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Juan Manuel de Rosas: cadenas en el río, soberanía en la sangre


Juan Manuel de Rosas. Nombre maldito en los manuales liberales, venerado en los fogones federales. El Restaurador de las Leyes. El hombre que, con botas embarradas y mirada de cuchillo, se plantó frente a dos de las potencias más grandes del planeta y les dijo que no. Que los ríos del Paraná no eran calles abiertas para barcos ingleses ni franceses, sino venas de la Nación. Y que para cruzarlas tendrían que pasar sobre cadenas de hierro y sobre el pecho de sus paisanos.


Durante mucho tiempo, a Rosas lo redujeron a una caricatura. El tirano sanguinario, el dictador que gobernaba con la Mazorca, el fanático del rojo punzó. Mitre lo pintó como el monstruo que impedía el progreso, Sarmiento como el bárbaro que encarnaba lo peor de la pampa. Pero la historia, como toda historia, tiene doble fondo.


Porque al lado de la represión, la censura y la violencia —que existieron y fueron brutales— hubo otra cara: la del hombre que se plantó frente al mundo cuando pocos se atrevían a hacerlo. José María Rosa, historiador maldito como su objeto de estudio, lo dijo sin titubeos: “Rosas es la soberanía”.


Nació en 1793, en el seno de una familia terrateniente. Se crió entre haciendas, peones, caballos y mates compartidos al amanecer. Fue estanciero antes que político, hombre de campo antes que orador. De ahí salió su poder: conocía el barro, el olor del cuero, la fidelidad de los gauchos. No hablaba de libros europeos, hablaba de la campaña. Y eso, en una Buenos Aires que quería parecerse a París, era casi un sacrilegio.


En 1829 se convirtió en gobernador de Buenos Aires. No era un intelectual refinado ni un militar con laureles, pero tenía lo que otros no: respaldo popular. El gauchaje lo seguía, la campaña lo respetaba, los federales lo veían como el único capaz de imponer orden en medio del caos.


Gobernó con mano de hierro. Perseguía opositores, desterraba unitarios, imponía el uso del rojo punzó como marca de lealtad. Su policía política, la Mazorca, sembraba terror en las calles. Nadie puede negarlo. Rosas no fue un santo ni un demócrata moderno: fue un caudillo del siglo XIX. Pero reducirlo a eso sería quedarse con la mitad de la historia.


Porque mientras gobernaba con fuego en lo interno, en lo externo se convirtió en un símbolo de resistencia. La soberanía no se discute, se defiende. Esa fue su consigna.


Rosas no sólo se enfrentó a Francia e Inglaterra. En realidad, peleó rodeado de enemigos por todos lados. El Imperio del Brasil lo miraba con odio, y más tarde sería socio de Urquiza en Caseros. Uruguay, bajo Rivera y luego Suárez, fue refugio de unitarios exiliados y base de conspiraciones. Chile maniobró en el Pacífico contra la influencia rosista. La Confederación Perú-Boliviana de Santa Cruz buscaba expandirse hacia el Río de la Plata. Y adentro, los unitarios nunca dejaron de conspirar, agazapados en Montevideo o en Europa. Pocas veces en la historia argentina un gobernante se vio tan cercado. Y sin embargo, resistió.


En 1838 Francia decidió torcerle el brazo. Exigía privilegios para sus ciudadanos, reclamaba trato especial, buscaba un pie en el Río de la Plata. Rosas se negó. Entonces vino el bloqueo: barcos franceses cerraron el puerto de Buenos Aires, la ciudad se quedó sin comercio, sin ingresos, al borde del colapso.


Los muelles estaban vacíos, los estibadores sin trabajo, los mercados sin víveres. El olor a salitre y miseria se mezclaba con la bronca. Los diarios franceses lo trataban de bárbaro, los unitarios exiliados brindaban en Montevideo. Pero Rosas no cedió. Resistió con discursos encendidos, con movilización popular, con propaganda que pintaba a los franceses como piratas. Y el bloqueo se levantó en 1840, sin que la Confederación cediera. Fue el primer round ganado contra un imperio.


El segundo round sería aún más brutal. En 1845, Inglaterra y Francia unieron sus flotas. Querían imponer la “libre navegación de los ríos interiores”. Una frase elegante que escondía un objetivo: penetrar el corazón económico del país, controlar el comercio de Corrientes, Santa Fe, Entre Ríos y Paraguay.


Rosas respondió con cadenas. Literalmente. Ordenó tender tres gruesas cadenas de costa a costa en un recodo del Paraná llamado Vuelta de Obligado. Se cavaron trincheras, se emplazaron cañones, se levantaron parapetos. Los paisanos, al mando de Lucio Mansilla, se prepararon para lo imposible: enfrentar a una flota con más de cien cañones modernos, buques de guerra de acero, tropas entrenadas en las guerras napoleónicas.


El 20 de noviembre amaneció con niebla espesa. A las ocho de la mañana, los barcos europeos abrieron fuego. El estruendo fue ensordecedor. Las campanas de las iglesias repicaban en Buenos Aires, llevando la noticia de la batalla. Mujeres de la campaña fabricaban municiones, los hombres rezaban antes de empuñar fusiles viejos. Las cadenas crujieron, los cañones argentinos respondieron con pólvora húmeda, las barrancas temblaban. El combate duró horas. Al final, las cadenas se rompieron, las defensas se derrumbaron, el Paraná quedó abierto.


