EL DESPERTAR DE LA CONCIENCIA NACIONAL
- Roberto Arnaiz
- 21 jul
- 3 Min. de lectura
Cuando los trenes iban al revés y los patriotas escribían en voz baja
Una historia de entrega, un grito de rebelión
La historia argentina del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX estuvo signada por una progresiva entrega de su soberanía económica, financiera y territorial a los intereses del Imperio británico. Desde el primer empréstito de la Baring Brothers en 1824, que condicionó la economía nacional por generaciones, hasta la consolidación de un modelo agroexportador subordinado a las necesidades de la metópoli, la Argentina fue transformándose en una semicolonia disfrazada de nación independiente.
Los ferrocarriles, en manos de compañías británicas, no fueron construidos para articular el mercado interno ni fomentar la integración nacional, sino para trasladar rápidamente las materias primas desde el interior hasta el puerto, y de allí a los barcos que las llevaban a Europa. Las tarifas estaban diseñadas para beneficiar el tránsito hacia el exterior, encareciendo el intercambio entre provincias y dificultando el desarrollo autóctono.
Fue Raúl Scalabrini Ortiz quien denunció con claridad esta situación mediante una frase que se volvería emblema del pensamiento nacional: "Los trenes van al revés". Con ello quería decir que el sistema ferroviario no estaba pensado para unir al país, sino para vaciarlo. En su obra Política británica en el Río de la Plata (1940), Scalabrini afirmaba: "Los ferrocarriles han sido construidos no para integrar el país, sino para desmembrarlo. Van del puerto al interior para sacar, no del interior al puerto para integrar". En esa inversión del sentido del transporte, Scalabrini descubrió el corazón del coloniaje económico.
Los frigoríficos, encabezados por Swift y Armour, respondían directamente a los intereses británicos y norteamericanos, regulando la compra de carne y controlando los precios de exportación, en detrimento del productor argentino.
El monopolio bancario también estaba en manos extranjeras: el Banco de Londres, el Banco Británico de la Río de la Plata y otras entidades dictaban las condiciones del crédito, promoviendo la fuga de divisas y el endeudamiento estructural.
Las principales empresas de electricidad, teléfono, gas y tranvías estaban en manos inglesas. Incluso la deuda pública era colocada en Londres, y cada negociación financiera implicaba una pérdida de autonomía.
Los gobiernos, supeditados a la llamada "política de la entrega", sellaban acuerdos que favorecían a la oligarquía local y a los inversores extranjeros. El caso paradigmático fue el Tratado Roca-Runciman de 1933, que garantizaba la compra de carne argentina a cambio de mantener intactos los privilegios británicos en los ferrocarriles, frigoríficos, bancos y servicios.
Esta dominación material se completaba con una colonización cultural profunda. En las escuelas se estudiaba historia inglesa, se ensalzaba la civilización europea, se despreciaba lo propio y se reproducía una visión ajena del mundo.
La clase dirigente imitaba modas extranjeras, se educaba en París y hablaba de la Argentina como "granero del mundo", sin reparar en que ese mundo se alimentaba a costa del hambre local.
En ese contexto de sumisión generalizada, un grupo de jóvenes empezó a levantar la voz. No desde el poder, sino desde la trinchera de la dignidad.
En 1935, nació FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), formada por radicales desencantados con la traición de su partido. No tenían poder, ni prensa, ni dinero. Tenían ideas. Tenían conciencia. Y la voluntad de despertar al pueblo.
Entre ellos se destacaron dos figuras que darían forma al pensamiento nacional de todo el siglo XX: Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche. El primero, con el rigor del investigador y la sensibilidad del poeta, demostró que los ferrocarriles eran el mapa del saqueo.
El segundo, con su pluma filosa y su corazón popular, desenmascaró las "zonceras" que mantenían al pueblo dormido. Ambos hicieron visible lo invisible: que la Argentina era formalmente libre, pero estructuralmente dependiente. Que la verdadera independencia requería primero comprender la naturaleza del coloniaje.
También integraban este grupo intelectuales como Homero Manzi, cuya sensibilidad social y cultural ayudó a tender puentes entre la estética, la poesía y la lucha nacional.
Ese legado encendió una chispa. Y esa chispa, años después, prendería fuego en el corazón del pueblo.
De esas ideas y diagnósticos se nutrirá, pocos años después, Juan Domingo Perón, quien desde su rol en la Secretaría de Trabajo y Previsión primero, y luego como presidente de la Nación, sabrá recoger ese pensamiento nacional y transformarlo en acción política concreta.
Inspirado por esa visión de soberanía popular, decretará el rompimiento con el imperialismo británico, nacionalizará los ferrocarriles y los servicios públicos, y declarará la independencia económica de la Nación.
La verdadera independencia no se declama: se construye. Y empieza, como enseñaron los hombres de FORJA, por pensar con cabeza propia y caminar con los pies en la tierra que se quiere libre.






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