Cuando los dueños de la tierra desafiaron a Rosas: La revolución de los libres del sur
- Roberto Arnaiz
- 14 nov
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Dicen que la pampa tiene memoria. Que bajo la tierra de Chascomús aún duermen los sueños rotos de quienes se atrevieron a desafiar al Restaurador. La tierra guarda secretos que no figuran en los libros: el ruido de los cascos, el olor a pólvora, los nombres susurrados por el viento.
La Revolución de los Libres del Sur fue una llamarada breve pero intensa en medio del largo invierno político del rosismo. Para entender su origen, hay que mirar el país que la vio nacer: una Argentina fracturada, exhausta por las guerras civiles, aislada del mundo por el bloqueo francés y sometida a un orden tan férreo como temido.
Buenos Aires era el centro de un poder que concentraba todo: la aduana, la riqueza, la diplomacia y el destino de las provincias.
Los estancieros del sur bonaerense vivían una paradoja. Habían crecido al amparo del poder de Rosas y de la Ley de Enfiteusis sancionada en 1826, que les permitió arrendar enormes extensiones de tierras fiscales por un canon mínimo. En pocos años, el cuero, el sebo y la carne salada los convirtieron en una aristocracia rural tan rica como orgullosa.
Pero la prosperidad tenía pies de barro. El bloqueo francés de 1838 paralizó el comercio exterior y hundió los precios. Las carretas se detenían, los saladeros se oxidaban, y el campo, antes símbolo de abundancia, se volvió un páramo de deudas y desesperanza.
Rosas, que alguna vez había defendido el librecambio, impuso en 1835 la Ley de Aduanas, protegiendo la producción nacional con aranceles altos. Aquello que las provincias celebraron como justicia económica, los grandes hacendados lo vivieron como traición. Se sentían asfixiados por el control del Restaurador, que revisaba concesiones, aumentaba tributos y vigilaba el comercio con un celo casi policial.
La pampa, que para ellos era sinónimo de libertad, comenzó a parecerles un territorio sitiado. Y en esas estancias, donde el viento solía ser el único juez, empezó a madurar el germen de la rebelión. El resto del país, empobrecido y disperso, miraba con recelo a un gobierno que ofrecía paz a cambio de silencio. El miedo al regreso del caos, al desgobierno de los años anteriores, mantenía a muchos fieles a Rosas, aunque sus corazones ardieran de descontento.
Era 1839, y Buenos Aires concentraba las contradicciones de una nación que aún no terminaba de ser. Mientras Rosas gobernaba con mano de hierro, imponiendo el orden como una religión y la obediencia como virtud, el resto de la Confederación vivía entre la pobreza, la lejanía y la sospecha.
El poder del Restaurador era inmenso: controlaba el comercio, la aduana, el ejército, la prensa y la moral. Pero bajo esa calma aparente bullían resentimientos, intereses heridos y una clase rural que comenzaba a sentir que su mundo se desmoronaba.
El 7 de noviembre de 1839, las pampas del sur bonaerense amanecieron cubiertas de neblina y olor a cuero húmedo. Los caballos resoplaban en silencio, los peones miraban el horizonte sin comprender del todo por qué estaban allí. En las cercanías de Chascomús, las tropas federales de Rosas aplastaron una sublevación que la historia conocería como la Revolución de los Libres del Sur.
Sus protagonistas no fueron militares ni caudillos: fueron estancieros, hacendados y enfiteutas, hombres que se creyeron dueños de la patria porque lo eran de la tierra.
El historiador Vicente D. Sierra escribió en su monumental Historia de la Argentina (1940): “Fue una conjura de intereses económicos más que una revolución de ideas”. Y sin embargo, su fracaso dejó una huella duradera: fue el primer intento serio del patriciado rural de desafiar al poder del Restaurador de las Leyes, el hombre que había domesticado a Buenos Aires con el mismo temple con que se doma un potro.
En 1838, Francia impuso un bloqueo naval a los puertos argentinos, dirigido por el almirante Louis Leblanc. La causa inmediata fue diplomática: Rosas se negaba a eximir a los franceses residentes del servicio militar obligatorio. Pero detrás del reclamo se escondía una estrategia imperial: quebrar la autoridad del Restaurador y abrir el comercio del Río de la Plata a la influencia gala.
El bloqueo asfixió la economía. Los saladeros quedaron inactivos, los barcos cargados de cueros se pudrían en los muelles, y los hacendados del sur comenzaron a sentir que la lealtad al Restaurador tenía un costo insoportable.
Mientras tanto, en Montevideo, los unitarios exiliados y los franceses tejían una red de intrigas, convencidos de que el pueblo argentino se levantaría contra Rosas apenas Lavalle pusiera pie en tierra.
El historiador Tulio Halperín Donghi observa en Revolución y guerra (1972) que “el error de los conspiradores fue creer que las masas rurales compartirían sus ideales de libertad; pero el pueblo del sur, fiel a su caudillo, solo conocía una bandera: la federal”.
En junio de 1839, el complot fue descubierto en Buenos Aires. Se detuvo a varios implicados, entre ellos Ramón Maza, hijo del presidente de la Sala de Representantes, quien sería luego ejecutado.