Pero el costo para los invasores fue alto: barcos averiados, decenas de muertos, una resistencia inesperada. Obligado fue, en términos militares, derrota. Pero en términos políticos, fue victoria. Porque Inglaterra y Francia comprendieron que cada metro de río les costaría sangre. Y pocos años después firmaron tratados —el Arana-Southern con Inglaterra y el Arana-Lepredour con Francia— reconociendo la soberanía argentina.


José María Rosa lo resumió: “En Obligado no se defendía sólo un río, se defendía la dignidad de un pueblo”. Lucio Mansilla, protagonista de la jornada, escribió en sus memorias: “Los cañones callaron, pero el eco de esa resistencia seguirá sonando en la conciencia de la Patria”.


Ese reconocimiento no vino sólo de los revisionistas posteriores. En vida, los dos próceres máximos de la Independencia dejaron gestos elocuentes.


Belgrano, que había muerto en 1820, había reconocido la necesidad de un orden fuerte para sostener la Patria. Sus discípulos vieron en Rosas al heredero de esa firmeza que él intuía indispensable. Rosas, de hecho, adoptó al hijo natural de Belgrano —Pedro Rosas y Belgrano— y lo crió en su propia casa. Fue un gesto simbólico: el hijo del creador de la bandera se formaba bajo el ala del Restaurador.


San Martín, en su testamento de 1844, fue aún más explícito. Desde Francia, viejo y enfermo, legó su sable corvo a Rosas “como prueba de la satisfacción que, como argentino, he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la Patria contra las injustas pretensiones de los extranjeros”. No fue un elogio menor: fue el espaldarazo del Libertador al caudillo que se enfrentaba a dos imperios.


Así, la línea se volvía clara: Belgrano había dado la bandera, San Martín su sable, Rosas sus cadenas.


Pero todo desafío tiene precio. Rosas acumuló enemigos. Los unitarios lo odiaban, los liberales lo demonizaban, los imperios lo veían como obstáculo. En 1852, Justo José de Urquiza se alió con Brasil y con los opositores internos. En Caseros, Rosas fue derrotado.


La batalla fue un hervidero de barro y pólvora. Los clarines brasileños resonaban en los campos de Palermo, mientras las tropas aliadas avanzaban con paso firme. Rosas, derrotado, redactó su renuncia y partió hacia el exilio. Nadie lo acompañó en procesión. No hubo multitudes despidiéndolo. El Restaurador salía por la puerta trasera de la historia.


Se exilió en Inglaterra. Eligió Southampton porque allí, lejos de la política argentina y europea, podía vivir con discreción y cuidar de sus finanzas. Pasó sus últimos años en una granja, cuidando vacas, escribiendo cartas melancólicas, recordando el poder perdido. La niebla inglesa lo envolvía cada mañana mientras alimentaba ganado. Murió en 1877, olvidado y maldito. No hubo funerales de Estado ni honores. Apenas un puñado de argentinos lo recordaba como algo más que un tirano.


Recién en el siglo XX, con el revisionismo histórico, Rosas comenzó a ser rescatado. José María Rosa, Fermín Chávez, Pacho O’Donnell y tantos otros lo reivindicaron como símbolo de soberanía. En 1989, sus restos fueron repatriados a la Argentina. Fue el regreso del exiliado eterno, el que había sido enterrado en Inglaterra como enemigo y vuelto como patriota.


¿Qué nos dice Rosas hoy? Que la soberanía nunca es gratuita. Que defender lo propio implica costos, aislamientos, demonizaciones. Que ningún imperio tolera un “no” sin revancha. Pero también nos recuerda que un pueblo puede resistir, que incluso en la derrota hay victorias morales que dejan huella.


La Vuelta de Obligado sigue siendo recordada cada 20 de noviembre como el Día de la Soberanía Nacional. No por casualidad. Allí, en esas cadenas oxidadas tendidas sobre el Paraná, está el símbolo de lo que significa ser argentino: plantarse frente a los poderosos, aun sabiendo que la batalla es desigual.


Belgrano nos dio la bandera. San Martín nos dejó su sable. Rosas nos legó las cadenas de Obligado. Esos símbolos, juntos, arman un altar invisible: el de la soberanía. Y esa línea llega hasta Yrigoyen, Perón y los soldados de Malvinas.


El desafío sigue abierto. Los imperios ya no traen cañoneras ni casacas rojas. Vienen con tratados, deudas, discursos de “globalización”. Pero buscan lo mismo: nuestros ríos, nuestro petróleo, nuestra tierra.


Las cadenas del Paraná siguen ahí, oxidadas, como cicatrices. Y cada tanto los imperios vuelven, disfrazados de banqueros o diplomáticos. La pregunta no es si volverán: es quién se atreverá a tensar las cadenas de nuevo.

 

Bibliografía consultada

  • Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, Bartolomé Mitre, 1887, Félix Lajouane Editor, Buenos Aires.

  • Rosas y su tiempo, José María Rosa, 1960, Peña Lillo, Buenos Aires.

  • La vuelta de Obligado, José María Rosa, 1970, Peña Lillo, Buenos Aires.

  • Encarnación Ezcurra. La caudilla oculta, Pacho O’Donnell, 1997, Planeta, Buenos Aires.

  • Historia Argentina, Félix Luna, 1994, Planeta, Buenos Aires.


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