Catalina de Erauso: la monja alférez — La espada que desgarró el hábito
- Roberto Arnaiz
- 10 dic
- 3 Min. de lectura
Nació en 1592 en San Sebastián, entre rezos y coraza. Hija de un militar y sobrina de una priora, a los cuatro años fue encerrada en el convento de San Sebastián el Antiguo. Allí aprendió a callar, a obedecer… y a planear su fuga. A los 15 años, tras una pelea con una novicia, escapó disfrazada de campesino. No volvió jamás. Acababa de nacer una leyenda.
Desde entonces, abandonó su nombre y su género. Se cortó el cabello, adoptó ropas y nombres masculinos —Antonio, Alonso, Francisco— y comenzó un peregrinaje por bosques, pueblos y puertos, hasta embarcarse como grumete hacia América. Su tío, que comandaba el navío, nunca la reconoció.
En el Nuevo Mundo, Catalina trabajó, combatió y mató. En 1619, en la Guerra de Arauco (Chile), recuperó una bandera arrebatada por los mapuches en un acto de heroísmo feroz. Recibió tres flechazos, una lanzada y el grado de alférez. Lo narró así:
“Viéndola llevar [la bandera], partimos tras ella yo y dos soldados. Llegamos a la bandera... maté al cacique que la llevaba y quitésela... malherido y pasado de tres flechas y de una lanza en el hombro izquierdo.”
Fue amante del juego, de los caballos y del riesgo. Duelista temida, espadachín respetado. En Argentina fue condenada a muerte por matar en duelo. Ya en el cadalso, fue indultada tras revelarse la falsedad de los testigos. En 1615, en Concepción, enfrentó en duelo al padrino de su adversario, sin saber que era su propio hermano. Al descubrirlo, huyó.
Recorrió Perú, Tucumán, Potosí, Huamanga, La Plata. En 1623, tras ser arrestada en Huamanga, se reveló al obispo Agustín de Carvajal como mujer y virgen. Un grupo de matronas lo confirmó. Asombrado, el obispo evitó su condena. En 1626, el rey Felipe IV la recibió con honores, confirmó su grado militar y le concedió una pensión. Urbano VIII la autorizó a vestir como hombre.
"Partí de Génova a Roma. Besé el pie a Su Santidad... me concedió licencia para proseguir mi vida en hábito de hombre... y la abstinencia de ofender al prójimo."
Ella misma redactó sus memorias, Memorial de los méritos y servicios del alférez Erauso, hoy resguardadas en el Archivo de Indias. Un testimonio en primera persona de quien eligió vivir con su propia voz.
Hoy, su figura incomoda y fascina. Para la historiadora Micaela Campo, Catalina “representa la fractura entre el deber impuesto y el deseo vital: una figura liminal, incómoda, pero necesaria para entender los límites del género en la colonia.” Como diría Judith Butler siglos después, Catalina mostró que el género no es esencia, sino acto repetido. Ella eligió sus actos como se elige una espada.
Fue soldado en un mundo de hombres, fugitiva de un destino impuesto, virgen sin claustro, mentirosa por necesidad, mártir del deseo y mito queer antes de que la palabra existiera. El término "mito queer" alude a quienes, como ella, desafiaron las normas de género y vivieron identidades disidentes antes de que existiera un lenguaje para nombrarlas. Catalina fue pionera en vivir una existencia que rompía los binarismos de su tiempo.
No dejó hijas ni escuela. Pero dejó una herida en el relato colonial. Una grieta por donde todavía entra aire. Aire nuevo.
Mientras muchas mujeres bordaban en silencio la historia ajena, Catalina la escribió con sangre propia. En el siglo de las hogueras, eligió huir antes que arder.






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