El Fraile Aldao: entre la cruz y la espada.
- Roberto Arnaiz
- 27 sept
- 6 Min. de lectura
Introducción
América del Sur, primeras décadas del siglo XIX. El viejo orden colonial se resquebraja y de sus grietas brota un vendaval que arrasa con todo. La revolución no es solo pólvora contra España: es hambre contra privilegios, iluminismo contra catecismo, improvisación contra disciplina militar europea. Los pueblos, que hasta ayer obedecían al rey y a los curas como a dioses de la tierra, empiezan a desobedecer. La guerra de independencia no es un desfile de próceres solemnes, sino una pelea de campesinos descalzos, mujeres que funden pólvora en la cocina, esclavos que cambian cadenas por fusiles y frailes que se sacan el hábito para ponerse la banda militar.
Los conventos tiemblan: hombres educados bajo la férrea obediencia de la Contrarreforma se animan a leer, a escondidas, libros de Rousseau o de Montesquieu. Descubren que Dios no está solo en el púlpito, también puede estar en la pólvora. Que la libertad, esa palabra prohibida en los índices eclesiásticos, se vuelve rezo, bandera y machetazo. Y en medio de esa tormenta de ideas y cuchilladas, surge una figura que parece salida de una pesadilla medieval: José Félix Aldao, el fraile que se convirtió en guerrillero, caudillo y gobernador. El hombre que rezaba un Padrenuestro y un minuto después ordenaba un degüello.
El fraile-soldado en las republiquetas (épica, guerrilla, mística y pólvora)
La independencia fue un parto entre rezos y cuchilladas. Había hambre, pólvora, sueños, resentimientos. Los conventos, hasta entonces jaulas de obediencia, empezaron a crujir. Frailes formados en la férrea disciplina de la Contrarreforma miraban hacia afuera y se encontraban con el vendaval de la revolución.
En ese escenario aparece José Félix Aldao, nacido en Mendoza en 1785, hijo de familia acomodada, destinado desde joven al convento dominico. La familia lo imaginaba doctor en teología, voz grave en púlpitos oscuros. Pero la historia lo sacó de la sacristía y lo arrojó al barro. En 1817, marchaba como capellán del Ejército de los Andes, encargado de dar consuelo espiritual a los soldados. Hasta que en el combate de Guardia Vieja, el 4 de febrero, tiró el crucifijo al suelo, tomó un arma y peleó como un poseso. Las Heras quedó impresionado, lo recomendó a San Martín, y éste lo nombró teniente de Granaderos. El fraile había mutado en soldado.
Aldao parecía un personaje medieval suelto en América. En 1821, al mando de un regimiento guerrillero que descendía de las montañas hacia Lima, su imagen fascinaba y asustaba al pueblo: gorro cónico de cuero de carnero, capa blanca de frazada, sable enorme golpeándole los tobillos, botas de potro crujientes y mosquete en mano. El pueblo lo miraba con esa mezcla de devoción y espanto reservada a los santos y a los verdugos. Para algunos era la “bárbara belleza”: el fraile que rezaba un Padrenuestro y, al minuto, ordenaba un degüello. Para otros, un monstruo que había pervertido la fe.
Ese Aldao guerrillero era la esencia misma de las republiquetas: improvisación, mística, brutalidad y fe enredadas en un mismo cuerpo. Campesinos descalzos convertidos en soldados, mujeres en jefas de tropa, curas en capitanes. No había frontera entre lo sagrado y lo profano. El fraile-soldado encarnaba esa Argentina naciente: libertad forjada en pólvora y oración, machetazo y credo.
El caudillo federal (mujeriego, irascible, gobernador de Mendoza)
La gloria sanmartiniana se apagó con Guayaquil. Aldao vivió un tiempo en Lima, volvió a Mendoza, probó como viñatero en su finca “La Chimba”. Pero la paz nunca fue su territorio. En 1828 ya estaba otra vez en armas, defendiendo la frontera contra incursiones indígenas y contra los Pincheira, cuatreros que asolaban Cuyo. Facundo Quiroga lo convenció de unirse a la causa federal después del fusilamiento de Dorrego. Y Aldao eligió con furia.
En La Tablada fue derrotado, en El Pilar se desató como un demonio. Su hermano Francisco murió en la refriega y él respondió con una matanza. Mandó a ejecutar a los prisioneros, entre ellos Francisco Laprida, presidente del Congreso de Tucumán en 1816. Domingo F. Sarmiento, entonces un adolescente, escapó milagrosamente con su padre. Ese día, la cruz y la espada se abrazaron en su versión más feroz: oración en la mañana, degüello en la tarde.
En Mendoza tomó el poder. Gobernó como comandante general y caudillo absoluto. Lo llamaban “el fraile Aldao” o “el cachudo Aldao”, apodos que lo enloquecían, porque le recordaban sus contradicciones. Era mujeriego empedernido: tuvo al menos una docena de hijos reconocidos y convivió con varias parejas a la vez. En Perú lo conocieron por su romance con Manuela Zárate; en Mendoza lo acompañaban dos mujeres mientras gobernaba.
