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Del sable de San Martín al fuego de Malvinas: la línea invisible de la Patria



Hay una línea que no se enseña en la escuela. No aparece en los manuales ni en los discursos oficiales. Es un hilo secreto, obstinado, que une a hombres separados por décadas, que nunca se conocieron pero que se reconocieron en la misma causa: la defensa de la soberanía contra los imperios.


Esa línea empieza con Belgrano y San Martín, se enciende con Rosas, sobrevive con Yrigoyen, arde con Perón y se congela de heroísmo en las trincheras de Malvinas. Belgrano dio la bandera, San Martín su sable, Rosas la Vuelta de Obligado, Yrigoyen el petróleo nacional, Perón la independencia económica y los soldados de Malvinas la sangre. Esos gestos, sumados, son la historia secreta de la Patria.


Belgrano fue el primero en encender la llama. Hijo de un comerciante genovés y de una criolla, educado en Salamanca y Valladolid, trajo de Europa las ideas de la Ilustración. Desde el Consulado de Buenos Aires, en 1794, defendió la industria nacional, la agricultura, la educación, incluso la enseñanza para mujeres.


Fue un hombre de proyectos: fábricas, escuelas de oficios, un comercio libre pero protegido. Cuando estalló la Revolución de Mayo en 1810, se volcó sin reservas. En 1812, a orillas del Paraná, improvisó una bandera con los colores del cielo y el río. Esa enseña se convirtió en el símbolo de la Nación. “La vida es nada si la libertad se pierde”, escribió en uno de sus documentos.


En 1812 y 1813, al mando del Ejército del Norte, encabezó las batallas de Tucumán y Salta, donde el pueblo se levantó en armas y derrotó a los realistas. En 1816 fue uno de los impulsores del Congreso de Tucumán, donde se declaró la Independencia. Y en 1820 murió pobre, enfermo, ignorado, pagando al médico con un reloj. El parte de su muerte dice que sólo lo acompañaron unos pocos amigos. Ese mismo día, Buenos Aires tuvo tres gobernadores distintos en 24 horas. El hombre que había dado bandera y victorias murió en silencio. Esa es la primera herida de la patria: el olvido de quienes lo dieron todo.


San Martín fue el brazo militar que llevó esas ideas hasta el fin del continente. En 1817 cruzó los Andes con un ejército famélico, mal vestido, pero con la determinación de hierro de sus soldados. Venció en Chacabuco y Maipú, aseguró la independencia de Chile, desembarcó en el Perú en 1820 y proclamó la independencia en Lima en 1821.


Podría haberse quedado con el poder, pero prefirió retirarse antes que pelear contra Bolívar en una guerra fratricida. Se exilió en Francia en 1824. Allí, viejo y enfermo, escribió en 1844 su testamento. Legó pocas cosas, pero una de ellas era inmensa: su sable corvo debía ser entregado a Juan Manuel de Rosas, “como prueba de la satisfacción que, como argentino, he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la Patria contra las injustas pretensiones de los extranjeros”.


El sable que había cruzado la cordillera, que había brillado en Maipú, quedaba ahora en manos del Restaurador. Era la continuidad explícita: Belgrano había dado la bandera, San Martín dejaba el sable, Rosas debía custodiar la soberanía.


Rosas cumplió con ese papel a su manera brutal. Estanciero de la campaña, caudillo de mirada de acero, se convirtió en gobernador de Buenos Aires en 1829. Gobernó con mano dura, persiguió a opositores, organizó la Mazorca como policía política.


Para los unitarios fue un tirano; para sus seguidores, el Restaurador de las Leyes. Pero nadie puede negar su papel frente a los imperios. En 1838 resistió el bloqueo francés. En 1845, cuando las flotas combinadas de Inglaterra y Francia intentaron forzar la libre navegación de los ríos interiores, Rosas ordenó defender el Paraná en la Vuelta de Obligado.


