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Clausewitz: la guerra como espejo de la política y de la vida



Introducción


Imaginá un campo cubierto de humo. No se ve nada, apenas sombras que avanzan, gritos lejanos y el olor ácido de la pólvora. Nadie sabe si el disparo que suena viene de frente o de atrás. Esa es la sensación que deja leer De la guerra.


No es un libro para pasar el rato: es una batalla en papel, con trincheras de conceptos, emboscadas de ideas y cargas de caballería teórica. Clausewitz nos arroja sin aviso en medio del combate y nos obliga a entender la esencia: la guerra es política desbordada, violencia organizada, un duelo entre pueblos enteros.


Pero cuidado: el prusiano no escribe desde un sillón mullido ni desde un escritorio polvoriento lleno de tratados. Lo hace después de haber visto sangre, derrota y fuego en los campos de batalla napoleónicos. Escribe como quien conoce el olor de la muerte, como quien sabe que el coraje y el miedo cabalgan juntos en la misma montura.


Carl von Clausewitz nació en 1780, en plena Prusia, un reino que era a la vez cuartel y Estado. Su vida se forjó entre ejércitos disciplinados, marchas interminables y la sensación de que la guerra era el idioma natural de Europa. Combatió desde adolescente, fue prisionero de los franceses, se formó en la Academia Militar de Berlín y llegó a presenciar el ascenso fulgurante y la caída estrepitosa de Napoleón. No fue un teórico de biblioteca: fue un soldado que aprendió a golpes que la guerra nunca se parece a lo que promete la teoría.


El contexto en el que escribió era un hervidero psicosocial: monarquías tambaleantes, pueblos que comenzaban a reclamar su lugar en la historia, ejércitos de campesinos convertidos en masas políticas, la modernidad naciendo en medio de las cenizas de las viejas cortes. Europa entera ardía, y Clausewitz lo entendió: la guerra ya no era asunto de reyes jugando al ajedrez, sino de naciones enteras volcadas al combate.


De la guerra es, al mismo tiempo, un manual, una confesión y un espejo. Manual porque ordena conceptos, analiza causas y ofrece claves para entender los conflictos. Confesión porque deja entrever las dudas, las contradicciones y hasta la desesperación de un hombre que luchó más de lo que escribió. Y espejo porque lo que allí se refleja no es solo el siglo XIX: también vemos nuestras guerras modernas, los drones invisibles, los hackers que derriban bancos desde un teclado, las campañas de fake news que convierten al rumor en un proyectil.


Por eso, leer a Clausewitz no es un ejercicio académico: es aceptar que la guerra —esa hidra inmortal— siempre vuelve, con nuevas máscaras, pero con la misma esencia brutal. Y entenderlo no es un lujo, sino una necesidad.

 

I. El concepto de guerra: violencia organizada


Clausewitz no juega con metáforas suaves. La guerra es un duelo a gran escala, un choque brutal de voluntades. No hay poesía posible: es el acto de desarmar al enemigo, arrancarle la capacidad de resistir. Y se logra con violencia extrema. Pero cuidado: no es violencia ciega. Siempre está atravesada por un objetivo político. Ahí está la primera enseñanza: separar el medio (la guerra) del fin (la política) es condenarse al fracaso.


No se trata de matar por matar ni de arrasar por puro instinto salvaje. La violencia, en el pensamiento de Clausewitz, es una herramienta que obedece a una lógica: la del interés político. Una bala no se dispara al aire; responde a un cálculo, a una intención, a un propósito que viene de más arriba. Por eso, cuando la guerra se desconecta de la política, se transforma en caos puro, en carnicería sin sentido, en una espiral que consume tanto al que ataca como al que se defiende.


Su frase resuena como un látigo en la historia:


“La guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación del comercio político, una realización del mismo por otros medios.”


Clausewitz nos obliga a mirar la crudeza de frente: cada enfrentamiento armado es, en el fondo, una negociación que se quedó sin palabras y se resolvió a los tiros. La política es el guion; la guerra, la escena violenta donde se lo representa.

 

II. La política como norte de la guerra


Clausewitz lo deja claro: la política es la brújula de la guerra. Cada movimiento de tropas, cada dron que despega hoy, cada misil que cae sobre una ciudad, responde a una intención política. La violencia nunca es neutra: está dirigida, calculada, pensada para obtener un resultado más allá del campo de batalla.


