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Caña con ruda: el conjuro que despierta la tierra


En un país donde la gente reza al dólar y se arrodilla ante las tasas de interés, hay un día al año en que se vuelve a mirar al suelo, no por desesperación, sino por fe: el primero de agosto. Mientras en las oficinas se sorbe café amargo y en los celulares titilan malas noticias, hay quienes se levantan y, en vez de desayunar facturas y resignación, beben caña con ruda. No es moda ni nostalgia. No es casualidad ni superstición. No es ese "folclore de postal" que venden en ferias turísticas. Es rito. Es conjuro. Es memoria viva. Es Argentina en su estado más puro y subterráneo, esa Argentina que no sale en los noticieros, pero respira desde la raíz.


Porque hay un país que todavía cree en la tierra. Que no la explota, la honra. Un país que, con los pies en el suelo y los labios manchados de aguardiente, le dice al mundo: "gracias, Pachamama, por no olvidarte de nosotros". Ese país no está en Wall Street, ni en la city porteña. Está en una mesa de adobe en Salta. En un rancho de Jujuy. En una cocina con horno a leña, donde una abuela dice: "Tomá, hijo. Tres tragos, y que no te agarre la peste este año".


Es resistencia cultural. Es la forma que encontraron los pueblos originarios de decir: "acá estamos". Es el eco de la lengua quechua y aimara que sobrevive en la sombra del cemento, en la receta transmitida de madre a hija, de abuelo a nieto, sin decretos ni ministerios. Porque si hay algo que el Estado no pudo borrar, fueron los ritos. El primero de agosto, la tierra habla. Se abre. Se ofrece. Y nosotros, en lugar de pedirle, le agradecemos. Porque en la cosmovisión andina no se trata de "sacar" de la tierra. Se trata de dar. La corpachada —ese hoyo en la tierra lleno de hojas de coca, chicha, cigarrillos y plegarias— no es un acto simbólico: es contrato ancestral.


Y en ese contexto aparece ella, la caña con ruda. Blanca, áspera, aromática. Viene en botellas recicladas, en frascos heredados, en envases sin marca ni código de barras. Se deja reposar durante julio con hojas frescas de ruda macho —porque la hembra no espanta ni la gripe—, y el primero de agosto se toma en ayunas. De un tirón. Tres tragos. O siete. Porque así lo manda la costumbre. ¿Y por qué se toma? Porque agosto es tiempo bravo. Tiempo de cambio de estación, de enfermedades, de espíritus en movimiento.


Lo sabían los calchaquies y los comechingones. Lo sabían los diaguitas. Lo saben las abuelas del norte. La caña con ruda no cura el alma, pero la protege. No espanta a los bancos ni a los políticos, pero aleja el mal que no tiene nombre. Y eso, en estos tiempos, es un milagro.


Mientras en Puerto Madero se incinera salvia para atraer inversiones, en La Quiaca entierran papas y chicha para agradecer a la tierra por no haberse cansado de nosotros. Y no es un detalle menor. En Buenos Aires se ríen. "Cosas de indios", dicen desde la torre de marfil. Pero allá, en la puna, en los cerros, en los pueblos donde el wifi llega a caballo y la Pachamama sigue siendo más poderosa que cualquier algoritmo, se sigue celebrando.


Y lo más hermoso: ya no es solo en el norte. Cada año, más y más personas en el sur, en el centro, en los suburbios de las grandes ciudades, abren los ojos al rito. Gente que nunca pisó Jujuy, pero escucha un eco antiguo en el pecho, como un tambor que late bajo la piel. Que no entiende del todo, pero bebe. Porque sabe que en ese trago hay algo más que alcohol.


Hay una forma de decir: "quiero vivir bien, quiero vivir con sentido". "Si no tomás caña con ruda, te agarra la mala sombra", me dijo Don Valentín, con los ojos como carbones encendidos, en la puerta de su rancho, con la sombra del cerro dormida detrás, allá por Olacapato, donde el viento sopla en quechua y la muerte se toma un mate antes de entrar.


La Pachamama no necesita altares de oro ni rezos con micrófono. Pide respeto. Pide silencio. Pide que escuchemos al viento y al suelo. Y una vez al año, se le da lo mejor que tenemos: nuestra fe desnuda, sin intermediarios. No hay sacerdote ni templo. Solo una montaña, una ofrenda y un sorbo ardiente que baja como relámpago tibio por la garganta y despierta algo que el asfalto había dormido.


Porque el que no honra la tierra, termina devorado por ella. Y el que no se acuerda de la Pachamama, termina tragando polvo de los que sí se acordaron. Tomen nomás sus vitaminas importadas, sus cápsulas de colágeno y sus tés detox. Yo me quedo con mi caña con ruda y una oración a la tierra. Porque al final, cuando el cuerpo caiga, no será un médico el que nos reciba: será la tierra, con sus manos callosas, cubriéndonos de silencio.


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