Pero Aldao no era solo brutalidad. También fue político pragmático. Como gobernador declaró “dementes” a los unitarios, ordenó encerrarlos y les quitó todo derecho civil: para él, la oposición era locura. Al mismo tiempo fundó una escuela de primeras letras, cátedras de Gramática, Filosofía y Derecho Civil, levantó un cementerio fuera de las iglesias, reglamentó aguas y molinos, reparó diques, prohibió la caza del guanaco. Gobernaba con látigo en una mano y reglamentos en la otra.
Fue derrotado en Oncativo en 1830 por Paz, exhibido semidesnudo sobre un burro en Córdoba, insultado por multitudes. Paz lo miraba con desprecio, Lamadrid deseaba su muerte. En sus memorias, Paz lo describió como un personaje grotesco, mezcla de clérigo renegado y caudillo bárbaro. Pero la suerte giró: Paz cayó prisionero y Aldao volvió al poder. Se convirtió en sostén de la causa federal en Cuyo. Con Rosas coordinó la defensa de la frontera, recuperó cautivos, frenó la Liga del Norte. Mendoza lo reeligió gobernador en 1844. Era ya un caudillo absoluto, respetado y temido.
Sarmiento lo pintó como un monstruo en Facundo: el fraile mujeriego, irascible, símbolo de la barbarie. Para él, Aldao era la prueba viviente de que la Argentina oscilaba entre civilización y barbarie. Pero esa mirada también era interesada: Aldao representaba lo que Buenos Aires temía y odiaba, esa mezcla de caudillo rural y poder armado que escapaba a toda racionalidad unitaria. Para sus seguidores, en cambio, era el protector de Mendoza, el que garantizaba orden en tiempos de caos.
La agonía y la desaparición de sus restos (tumor, reconciliación religiosa, terremoto de 1861)
El destino le tenía reservado un final acorde a su vida: brutal, doloroso, grotesco. A comienzos de 1844 le apareció un grano en la frente, arriba del ojo derecho. El médico Cayetano Garviso intentó curarlo con ungüentos y cataplasmas. El grano creció hasta alcanzar el tamaño de un huevo de gallina. Desesperado, Aldao pidió ayuda a Rosas. Éste le envió a su cuñado, el médico Miguel Rivera.
Rivera lo operó: le abrió la frente y extrajo un tumor que describió como “fibrocelular fungoso del pericráneo”. Aldao soportó la cirugía sin moverse ni quejarse, como un Cristo bajo tormento. Pero el tumor volvió a crecer, devorándole la frente, la nariz, el ojo derecho. El guerrero de capa blanca quedó convertido en un enfermo deformado, postrado en la cama, con dolores insoportables, insomnios, estallidos de furia. Amigos que antes lo visitaban a la hora de las cartas dejaron de aparecer. El caudillo temido se transformó en un hombre solo, vencido por su propia carne.
Pidió reconciliarse con Dios. Se armó un altar en su casa, rezaba misas diarias, colgó escapularios de su cuello. Prometió volver a la religión si sanaba. Preparó su testamento: quería ser enterrado con el hábito dominico y el uniforme de brigadier, gobernador y capitán general al mismo tiempo. Incluso en la muerte, la cruz y la espada lo perseguían.
El 19 de enero de 1845 murió en Mendoza, debilitado, apenas pudiendo hablar. Fue enterrado en la iglesia matriz, delante del Altar de las Ánimas. Pero ni la tumba le respetó el descanso. El terremoto de Mendoza de 1861 arrasó la ciudad y sus restos desaparecieron. Ni una flor quedó para el fraile guerrero.
Epilogo
José Félix Aldao se deshizo en polvo como su propia leyenda. Había sido fraile, soldado de San Martín, guerrillero de las republiquetas, caudillo federal, gobernador mujeriego, verdugo de unitarios, modernizador de Mendoza, agonizante devorado por un tumor. Todo en una sola vida. Cruz y espada, oración y degüello, progreso y barbarie. Un espejo roto de la Argentina naciente.
Sarmiento escribió que en Aldao estaba el rostro de la barbarie. Paz lo trató como un payaso cruel. Para otros, fue un protector necesario en tiempos de caos. Lo cierto es que en él habitan todas las contradicciones: un dominico que cambió el crucifijo por el sable, un guerrero que gobernó a lanzazos, un caudillo que fundó escuelas mientras mandaba degollar prisioneros, un enfermo que pidió reconciliarse con Dios cuando el tumor le comía la cara.
En su tumba vacía se esconde también la contradicción de la patria.
Bibliografía:
Sarmiento, Domingo F. Facundo: Civilización y Barbarie. Imprenta de Julio Belin, París, 1845.
Paz, José María. Memorias Póstumas. Librería de la Nación, Buenos Aires, 1892.
Pignatelli, Adrián. José Félix Aldao, el fraile irascible y mujeriego. Editorial Perfil, Buenos Aires, 2024.
López, Vicente Fidel. Historia de la República Argentina. Imprenta y Librería de Mayo, Buenos Aires, 1883.
Chiaramonte, José Carlos. Nación y Estado en Iberoamérica. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1982.
Halperín Donghi, Tulio. Revolución y Guerra: Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla. Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 1972.






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