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María Josefa Ezcurra: del amor de Belgrano a la trinchera de Rosas


En Buenos Aires hay paredes que todavía transpiran política. Paredes que no están hechas de cal y ladrillo, sino de voces, intrigas y pasiones que no se apagaron con el paso del tiempo. Una de esas casas está en la calle Alsina al 400. Fue construida en 1836 y allí vivió María Josefa Ezcurra, mujer que los historiadores más cautos definen como “operadora política” y los más mordaces como “fanática de la Federación”. Una mujer que en su juventud amó a Manuel Belgrano, que en plena madurez se volvió el brazo invisible de Juan Manuel de Rosas, y que murió con la misma discreción con la que había conspirado durante toda su vida.


Nació en Buenos Aires el 26 de noviembre de 1785. Era la primogénita de una familia de alcurnia modesta pero influyente: su padre, Juan Ignacio Ezcurra, y su madre, Teodora de Arguibel, formaban parte de la élite porteña de finales del siglo XVIII. La niña creció en un mundo donde las mujeres estaban destinadas a callar, casarse bien y no dejar huellas. Pero Josefa decidió otra cosa: dejar huellas profundas, aunque fueran incómodas.


El historiador Adrián Pignatelli recuerda que siendo apenas adolescente conoció a Manuel Belgrano, por entonces funcionario del Consulado, un treintañero lleno de ideas de reforma: defendía la industria nacional, soñaba con escuelas para mujeres, atacaba a los comerciantes que especulaban. Para una jovencita educada en un mundo de rosarios y tertulias, aquel hombre era un faro. Lo escuchaba con la fascinación con que se escucha lo imposible.


El padre de Josefa, sin embargo, no quería saber nada con el abogado. A pesar del prestigio de los Belgrano, pesaba sobre la familia la sombra de un juicio por quiebras que había rozado al padre de Manuel, el genovés Domingo Belgrano Peri. Eso bastó para que la relación fuera prohibida. En 1803, el viejo Ezcurra encontró la solución: casarla con un pariente navarro, Juan Esteban Ezcurra, que acababa de llegar a Buenos Aires para dedicarse al comercio. El casamiento se concretó sin romance.


La vida de Josefa parecía condenada a la rutina. Sin embargo, el destino le tenía preparada una revuelta. En 1810, la Revolución de Mayo sacudió los cimientos de todo. Su marido, realista convencido, decidió volver a España; ella se negó a acompañarlo. Él partió a Cádiz. Desde entonces, Josefa quedó en un limbo social y legal: no era viuda —porque su esposo vivía allende el mar— ni soltera —porque seguía casada—. Para la rígida sociedad porteña, esa condición intermedia era casi una condena. Años más tarde llegó la noticia de su muerte y recién entonces se consolidó la herencia que él había dejado en España. Y ahí estaba Josefa: una mujer sola, con dinero y libertad de acción, una combinación que inquietaba a medio Buenos Aires.


El amor prohibido con Belgrano se reavivó. En 1812, cuando el creador de la bandera fue designado jefe del Ejército del Norte, ella viajó a Jujuy. Allí se encontraron como si el tiempo no hubiera pasado. Vivieron un romance breve, clandestino y ardiente. En ese encuentro quedó embarazada. El 30 de julio de 1813 nació en Santa Fe Pedro Pablo, fruto de ese vínculo imposible. Belgrano, hombre dividido entre el deber y el deseo, no lo reconoció. Según cuenta Bartolomé Mitre en su monumental biografía del prócer, Belgrano había escrito a Martín Miguel de Güemes confesando que “sólo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna, jamás, mi corazón”. Una confesión amarga que retrata a un héroe público incapaz de asumir sus amores privados.


El niño fue confiado a Rosas y Encarnación Ezcurra, recién casados en marzo de 1813. Lo criaron como propio. Años más tarde, el Restaurador le diría al joven: “Usted es hijo de un hombre más grande que yo”. Y Pedro Pablo tomó entonces el apellido Belgrano Rosas, como si en su nombre estuviera inscrita la paradoja del país: hijo natural de un prócer revolucionario de Mayo y adoptivo de un caudillo federal.


San Martín, desde su exilio en Boulogne-sur-Mer, dejó escrito en su testamento de 1844 que el sable que lo había acompañado en todas las campañas debía ser entregado a Rosas, “como prueba de la satisfacción que, como argentino, he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la Patria contra las injustas pretensiones de los extranjeros”.


Belgrano, en vida, había entregado a Rosas algo aún más íntimo: su propio hijo, Pedro Pablo, confiado a la custodia del Restaurador. Entre ambos próceres, por caminos distintos, había un reconocimiento tácito. Y en medio de ese cruce histórico aparece Josefa, no ya como la amante olvidada de Belgrano, sino como su heredera espiritual, la mujer que llevó la llama de aquel amor juvenil hasta transformarla en lealtad política. Si Belgrano entregó su sangre y San Martín su sable, Josefa entregó su vida entera a sostener al hombre que encarnaba la continuidad de ambos: Rosas.