Sin embargo, las ramificaciones del movimiento alcanzaban las llanuras de Chascomús, Dolores y Tandil. Allí, hombres como Pedro Castelli —hijo del revolucionario de Mayo—, Ambrosio Crámer, Juan Gándara, José Miguens y los Ramos Mejía se preparaban para levantarse.
El plan era simple: mientras Lavalle desembarcaba en San Pedro con ayuda de la flota francesa, ellos incendiarían el sur. Pero Lavalle cambió de rumbo y marchó hacia Entre Ríos. Los Libres del Sur quedaron solos, sin apoyo y con un enemigo que no perdonaba.
Se dice que Lavalle optó por desembarcar en Entre Ríos porque no recibió el apoyo de la población del sur de Buenos Aires que esperaba, por la hostilidad local hacia él, y por la necesidad estratégica de asegurar una base en el litoral antes de atacar la capital.
El 7 de noviembre de 1839, las fuerzas federales al mando del coronel Prudencio Rosas, primo del Restaurador, se enfrentaron a los sublevados en las cercanías de Chascomús. El combate duró apenas tres horas.
El aire olía a hierro caliente y pasto seco. Los caballos caían con sus jinetes, los disparos se confundían con gritos y el polvo cubría todo como una mortaja. Al anochecer, el sueño liberal yacía sobre la tierra, mezclado con el barro y la sangre. Castelli fue fusilado, Crámer ejecutado, y otros tantos enviados al exilio.
Adolfo Saldías escribió en su Historia de la Confederación Argentina (1881): “Rosas no castigaba a los enemigos: los borraba”.
La revolución no fue sólo política: fue económica. Para comprenderla, hay que volver a la Ley de Enfiteusis sancionada en 1826 bajo el gobierno de Bernardino Rivadavia. Por esa ley, las tierras fiscales se arrendaban a particulares por un canon mínimo.
Muchos hacendados prosperaron gracias a ese sistema, pero también se generó una oligarquía agraria que se consideraba dueña de lo que en verdad seguía siendo del Estado.
Cuando Rosas volvió al poder en 1835, revisó esas concesiones, exigió pagos, aumentó controles. Los enfiteutas vieron amenazados sus privilegios.
La gota que colmó el vaso fue la Ley de Aduanas del 18 de diciembre de 1835, con la que el Restaurador impuso altos aranceles a los productos importados para proteger la producción local.
Lo que las provincias del norte celebraron como un acto de justicia económica, los estancieros bonaerenses lo vieron como una herejía.
La historiadora Elena Botura, en su ensayo El sistema económico de Rosas (1988), resume el conflicto con precisión: “El Restaurador dejó de ser el representante de su clase para convertirse en el guardián del Estado. Esa traición a los intereses del saladero fue, para muchos, imperdonable”.
Tras la derrota, la represión fue brutal. Los prisioneros fueron fusilados sumariamente y sus cuerpos expuestos en la plaza de Chascomús.
Otros fueron enviados a Carmen de Patagones o al destierro. Incluso Gervasio Rosas, hermano del gobernador, fue obligado a exiliarse por haber simpatizado con los rebeldes.
El mensaje era claro: ni la sangre ni la fortuna daban inmunidad. Rosas gobernaba con una mezcla de orden y terror que pocos se atrevían a desafiar. José Luis Busaniche escribió en Rosas, el Restaurador de las Leyes (1946): “Rosas comprendía que el perdón era una grieta por donde se colaba la anarquía”.
El sur quedó mudo. Los estancieros sobrevivientes juraron lealtad, los peones callaron, y el viento de la pampa se llevó los nombres de los caídos.
Los gauchos no entendían por qué habían peleado. Les habían dicho que era por Rosas, y obedecieron. Solo después supieron que habían luchado contra él.
En el silencio de esa derrota se gestaba también el principio del fin del rosismo: el campo había aprendido que el Restaurador podía ser temido, pero no eterno.
La Revolución de los Libres del Sur no fue una epopeya liberal ni una conjura aristocrática. Fue una advertencia. Mostró que el poder absoluto, aun cuando se reviste de patriotismo, genera su propia resistencia.
Creyeron luchar por la libertad, pero pelearon por sus privilegios. Rosas creyó defender la patria, pero defendía su poder. Nadie fue inocente.
Como señaló Halperín Donghi, “Rosas encarnó el sueño del orden en una sociedad nacida del desorden”. Pero el orden impuesto a sangre y fuego no puede durar indefinidamente.
Cada fusilamiento en Chascomús, cada estancia confiscada, fue un ladrillo menos en el edificio de su poder.
En 1852, cuando Rosas cayó derrotado en Caseros, muchos vieron en su caída el eco lejano de aquellos estancieros rebeldes de 1839.
Habían perdido la batalla, pero habían revelado una verdad profunda: la patria no es propiedad de nadie, y la historia, como el viento de la pampa, siempre vuelve a soplar sobre las huellas de los caídos.
Dicen que cuando el viento sopla sobre Chascomús, aún parece traer el rumor de aquellos hombres. Ni libres ni del sur, sino prisioneros de una patria que todavía buscaba su forma.
Dos siglos después, seguimos buscando el equilibrio entre la obediencia y la rebeldía. Tal vez aún no hayamos aprendido a ser libres del todo.






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