Las crónicas hablan de un amanecer con la niebla cubriendo las barrancas. Se tendieron gruesas cadenas de costa a costa, se emplazaron cañones en las alturas, se levantaron trincheras con tierra y sangre. El 20 de noviembre, los barcos europeos abrieron fuego. El cielo se cubrió de humo, los cañones tronaban, las cadenas crujían como huesos viejos.


Las defensas cayeron, pero el precio fue enorme: decenas de muertos y barcos averiados. José María Rosa escribió: “Obligado no fue derrota, fue victoria moral. Fue el día en que la Argentina dijo al mundo que sus ríos no eran calles abiertas, sino venas propias”. Inglaterra y Francia terminaron reconociendo la soberanía argentina sobre los ríos interiores.


La guerra la perdió el ejército, pero la ganó la política. San Martín, desde Francia, lo entendió. Por eso le entregó su sable. No a Mitre, no a Urquiza. A Rosas. Porque era el único que se había plantado ante las potencias.


Después de Caseros, en 1852, la línea pareció quebrarse. Urquiza derrotó a Rosas y sancionó la Constitución de 1853, un paso adelante institucional, pero su pacto con el Imperio del Brasil dejó un sabor amargo.


Mitre consolidó un proyecto distinto: el liberalismo portuario, el país abierto a Europa, la idea de que la civilización estaba afuera y lo nuestro era atraso. Esa visión terminó por imponer la idea de que lo nacional era un lastre, mientras lo extranjero representaba el progreso. Allí la línea de la soberanía quedó enterrada bajo la narrativa de la “civilización contra la barbarie”.


Hasta que en 1916, como un fantasma que emergía de las catacumbas, apareció Hipólito Yrigoyen. El Peludo. Misterioso, parco, casi ermitaño. Pero con él llegó la primera presidencia elegida por voto secreto y obligatorio gracias a la Ley Sáenz Peña. Por primera vez, el pueblo entraba a la política de verdad.


La imagen de ese 12 de octubre de 1916 es inolvidable: la Plaza de Mayo colmada, hombres y mujeres llegados en tranvías, a caballo, a pie. Querían ver al nuevo presidente, al caudillo silencioso que caminaba entre la multitud como un espectro al que todos obedecían.


Félix Luna lo describió como “un místico de la causa nacional”. Yrigoyen no necesitaba discursos estridentes: su silencio era programa.


En su primer gobierno (1916-1922) impulsó la Reforma Universitaria de 1918, que dio voz a los estudiantes y proclamó la autonomía y el cogobierno. En 1922 creó YPF bajo la dirección del general Mosconi, para que el petróleo fuera argentino y no botín de la Standard Oil o la Royal Dutch. “La causa de los humildes es la causa de la Patria”, solía repetir. Defendió a los trabajadores con leyes sociales, impulsó la expansión ferroviaria hacia el interior.


Lo reelegieron en 1928 con apoyo abrumador. Pero la oligarquía no lo soportó. En 1930 un golpe de Estado encabezado por José Félix Uriburu, con el guiño del embajador norteamericano, lo derrocó. Lo sacaron anciano y enfermo de la Casa Rosada.


El país entró en la llamada Década Infame. En 1933 se firmó el Pacto Roca-Runciman, que entregó el comercio de carnes a Inglaterra. La línea de la soberanía volvía a ser pisoteada. Norberto Galasso lo resume: “Yrigoyen abrió la puerta a un proyecto nacional. Lo sacaron a empujones porque ese proyecto era incompatible con la dependencia”.


En 1945 surgió otro continuador: Juan Domingo Perón. Militar de carrera, conocedor de la política social europea, entendió que la independencia no se declama, se construye. Nacionalizó los ferrocarriles, creó el IAPI para manejar el comercio exterior, fomentó la industria nacional, amplió derechos laborales, levantó hospitales y escuelas.


Su doctrina fue clara: justicia social, independencia económica, soberanía política. “La verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo”, dijo desde los balcones de la Casa Rosada.


