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Calderón de la Barca y Belgrano: el deber y el sueño de la patria


Belgrano nunca conoció a Calderón de la Barca, pero vivió como si lo hubiera leído cada mañana. El dramaturgo murió un siglo antes de que el prócer naciera, y sin embargo sus versos viajaron hasta él como una brújula moral. En los escenarios del Siglo de Oro resonaban el honor, el deber y la fragilidad de la vida. En los campos del Río de la Plata, esos ecos se volvieron acción. La literatura se hizo carne en un hombre que soñó con una patria libre.


Manuel Belgrano partió a España siendo joven. Estudió leyes en Salamanca y Valladolid, rindió exámenes en Oviedo y respiró un aire cultural donde la Ilustración intentaba abrir paso, pero la voz barroca de Calderón seguía viva. Aprendió de los economistas ilustrados y de los juristas modernos, pero al mismo tiempo absorbió la resonancia de los dramas calderonianos: el honor más allá de la sangre, el deber más allá de la comodidad, la vida como un sueño efímero que solo se justifica en el bien. En su propia familia, el apellido Calderón de la Barca reaparecía: su hermano Francisco se casó con María Josefa Echevarría Calderón de la Barca. No hay certeza de un vínculo directo con el dramaturgo, pero sí la evidencia de que la huella cultural de Calderón acompañaba de cerca la vida del prócer.


“Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.” La sentencia de Calderón parece escrita para Belgrano. Cuando la Asamblea de 1813 le entregó 40.000 pesos por sus campañas, los destinó a fundar escuelas. El dinero es humo, la educación permanece. En ese gesto resuena el barroco: la vanidad se disuelve, la obra justa queda. Belgrano hizo de su vida un recordatorio de que la gloria personal es una ilusión.


La milicia, para Calderón, no era un oficio sino una fe. En Para vencer amor, querer vencerle escribió: “La milicia no es más que una religión de hombres honrados.” Belgrano lo entendió al pie de la letra. Nunca fue soldado de carrera, pero aceptó la guerra como si se tratara de un credo. Organizó defensas contra los ingleses, marchó al norte con ejércitos de harapientos, aceptó derrotas y siguió adelante. Su arma más fuerte no fue la pólvora, sino la fe en que servir a la patria era un deber sagrado.


En El alcalde de Zalamea, Calderón pone en boca de Pedro Crespo una frase inmortal: “Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios.” Belgrano lo vivió como ley. No dudó en abandonar la comodidad de su carrera en Madrid para servir a una tierra lejana. No vaciló en escribir bandos donde recordaba que el soldado debía entregar su vida a la patria, pero jamás su honor. La disciplina que impuso en sus ejércitos y la severidad de su ética estaban en línea directa con el teatro del barroco español.


Las derrotas no lo quebraron. Tras Vilcapugio y Ayohuma sostuvo la moral de sus tropas recordándoles que el fracaso no era deshonor mientras se cumpliera con el deber. Como personaje calderoniano, Belgrano sabía que la grandeza no está en la victoria, sino en la coherencia. Por eso murió en la pobreza, pagando a su médico con un reloj, sin cortejo oficial, sin aplausos. Su final fue barroco: la escena austera de un héroe que muere en silencio, sostenido solo por la certeza de haber cumplido.


En La vida es sueño, Segismundo despierta y aprende que la libertad es responsabilidad. Belgrano escribió lo mismo con otras palabras: “Un pueblo ilustrado es el que más pronto alcanza su libertad.” Por eso insistió en fundar escuelas incluso en los rincones más inhóspitos. Como Segismundo, quería que el pueblo despertara, que dejara atrás el sueño de la sumisión para elegir su destino.


No fue solo un eco de Calderón. En España conoció también a Jovellanos, Campomanes, Filangieri, Rousseau y Montesquieu. De ellos aprendió economía, política y derecho. De Calderón tomó la brújula moral. Esa fusión lo hizo único: moderno en las ideas, barroco en la ética. Pensaba con herramientas ilustradas, pero vivía con la severidad de un hidalgo del Siglo de Oro.


La bandera que creó en 1812 también puede leerse a la luz de Calderón. Un pedazo de tela no significa nada en sí, pero se vuelve símbolo cuando un pueblo lo llena de fe y sacrificio. El Éxodo Jujeño fue otra escena barroca: casas incendiadas, familias marchando en silencio, llamas iluminando la noche, todo por el deber colectivo de no entregar nada al enemigo. Como en un drama calderoniano, el sacrificio se impuso al instinto de conservar.


El 20 de junio de 1820, mientras Buenos Aires se desgarraba en luchas internas, Belgrano moría en soledad. No hubo honores ni funerales solemnes. Murió como vivió: con la coherencia de quien entiende que la gloria es vana y el deber es eterno. Su vida fue un papel escrito por Calderón y actuado en el Río de la Plata: soñar la libertad y vivir el honor como religión.


Belgrano nunca conoció a Pedro Calderón de la Barca, pero las ideas del dramaturgo lo acompañaron hasta la tumba. Sus obras sobrevivieron en la cultura española que formó al prócer, en las frases que se volvieron carne en su conducta. El matrimonio de su hermano con una mujer de apellido Calderón de la Barca acaso reforzó ese vínculo simbólico, pero lo esencial no fue la sangre, sino las palabras.


Calderón escribió que la vida es sueño y que la milicia es religión de hombres honrados. Belgrano lo entendió: soñó con una patria libre y convirtió la milicia en un credo de honor y sacrificio. Su legado sigue resonando: la gloria se desvanece, el deber cumplido permanece. En el teatro de la historia, esa es la única eternidad posible.


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