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Cuando dos mundos se chocan: sangre, saber y supervivencia


Nos contaron que América fue descubierta.Como si estuviera escondida detrás de un arbusto, esperando que alguien europeo la señalara con el dedo.Pero América no fue descubierta. Fue invadida. Y estaba viva. Civilizada. Radiante. Aunque la historia oficial prefirió taparla con una sotana y una cruz.


Porque América no era un baldío ni un mapa en blanco. Era un continente palpitante, con ciudades más limpias que muchas europeas, médicos que operaban con bisturíes de obsidiana, poetas que escribían en códices y astrónomos que sabían cuándo llovería con solo mirar el cielo. Y sin embargo, llegaron carabelas, llegaron hombres con hambre de oro, y trajeron fuego donde ya había luz.


Tenochtitlán, 1519. Entre 200.000 y 300.000 almas, canales, mercados flotantes, acueductos, baños públicos, jardines botánicos y orden matemático. Más que Sevilla, que no pasaba de 50.000. Más que París. Más que Madrid, que en ese entonces era un caserío con 15.000 habitantes y sin baño.


Los mexicas se bañaban dos veces al día, mientras en Europa la higiene se veía con sospecha. Sus médicos conocían más de 1.200 plantas medicinales, clasificadas por síntomas y efectos, cuando en Europa apenas se usaban unas 400. Aplicaban pomadas, cauterizaban heridas, hacían transfusiones rudimentarias y hasta colocaban supositorios. Tenían hospitales. Escuelas de medicina. Mientras tanto, en el Viejo Mundo, todavía se extraía “la bilis negra” con sangrías y rezos, entre relámpagos de superstición y olor a incienso rancio.


Los mayas habían inventado el número cero como valor numérico y lo usaban ya en el siglo IV. Lo representaban con una concha y lo incorporaban a su sistema de cálculo y calendario.


Europa ni soñaba con eso. El cero llegaría a Occidente mucho después, a través del mundo árabe, que lo había recibido de la India. Fue al-Juarismi, en el siglo IX, quien lo introdujo en el álgebra. Los europeos tardaron siglos en aceptarlo: en 1202, Fibonacci lo defendía como una revolución, mientras muchos lo veían como una herejía. Pero los mayas ya lo habían resuelto. Sin contacto con Oriente. A pura observación, necesidad y genio.


Su tiempo era cíclico, poético. El europeo era lineal, apocalíptico. Dos visiones. Dos respiraciones del mundo.


Y no hablemos de arquitectura: Teotihuacan, Cuzco, Monte Albán, construidas con una precisión que todavía humilla a la ingeniería moderna.


Los incaicos desarrollaron terrazas de cultivo a más de 3.000 metros, canales de irrigación en la altura, y una red de más de 30.000 kilómetros de caminos que conectaban todo el Tahuantinsuyo, desde Colombia hasta el norte de Chile y Argentina.

¿Te suena?

Sí, el Imperio Romano, ese que deslumbró a Europa y aún hace latir los pechos de los historiadores, construyó una red vial de unos 80.000 km… pero con esclavos, herramientas de hierro y siglos de expansión.Los incas lo hicieron en menos de cien años, sin rueda, sin caballos, sin hierro, sin esclavos encadenados. Solo con lógica, piedra, y miles de pies curtidos.


El Qhapaq Ñan, como llamaban a esa red sagrada, era una obra maestra de ingeniería y organización estatal. En algunos tramos, los muros siguen en pie. En otros, el camino es aún transitable.Y nosotros —con asfalto, GPS y grúas— todavía no podríamos repetirlo.


Las mujeres indígenas no escribieron crónicas, pero tejieron historia. Las parteras sabían detener hemorragias. Las curanderas conocían raíces que hoy se venden en cápsulas. Las tejedoras dibujaban el alma del cosmos en un poncho. Las poetas hablaban con la lluvia y la flor. Fueron medicina, alimento y símbolo. Y cuando vinieron los conquistadores, muchas de ellas también resistieron, tradujeron, cuidaron, pactaron, murieron.