Belgrano siguió su destino de héroe. Tras la derrota en Vilcapugio y Ayohuma (1813), se volcó a las campañas del Alto Perú y más tarde al Congreso de Tucumán. Allí conoció a otra mujer, María Dolores Helguero, con quien tuvo una hija, Manuela Mónica. El contraste es brutal: el hombre que hablaba de virtud y sacrificio acumulaba hijos no reconocidos y corazones heridos.


Josefa, lejos de la devoción de los manuales escolares, siguió su camino. Con el correr de los años, se convirtió en pieza fundamental en los primeros pasos políticos de su cuñado Rosas. Su casa de la calle Potosí era un hervidero. Allí se mezclaban paisanos de chiripá con doctores de levita, mulatos libertos con oficiales de uniforme. Todos esperaban instrucciones, favores, cargos. Ella oficiaba de mediadora, de canal de información, de reclutadora de lealtades. El historiador José María Rosa diría que el rosismo fue una maquinaria que combinó violencia y astucia, y en esa maquinaria Josefa era una tuerca indispensable.


El opositor José Mármol, en su novela Amalia (1851), dejó un retrato despiadado: una mujer enjuta, despeinada, de ojos de víbora, fanática de la Federación. La describía con desprecio, pero en el fondo mostraba temor. Porque en esos ojos ardía la convicción de que la causa federal era más que política: era religión. Mármol exageraba, como todo unitario perseguido, pero su pintura revela el impacto que producía Josefa en los opositores.


Junto con su hermana Encarnación, fue decisiva durante la Revolución de los Restauradores en octubre de 1833, cuando Rosas estaba en la campaña del desierto. Mientras los hombres guerreaban contra los pueblos originarios, ellas mantenían en Buenos Aires la red política que permitió el regreso triunfal del Restaurador. Cuando Encarnación murió en 1838, Josefa se convirtió en la principal compañía de su sobrina Manuelita, la hija dilecta de Rosas. Tres veces por día visitaba el caserón de Palermo de San Benito para transmitir noticias, organizar visitas, repartir favores.


Con el tiempo, su influencia menguó. Rosas, que desconfiaba de todos, incluso de su propia sombra, fue relegándola. Pero nunca dejó de ser un engranaje, aunque fuera menor. En 1851, fue madrina del casamiento de su hijo Pedro Pablo con Juana Rodríguez en Azul. Allí Pedro ejerció como juez de paz, dueño de una estancia regalada por Rosas.


María Josefa murió el 6 de septiembre de 1856, tras una larga enfermedad. Su hijo la sobrevivió apenas siete años: murió en septiembre de 1863, a los cincuenta años. La casa de Alsina al 400, que en otro tiempo fue centro de operaciones políticas, terminó convertida en imprenta. En 1971 fue donada a la Municipalidad y en 1997 declarada Monumento Histórico Nacional. Todavía conserva algo del rojo punzó que la Federación impuso como marca, como si esas paredes todavía vibraran con los ecos de los “¡Viva la Santa Federación!” y los “¡Mueran los salvajes unitarios!”.


La figura de Josefa quedó sepultada bajo la sombra de Encarnación y bajo el peso de los hombres de su tiempo. Sin embargo, historiadores como María Sáenz Quesada han resaltado que las mujeres del rosismo jugaron un rol clave en sostener la política de Rosas. Josefa fue una de ellas: ni soltera ni viuda, ni santa ni mártir, sino mujer que se metió en la cocina misma del poder. Una que amó a un prócer y sostuvo a un caudillo.


Su vida muestra que la historia argentina no se entiende sin esas mujeres que se animaron a desobedecer. Josefa fue amante, madre, conspiradora, operadora. Encarnó la pasión y el fanatismo, la lealtad y la intriga. Su historia nos recuerda que la política no se hizo sólo en los campos de batalla de Tucumán o en los congresos de Tucumán, sino también en las casas con olor a tabaco y a papeles húmedos, en los patios donde mulatas abrían la puerta a doctores y cuchilleros, en las conversaciones al oído que decidían cargos, exilios y muertes.


María Josefa Ezcurra no fue heroína de manual escolar. Fue otra cosa: fue pólvora. Una chispa encendida que desobedeció a su tiempo y, en esa desobediencia, dejó una marca profunda en la historia argentina.


Bibliografía:

  • Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, Bartolomé Mitre, 1887, Félix Lajouane Editor, Buenos Aires.

  • Belgrano. El hombre del Bicentenario, Tulio Halperín Donghi, 2010, Editorial Taurus, Buenos Aires.

  • Manuel Belgrano. El hombre del bicentenario, Felipe Pigna, 2010, Editorial Planeta, Buenos Aires.

  • Rosas y su tiempo, José María Rosa, 1960, Editorial Peña Lillo, Buenos Aires.

  • Encarnación Ezcurra. La caudilla oculta, Pacho O’Donnell, 1997, Editorial Planeta, Buenos Aires.

  • Rosas. Ensayo histórico y político, Adolfo Saldías, 1881, Imprenta de "La Universidad", Buenos Aires.

  • Mujeres de Rosas, María Sáenz Quesada, 1993, Editorial Sudamericana, Buenos Aires.

  • Amalia, José Mármol, 1851 (ed. crítica 2003), Editorial Losada, Buenos Aires.


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