El Gran Chisme del Poder: Foucault y la Sexualidad
- Roberto Arnaiz
- 6 feb
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A lo largo de su obra, Foucault demostró que el deseo no es solo un instinto biológico o una cuestión individual, sino un fenómeno profundamente moldeado por las estructuras de poder. Desde la religión hasta la ciencia moderna, múltiples discursos han intervenido en la manera en que experimentamos, comprendemos y normamos el sexo.
Vivimos en la era del placer obligatorio, del deseo optimizado, del amor algorítmico. Nos decimos más libres que nunca, pero Foucault nos susurra desde sus libros que nada ha cambiado: solo las cadenas han evolucionado. ¿Somos dueños de nuestro deseo o solo seguimos nuevas normas disfrazadas de libertad?
Nos gusta pensar que el deseo es un territorio privado, una decisión personal. Creemos que lo que nos excita o nos atrae es algo espontáneo, nuestro. Pero, ¿y si todo eso ya estaba decidido antes de que siquiera lo imaginemos? ¿Y si la sexualidad, más que un espacio de libertad, ha sido siempre un campo de batalla donde el poder nos dice qué debemos sentir, cómo debemos actuar y qué nos debe gustar?
Si hay algo que el poder ha vigilado con más obsesión que la guerra o el dinero, es el sexo. No porque quiera prohibirlo, sino porque sabe que controlar el deseo es la forma más efectiva de controlar a las personas. Quien controla el deseo, controla la forma en que los individuos se relacionan, se identifican y perciben su propia libertad.
Si el deseo puede ser normado, puede ser manipulado para que las personas no solo se comporten de cierta manera, sino que crean que lo hacen por voluntad propia. No es casualidad que los regímenes totalitarios han perseguido con fiereza cualquier forma de deseo que no encajara en su moral. Desde la criminalización de la homosexualidad en el nazismo y el estalinismo hasta la persecución del erotismo en dictaduras religiosas, siempre ha existido una obsesión por regular el placer.
Michel Foucault lo entendió mejor que nadie y nos dejó una verdad incómoda: el sexo nunca ha sido solo placer, siempre ha sido un campo de batalla del poder.
El deseo es el motor de nuestras acciones. Queremos algo y actuamos en función de ello. Pero, ¿qué pasa cuando ese deseo ha sido previamente moldeado? ¿Cuándo nos hacen creer que queremos lo que nos han enseñado a querer?
El poder ha jugado con el deseo para estructurar sociedades enteras. Ha dictado qué relaciones son legítimas, cuáles deben ser perseguidas, qué cuerpos son deseables y cuáles deben ser escondidos. Durante siglos, la religión controló la sexualidad a través del pecado y la culpa; luego, la medicina lo hizo a través de diagnósticos y enfermedades; hoy, lo hace el mercado, transformando el placer en un producto que se consume y se optimiza.
El sexo es un campo de batalla porque es en él donde se juega la libertad individual frente al control social. No es casualidad que las dictaduras hayan perseguido ciertas prácticas sexuales ni que los movimientos de liberación hayan hecho de la sexualidad una bandera de lucha. La regulación del deseo es una forma de disciplinar cuerpos y mentes, de trazar límites entre lo permitido y lo prohibido, de crear ciudadanos funcionales y castigar a quienes se salen del guion.
Nos hicieron creer que el sexo fue reprimido durante siglos, que el ser humano vivió en una jaula de puritanismo hasta que llegaron los 60 con la revolución sexual. Pero Foucault nos dice algo más incómodo: no es que el poder haya querido que dejemos de hablar de sexo, sino que quiso que habláramos más de él. Y no solo hablar, sino vigilarlo, definirlo, clasificarlo y controlarlo con una precisión obsesiva.
Si el sexo hubiera sido realmente reprimido, simplemente habría sido silenciado. No existirían tratados sobre la moralidad de la carne, manuales médicos sobre las "desviaciones" o sermones interminables sobre los pecados de la carne. Pero lo que encontramos en la historia es exactamente lo contrario: un archivo gigantesco de discursos que buscan nombrar, ordenar y disciplinar el deseo.
El sexo no fue prohibido, fue diseccionado. No para eliminarlo, sino para meterlo en jaulas conceptuales, donde cada cuerpo tenía su lugar y cada placer su categoría. Porque si algo no tiene nombre, no existe. Y si algo está bien definido, es más fácil de regular.
En la Edad Media, si un hombre tenía relaciones con otro hombre, simplemente había cometido un acto. No tenía un nombre, una etiqueta. No era un "homosexual", no era un "desviado". Pero cuando el siglo XIX trajo consigo médicos, psiquiatras y jueces obsesionados con poner cada deseo bajo un microscopio, ese acto se convirtió en una identidad. Ahora había invertidos, pervertidos, degenerados.
Y con la identidad, vino el control: hospitales, psiquiátricos, confesiones, tribunales, terapias de corrección. Lo que antes era solo una experiencia pasó a ser un diagnóstico.
El poder no se conformó con regular la sexualidad, sino que la convirtió en una ciencia. Se creó un sistema de clasificación donde cada persona debía ajustarse a una etiqueta: heterosexual, homosexual, frígida, ninfómana, impotente, histérica. Así, la medicina y la psicología pasaron a ser los nuevos jueces del deseo, transformando las preferencias en trastornos y las prácticas en estadísticas. Ya no se trataba de qué hacías en la cama, sino de quién eras a partir de ello.
Antes, el problema era el pecado. Hoy, el problema es no disfrutar lo suficiente. Antes, la culpa era por querer demasiado, ahora es por no querer lo suficiente. La industria del bienestar y la autoayuda han convertido el sexo en una meta de productividad: talleres de "sexo consciente", aplicaciones que miden el "rendimiento" de las relaciones íntimas, influencers que explican cuántas veces a la semana "deberíamos" tener sexo para estar "plenos".
Y ahora llegamos a la parte más irónica. En una época donde el sexo está en todas partes, donde las aplicaciones de citas te dan acceso instantáneo a encuentros, donde la pornografía está al alcance de cualquiera, podríamos creer que el deseo es más libre que nunca. Pero Foucault se reiría. Lo que hicimos no fue liberarnos, sino cambiar de cárcel.
Antes nos decían que el placer era peligroso, ahora nos dicen que tenemos la obligación de disfrutar. Antes se perseguía el deseo, ahora se mide, se etiqueta y se convierte en una industria de consumo que nos dice cuánto placer es el adecuado para una vida plena.
Si en el siglo XIX te vigilaban con la confesión y el tribunal, hoy te vigilan con algoritmos que analizan tus búsquedas, preferencias y hábitos. Antes era la Iglesia quien dictaba la moralidad, hoy lo hace un software.
Foucault nos deja con una pregunta brutal: ¿realmente hacemos lo que queremos o simplemente seguimos nuevas normas disfrazadas de elección personal? Si cada uno de nuestros deseos ha sido moldeado por discursos médicos, morales, publicitarios y tecnológicos, ¿qué parte de nuestro placer es realmente nuestro?
El poder nunca te dirá que estás preso. Te dará una celda con espejos para que creas que la libertad es real. Y mientras sigas mirando el reflejo, nunca verás la jaula.

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