Y mientras tanto, en Europa, las mujeres que sabían curar eran condenadas como brujas. Si una campesina dominaba la herbolaria, la excomulgaban. Si ayudaba a una parturienta, la denunciaban. Si tenía visiones o sabía leer, la llevaban al tribunal.Allá, en el Viejo Mundo, el saber femenino se quemaba en plazas públicas. Acá, en América, se lo respetaba y se lo transmitía de madre a hija. La mujer americana era parte del orden cósmico. La mujer europea, sospechosa por naturaleza.


Y luego estaba la ropa. Los conquistadores venían cubiertos con corazas, yelmos, botas de cuero hasta las rodillas, capas, camisas de lino, hebillas, espuelas… y olor a encierro.


Parecían latas ambulantes bajo un sol que los derretía. Se creían superiores por ir cubiertos, y llamaban “salvajes” a quienes iban semidesnudos. Pero desde el otro lado, desde los ojos de los pueblos originarios, los veían como animales encerrados en metal, sudando, jadeando, incapaces de correr, de sentir la tierra con los pies.

¿Y qué es más sabio?

¿Vestirse para parecer importante o vestirse para vivir en armonía con el clima?


Los indígenas no andaban desnudos: vestían tejidos de algodón, plumas, tintes naturales, símbolos de su linaje y de su relación con los dioses. La piel era parte del lenguaje. Los europeos veían cuerpos. Los pueblos originarios veían signos.


Y no todo fue oscuridad del otro lado del mar. Los conquistadores traían lo suyo: El barco de vela oceánico, capaz de cruzar el abismo sin perder el rumbo. El astrolabio, la brújula, el mapamundi, y una tradición náutica que hizo posible lo impensado.


Traían el caballo, el acero, el cañón, la imprenta —que en 1539 ya estaba instalada en México— y con ella, el poder multiplicador del pensamiento.


Traían el derecho romano, las universidades, la visión cristiana del alma inmortal, el deseo de trascendencia, el impulso renacentista de explorar, conocer, conquistar.


También traían animales que revolucionarían la dieta americana: cerdos, vacas, gallinas, cabras, el trigo, la vid, el olivo. Y traían —aunque no siempre supieran usarlo— el germen de una crítica al poder: ahí estaban los debates de Francisco de Vitoria, preguntándose si se podía conquistar un pueblo sin su consentimiento, sembrando la semilla del derecho internacional.


Y con ellos venían también las mujeres españolas. Algunas pocas, sí. Pero valientes. Viajeras. Misioneras. O esposas forzadas. Algunas se casaban con hombres que no conocían. Otras fundaban ciudades, criaban mestizos, sostenían el tejido familiar en medio del caos.


Catalina de Bustamante, por ejemplo, fundó escuelas en Nueva España cuando casi no había maestras. Isabel de Guevara, en Asunción, escribió al rey pidiendo que se reconociera el papel de las mujeres como sostén de la colonia cuando los hombres habían sido incapaces de mantener el orden. La mujer española no vino a conquistar con espada, pero conquistó con resistencia, organización y palabra.


La conquista fue eso: un choque brutal de dos civilizaciones.


No una misión pedagógica. No una excursión de turismo. Fue fuego, fiebre, pólvora, traición, amor, codicia, mestizaje, evangelio, códice quemado, lengua forzada, lengua aprendida, memoria compartida.


Porque civilizar no es imponer, sino dialogar.


Y aquí, el diálogo fue primero grito, luego susurro, y al final… idioma mestizo.


Decir que los españoles trajeron la civilización es como decir que el fuego enseñó al bosque a vivir. América ya era sabia. Europa ya era poderosa. Y cuando chocaron, nació algo nuevo. No mejor. No peor. Distinto. Herido. Resistente.


Porque en ese choque sangriento no solo murieron dioses.

También nació una nueva alma.

Mestiza. Rebelde. Nuestra.






 
 
 

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