El hombre que dibujó la Argentina: vida feroz y legado del Perito Moreno
- Roberto Arnaiz
- 21 nov
- 13 Min. de lectura
Actualizado: 23 nov
La Argentina siempre tuvo dos mapas: el oficial, prolijo, coloreado para las aulas… y el otro, el verdadero, el que se fue trazando con sangre, viento y hombres que caminaron donde nadie quería caminar. Uno de esos hombres —uno de los que agrandaron el país de verdad, a pura intemperie— fue Francisco Pascasio Moreno.
Mientras los políticos discutían desde los escritorios porteños, él avanzaba por la Patagonia como si cada paso fuera una forma de afirmar la soberanía. No hablaba de la patria: la caminaba. No describía el territorio: lo medía, lo sufría, lo defendía. Donde otros veían un desierto inhóspito, él veía una nación por terminar de dibujar.
Quizás por eso su frase más famosa no habla de glaciares ni de fronteras, sino del país que soñó siempre:
“Donde reinan el trabajo y la escuela, la cárcel se cierra.”
La historia del Perito no es solo la historia de un hombre. Es la historia de cómo un argentino decidió —con ciencia, coraje y una terquedad casi sagrada— que este país tenía que ser más grande.
I. El niño que coleccionaba mundos
Los boletines escolares lo retrataban como un chico común, incluso mediocre: “Debe aplicarse más”, “Flojo en memoria”, “Regular en ortografía”. Nadie —ni el maestro más inspirado— podía sospechar que ese chico distraído sería uno de los arquitectos invisibles del mapa argentino.
Pero en el interior de aquel niño de mirada seria ardía una hoguera que no figuraba en ningún boletín.
La revelación ocurrió como un milagro doméstico: encontró caracoles petrificados en los mármoles de una casa nueva.
Para otro chico habrían sido piedras raras, cosas sin importancia.Para él, fue un mensaje.
Una invitación.
Una llave secreta.
A partir de ese día, cada paseo con su padre por el río era una expedición. Cada baldosa rota podía esconder un fósil. Cada objeto del mundo podía ser una prueba, un testimonio, un trozo del enorme rompecabezas de la Tierra.
En el altillo de su casa, entre maderas viejas y polvo flotando como estrellas, levantó su primer imperio: el Museo Moreno. No tenía vitrinas ni placas de bronce. Tenía cajones, frascos, huesos, piedras, caparazones de gliptodonte, insectos secos, restos de animales extintos y la intuición de que en esos fragmentos dormía un pasado que debía ser contado.
A los nueve años, mientras sus compañeros de escuela jugaban a la pelota en el recreo, él estaba ocupado reconstruyendo el planeta.
Mientras otros memorizaban de mala gana la lección, él desenterraba historias que habían tardado miles de años en llamar a la superficie.
La ciencia no fue un descubrimiento académico para él: fue una revelación infantil.
No se convirtió en explorador porque leyó a grandes naturalistas: los imitó sin conocerlos, como si ya llevara en la sangre la vocación de mirar el mundo con sed, con obsesión, con una curiosidad casi peligrosa.
Y ese museo improvisado en un altillo no sería un juego pasajero. Fue su entrenamiento secreto. Su iniciación. El laboratorio donde aprendió a observar, registrar, clasificar, comparar.
Sería el germen del Museo de La Plata.
Sería el germen de su manera de ver la patria: no como una palabra abstracta, sino como un territorio vivo que debía ser estudiado antes de ser defendido.
Ese niño, torpe para memorizar poesías escolares, comenzaba sin saberlo a memorizar los huesos del país.
II. La Patagonia antes de ser postal
Antes de que la Patagonia fuera postal, antes de las rutas asfaltadas, los glaciares fotografiados y los mochileros buscando “la aventura del sur”, ese territorio era un desierto vivo, enorme y filoso.
No un desierto vacío: un desierto vigilado.
Un espacio donde la Argentina todavía no existía del todo.