Cuando la política es limitada, la guerra también lo es. Se busca ocupar un territorio, negociar ventajas, imponer condiciones. Pero cuando la política apunta a destruir al enemigo, a borrarlo del mapa, la guerra se vuelve total, sin reglas, sin freno. Ahí aparece la diferencia entre un conflicto controlado y un infierno que arrasa todo.


Ejemplo brutal: la invasión de Irak en 2003. Los estrategas hablaban de “operación quirúrgica”. Un golpe rápido, con objetivos claros: derrocar a Saddam Hussein y abrir la puerta a una supuesta democracia. Pero el objetivo político estaba podrido desde el inicio: democracia, petróleo, seguridad, hegemonía… todo mezclado en un cóctel imposible de sostener. ¿El resultado? Una guerra larga, sucia, interminable. Clausewitz lo habría sentenciado con frialdad: cuando el objetivo político no está bien definido, la guerra se convierte en un pantano donde todos se hunden.


Porque la guerra no se libra en el vacío. Cada disparo, cada tanque que avanza, está subordinado a un plan mayor. Y si ese plan es confuso, contradictorio o irrealizable, la pólvora se convierte en humo inútil.

 

III. La trinidad: odio, azar y cálculo


Clausewitz, con la frialdad de un cirujano, habla de su “extraña trinidad”. Tres fuerzas que parecen chocar entre sí, pero que juntas definen la naturaleza de la guerra.


  1. Odio y violencia primitiva → el combustible del pueblo. La rabia colectiva, el grito que pide venganza, la sangre caliente que convierte a civiles en soldados. Sin esa energía, no hay guerra que se sostenga.


  2. Azar e incertidumbre → la carga que soporta el ejército. La niebla de guerra, las decisiones tomadas en segundos, la bala que desvía un destino, la lluvia que convierte un plan brillante en barro inútil. El azar es el dios cruel que juega con los dados en la mesa de los generales.


  3. Racionalidad política → el timón del gobierno. La cabeza fría que mide costos y beneficios, que sabe hasta dónde avanzar y cuándo retroceder. Sin ese cálculo, la guerra se transforma en una bestia descontrolada que devora a su propio dueño.


Tres fuerzas, tres serpientes enroscadas en la misma cesta. Sin control político, el odio se convierte en carnicería. Si el ejército confunde azar con destino, se hunde en su propia ceguera. Y si el gobierno se deja arrastrar por pasiones irracionales, el desastre es inevitable.


Imaginemos la escena : un pueblo exaltado que pide venganza en la plaza, un general en su tienda tirando dados, un ministro obsesionado con las encuestas. Esa es la trinidad: odio, azar y cálculo. Mantenerla en equilibrio es tan difícil como sujetar un relámpago con las manos.

 

IV. La niebla y la fricción: el caos real del combate


Clausewitz no escribe desde un escritorio de mármol: fue soldado y respiró el humo del frente. Por eso inventó dos imágenes que hoy son universales:


  • La niebla de la guerra: la incertidumbre, la imposibilidad de ver claro, la confusión donde un aliado parece enemigo y una victoria puede esconder una trampa.

  • La fricción: esos mil obstáculos invisibles que convierten un plan brillante en una improvisación desesperada. El caballo que tropieza, la orden que llega tarde, la pólvora húmeda que no enciende.


Esa fricción, decía, es lo que hace de la guerra un terreno humano y no matemático.


Ejemplo moderno: un dron que pierde señal en pleno ataque. Una noticia falsa que corre por WhatsApp y desmoraliza a una tropa. Un virus informático que apaga radares en segundos. Todo conspira contra el plan perfecto. La guerra es el arte de lidiar con lo que no funciona, con lo que se rompe, con lo que nadie había previsto.


La lección es brutal y luminosa a la vez:


“En la niebla no manda el plan: manda el instinto.”


Ahí se mide al conductor verdadero: en la tormenta, no en el desfile. En el error improvisado con coraje, no en la teoría dibujada con tiza sobre el pizarrón.

 

V. Guerra absoluta y guerra real


Clausewitz distingue entre la guerra absoluta —esa fantasía teórica donde todo se dirige a la aniquilación total del enemigo— y la guerra real, la que vemos en la historia, siempre condicionada por economía, diplomacia, clima, moral de las tropas y opinión pública.


Napoleón encarnó el sueño de la guerra absoluta: campañas vertiginosas, ejércitos arrolladores, coronas cayendo como fichas de dominó. Pero su ambición lo llevó a chocar con la realidad. Waterloo no fue solo una derrota militar: fue la demostración de que ninguna guerra se libra en el vacío, que los factores externos —alianzas, recursos, resistencia popular— pueden derrumbar incluso al genio más brillante.


