica, supervivencia, lectura de manuales.


“Todo era rápido —dijo—, como si el reloj corriera en nuestra contra.”Y en efecto, corría.

 

El viento como enemigo


El sur argentino no tiene medias tintas. O se ama o se sufre.Y en 1982, los soldados lo sufrieron.


“Nos bajaron de los camiones —recordaba Sergio— y lo primero que sentí fue el viento. No era viento, era una muralla. Te empujaba, te gritaba en la cara. Nunca había sentido algo así.”


Vivían en carpas de lona que se movían como monstruos en la noche. El suelo era piedra y escarcha. El agua se congelaba dentro de las cantimploras. Dormían vestidos, con el fusil abrazado, escuchando cómo el viento silbaba entre los mástiles y hacía temblar los hierros del radar.


No había calefacción, no había noticias. Solo la sensación de estar en el fin del mundo, esperando que algo terrible ocurriera.


“Nos decían que había movimientos raros en el lado chileno —recordó—, y que el enemigo podía entrar por cualquier punto. Cada sombra era una alarma.


”Y mientras hablaba, yo pensaba: ese joven no combatió en Malvinas, pero vivió con el miedo constante de que el combate llegara hasta su carpa.

 

El eco del Belgrano


Cuando el Belgrano fue hundido, la guerra cambió de tono.


El enemigo había mostrado su verdadero rostro. La noticia llegó por radio, y el silencio fue inmediato. “Ahí entendimos que el enemigo no tenía límites —recordó Sergio—. Si lo hicieron allá, podían hacerlo acá.”


Desde esa noche, dormían poco y mal. El radar era su única ventana al mundo. Cada punto en la pantalla podía ser un avión, un misil o la muerte. Pero ellos seguían firmes, porque en el fondo defender también es esperar.

 

Preparativos bajo sombra


Mientras tanto, en Bahía Camarones, Sergio y su sección hacían guardia costera. El viento soplaba desde el Atlántico con un rugido que no cesaba nunca. “Nos preparábamos para saltar sobre las islas —me contó—, sin ropa adecuada, sin abrigo, con armamento viejo y poca comida. Íbamos a morir, casi con seguridad.”


Los jóvenes oficiales, aún con la esperanza de evitar el desastre, elaboraron un plan alternativo: traer a los kelpers al continente, inutilizar las fuentes de agua potable, minar el terreno, destruir las instalaciones y retirarse.


Una estrategia de tierra arrasada para impedir una carnicería. “Era lo que dictaba el sentido común militar —me explicó—, pero los generales ni siquiera nos escucharon.”


El puente aéreo hacia las islas se cortó poco después. El salto nunca se concretó. Y tres días más tarde, la guerra terminó.Una guerra que no debió haber sido.


“Nos quedamos en silencio —dijo Sergio—. Nadie sabía si alegrarse o llorar. Lo único que sentíamos era cansancio. Y frío. Un frío que se metía en el alma.”

 

Los veteranos continentales


“Somos los veteranos continentales —me dijo Sergio—. No combatimos, pero estuvimos en el TOAS, listos para defender el país. " Y no lo decía con soberbia ni con rencor, sino con una calma que dolía más que el olvido.


Después vino la vida: el trabajo, la familia, los años. Los recuerdos se fueron acomodando como piedras en el río. A veces, cuando vuelve a ver a los soldados de entonces, siente algo parecido a la gratitud.“ Les agradezco la confianza —dice—. No sé cómo hubiera sido todo si llegábamos a Malvinas.”


En una foto que guarda con cuidado, se lo ve con otros oficiales rumbo al norte, listos para su último salto en el Salar de Atacama, pocos meses después del fin de la guerra. Están sonriendo. El polvo los cubre, pero los ojos brillan.


No hay orgullo ni derrota: solo la paz de quien sabe que cumplió, aun cuando nadie se lo pidió después.


Y al ver esa imagen, uno entiende que el heroísmo no siempre deja estatuas: a veces deja apenas un gesto, una mirada, una huella en la tierra del sur.

 

El valor de esperar


Hay heroísmos que no hacen ruido. No están en las películas ni en los monumentos. Son los del que cumple sin testigos, los del que soporta sin recompensa, los del que espera sabiendo que puede morir sin ser recordado.


Los movilizados del sur fueron eso: los guardianes del frío, los centinelas del viento, los hombres que sostuvieron la retaguardia del país cuando el país entero temblaba.


Muchos pagaron el precio del silencio. Algunos se enfermaron, otros quedaron marcados para siempre. No piden medallas ni pensiones. Piden memoria. Porque el olvido es otra forma de muerte.


“Nosotros no peleamos contra los ingleses —me dijo Sergio—, pero peleamos contra el viento, contra el miedo, contra el abandono. Y ganamos.”

 

La deuda moral


La guerra de Malvinas fue una herida abierta, pero también una lección sobre la lucidez y el deber. Sergio lo resume con una frase que duele y enaltece: “Era una guerra innecesaria, y lo sabíamos. Pero igual cumplimos.”


Y ese “cumplimos” encierra todo. Cumplieron con el deber, con el juramento, con la patria. Cumplieron en silencio, sin esperar nada. Cumplieron porque alguien tenía que hacerlo.


Reconocerlos no significa confundirlos con los que combatieron en las islas. Significa entender que la defensa de un país no se mide por los disparos, sino por la voluntad de resistir. Ellos resistieron. Y en esa resistencia silenciosa hay una forma de heroísmo que pocos saben ver.

 

Epílogo: el país que no mira al sur


Argentina suele mirar al norte, donde están los símbolos cómodos y las fechas repetidas.


Pero el sur sigue ahí, soplando con el mismo viento que empujó a aquellos hombres. Y ese viento todavía parece decir algo: “Acá estamos. No nos olviden.”


En algún rincón de la Patagonia quedaron las huellas de miles de botas jóvenes. Carpas deshechas, rezos, cartas que nunca llegaron. Esperaban un enemigo que no llegó, pero estuvieron listos por si llegaba. Y eso basta para llamarlos soldados.


Porque un país que olvida a los que lo cuidaron, aunque no hayan disparado, termina olvidándose a sí mismo.Y porque sin ellos —los invisibles del frío—, quizás hoy no estaríamos contando esta historia.

 

A Sergio Pindo y a todos los hombres del viento: guardianes del silencio y de la patria olvidada.


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