Perón rescató a Rosas del basural donde lo había arrojado la historia oficial. Lo reivindicó como patriota, como defensor frente a los imperios. Y se colocó a sí mismo en esa línea: San Martín, Belgrano, Rosas, Yrigoyen y ahora el peronismo.


En 1955 fue derrocado. Lo exiliaron, lo proscribieron, lo demonizaron. Pero el movimiento siguió vivo en el pueblo trabajador. Como Rosas, como Yrigoyen, como San Martín, supo lo que es la traición y el destierro.


En 1982, esa línea volvió a arder en un escenario inesperado: las Islas Malvinas. Fue una guerra absurda, dirigida por una dictadura que buscaba legitimidad. Pero en las trincheras heladas, los soldados conscriptos encarnaron, sin saberlo, la misma causa que Belgrano, San Martín, Rosas, Yrigoyen y Perón: resistir al imperio británico.


Con fusiles viejos, uniformes inadecuados y hambre, esos jóvenes se plantaron contra uno de los ejércitos más poderosos del mundo. Pasaron noches enteras con las botas congeladas, se calentaron con latas de combustible, escucharon las radios que prometían victorias imposibles. Y pese al frío y la miseria, siguieron firmes.


Allí, en el extremo sur, se cerraba un círculo iniciado más de ciento setenta años antes. La derrota militar no borró el gesto: Malvinas fue el último capítulo de una tradición de resistencia frente al poder extranjero.


Esa es la línea. Belgrano creó la bandera. San Martín entregó su sable. Rosas resistió en Obligado. Yrigoyen fundó YPF. Perón proclamó la independencia económica. Los soldados de Malvinas dieron su sangre.


No es una línea recta ni perfecta. Está llena de derrotas, traiciones y contradicciones. Urquiza la torció, Mitre la quiso cortar, y otros la despreciaron. Pero siempre volvió a encenderse.


Es el fuego de la soberanía, de la dignidad, de la obstinación frente a los poderosos. Y hoy, la pregunta sigue abierta: ¿quién recoge esa posta? Porque los imperios no se fueron. Ya no envían casacas rojas ni cañoneras. Ahora visten trajes grises, hablan de “mercados”, “fondos de inversión” y “deuda externa”. Pero el objetivo es el mismo: la entrega de los recursos, la dependencia, el vasallaje.


El sable de San Martín, la bandera de Belgrano, las cadenas de Rosas, las urnas de Yrigoyen, los balcones de Perón y las trincheras de Malvinas no son reliquias: son preguntas. Están ahí, esperando respuesta. ¿Quién las levanta hoy? ¿Quién se atreve a sostener la línea invisible de la Patria?


 Bibliografía consultada


  • Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, Bartolomé Mitre, 1887, Félix Lajouane Editor, Buenos Aires.

  • Belgrano. El hombre del Bicentenario, Tulio Halperín Donghi, 2010, Taurus, Buenos Aires.

  • Manuel Belgrano. El hombre del Bicentenario, Felipe Pigna, 2010, Planeta, Buenos Aires.

  • Rosas y su tiempo, José María Rosa, 1960, Peña Lillo, Buenos Aires.

  • Encarnación Ezcurra. La caudilla oculta, Pacho O’Donnell, 1997, Planeta, Buenos Aires.

  • Mujeres de Rosas, María Sáenz Quesada, 1993, Sudamericana, Buenos Aires.

  • Defensa y pérdida de nuestra independencia económica, José María Rosa, 1964, Huemul, Buenos Aires.

  • Yrigoyen, Félix Luna, 1986, Sudamericana, Buenos Aires.

  • Historia de la Nación Argentina (tomo V), Academia Nacional de la Historia, 1940, El Ateneo, Buenos Aires.

  • Perón y el peronismo en la historia contemporánea, Norberto Galasso, 2005, Colihue, Buenos Aires.

  • Las luchas del peronismo y la lucha de clases en la Argentina, Rodolfo Puiggrós, 1956, Editorial Problemas, Buenos Aires.



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