Hoy, cuando los estrategas hablan de “intervenciones rápidas” o de “operaciones quirúrgicas”, Clausewitz sonríe desde su tumba. Sabe que esas guerras limpias no existen. Siempre terminan siendo largas, sucias y crueles. Irak, Afganistán, Siria: cada una comenzó con la ilusión de un bisturí y terminó convertida en un pantano de barro y sangre.


La lección es clara: la guerra absoluta es un fantasma de la teoría. La guerra real es la que deja huérfanos, arruina economías y mancha la historia con cicatrices que tardan generaciones en cerrar.

 

VI. El azar y el genio militar


En la guerra manda el azar. Una tormenta arruinó la Armada Invencible. Una bala perdida en Sarajevo encendió la Primera Guerra Mundial. Un francotirador anónimo puede torcer la historia en segundos. Hoy, un hacker en un sótano puede tumbar un banco o paralizar la red eléctrica de un país entero. El azar es ese invitado incómodo que nadie espera, pero que siempre llega.


Clausewitz lo sabía: por eso habló del genio militar. Ese conductor que no puede eliminar el azar, pero sí domesticarlo, transformarlo en ventaja, convertir la catástrofe en oportunidad. Lo definía en tres palabras: valor, juicio y carácter. Valor para actuar sin temblar en medio del caos. Juicio para elegir el movimiento correcto cuando todos parecen equivocados. Carácter para sostener la decisión aunque el mundo se le caiga encima.


Alejandro en Gaugamela, Napoleón en Austerlitz, pero también cualquier comandante anónimo que, en un desierto, en una montaña o en un barrio arrasado, mantiene firme a su gente cuando el plan se vino abajo.


La imagen es simple y brutal: un líder en el barro, mojado, muerto de frío, que comparte pan duro con sus hombres. Esa escena vale más que mil discursos. Ese es el verdadero genio militar: no el que triunfa en los desfiles, sino el que no se quiebra cuando todo se hunde.

 

VII. La vigencia de Clausewitz


¿Por qué leer a Clausewitz hoy? Porque su obra es un espejo, y en ese espejo no solo se refleja la pólvora del siglo XIX, sino también el vértigo de nuestro presente. Lo que escribió sobre la guerra vale para la política, para las empresas, incluso para la vida cotidiana.


  • La fricción no es solo el barro que traba una rueda de cañón: es también la impresora rota minutos antes de entregar un informe decisivo.

  • La niebla de la guerra no es únicamente el humo de la pólvora: es la confusión de información en plena crisis, los rumores que nublan la vista y desorientan a cualquiera.

  • La trinidad no habita solo en trincheras: está en cualquier organización humana, en esa mezcla explosiva de pasiones, azar y cálculo que define desde una asamblea sindical hasta una junta de directorio.


Por eso Marx lo leyó con lupa, Lenin lo citó con fervor, estrategas de empresas lo aplican sin pudor, y analistas de ciberseguridad lo usan para entender un campo de batalla que ahora son las redes y los sistemas informáticos. Clausewitz sigue vivo en los drones que patrullan sin piloto, en las redes sociales convertidas en trincheras, en las fake news que hoy sustituyen a los cañones.


En el fondo, su mensaje es claro: la guerra es demasiado humana para ser predecible, demasiado política para ser ignorada, demasiado actual para ser olvidada. Y por eso De la guerra no es solo un libro viejo: es un mapa, todavía vigente, para entender cómo se juega el poder en un mundo donde cada día parece una batalla.

 

VIII. Reflexión final


Amigo, leer a Clausewitz no es hojear un manual: es soportar un combate intelectual. No es un libro que se recita, es un libro que se padece. Nos dice que la guerra no desaparece: muta, cambia de uniforme, se disfraza de economía, de diplomacia, de redes sociales. Mientras haya ambición y poder, seguirá rugiendo detrás de cada frontera.


Su enseñanza brutal se clava como hierro: la guerra es la continuación de la política por otros medios. Y lo peor, lo que más duele admitir: siempre creemos que será corta, limpia, justa… y siempre termina siendo larga, sucia y cruel.


Clausewitz nos arranca de la comodidad para arrojarnos una pregunta que retumba como cañón en la madrugada:


¿Y si la política de hoy —la de tu país, la de tu barrio, incluso la de tu vida cotidiana— no es más que un ensayo general de guerras futuras?


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