Los papeles del Estado decían que era suelo argentino.
Pero la realidad —esa maestra feroz— decía otra cosa.
Allí mandaban el clima, el silencio, la distancia y los caciques mapuches que cruzaban ganado robado por pasos cordilleranos tan secretos como eficientes. Las lanzas mapuches y los fusiles del Ejército se cruzaban como relámpagos en una tormenta que duraría décadas.
En ese mundo sin caminos, donde una travesía podía costar la vida, llegó Moreno en 1874, siguiendo el curso del Río Negro. No llegó como militar ni como colono: llegó como un hombre que quería entender. Y entender, en esos territorios, implicaba arriesgarlo todo.
Lo que buscaba no era aventura, sino verdad.
Y en la Patagonia, la verdad siempre venía acompañada de peligro.
En 1876 alcanzó el Nahuel Huapi. La escena debió ser sobrecogedora: el lago inmenso, helado, como un ojo azul que todo lo observa. Allí realizó dos gestos que parecían mínimos, pero que en realidad fueron actos fundacionales.
Primero, clavó la bandera argentina en la orilla.
Un acto simple, sí. Pero en una tierra donde ningún Estado estaba presente, ese gesto equivalía a escribir la primera línea de un libro gigantesco.
Y luego hizo algo más extraño, más poético, más profundamente político: pidió a su padre que le enviara semillas de eucaliptus.
Quería sembrarlas allí, junto al lago.Sembrar un árbol donde no lo había.Sembrar raíz argentina donde el país era todavía una intuición.
Llamalo acto patriótico, poético o demencial.Pero lo que Moreno estaba diciendo —sin necesidad de pronunciarlo— era esto:
La soberanía no es un discurso.
La soberanía es un cuerpo que se planta en la tierra.
Los gobiernos de Buenos Aires discutían fronteras en escritorios. Mientras tanto, Moreno caminaba la frontera real, la que dolía, la que cortaba la piel con viento y piedras.
Por eso su presencia allí no fue solo científica.
Fue diplomática.
Fue política.
Fue estratégica.
Fue, sobre todo, profundamente argentina.
Él entendió antes que nadie que un país que no conoce su geografía está condenado a perderla.
Y así, mientras otros veían un territorio vacío, él veía una patria en formación. Un mapa que esperaba ser dibujado. Un sur que pedía ser defendido con ciencia, con pasos y con coraje.
III. Venenos, lanzas y la muerte al acecho
En la Patagonia de fines del siglo XIX la muerte no era una posibilidad: era una presencia cotidiana. Estaba siempre ahí, detrás de cada fogón, en cada sendero, en cada cruce de miradas entre desconocidos. Se movía como un perro hambriento que olfatea el miedo y espera la primera flaqueza. Y Moreno lo sabía. Pero aun así avanzaba, como si un pacto secreto lo empujara a seguir adelante.
El primer aviso llegó disfrazado de hospitalidad. En un campamento indígena le ofrecieron frutillas con leche, un gesto amable según la costumbre. Pero había algo extraño en el aroma, un dulzor sospechoso. Moreno lo supo al primer sorbo: era veneno. Puro, directo, sin metáforas. La Patagonia le estaba indicando con brutal claridad que no era su territorio, que allí regían otras leyes y otros resentimientos.
Sin tiempo para recuperarse de esa traición, cayó prisionero de Valentín Sayhueque, el cacique que dominaba un territorio más vasto que muchas provincias argentinas.
Sayhueque no era un jefe improvisado: era un gobernante. Administraba justicia, negociaba con Chile, cobraba tributos y manejaba la política indígena con precisión. A sus ojos, Moreno no era un explorador: era un intruso, tal vez un espía al servicio del Gobierno argentino.
El juicio fue breve, casi ceremonial. El hechicero del clan, sin dudarlo, dictó sentencia:
“Arránquenle el corazón.” No era una exageración ni un ritual simbólico. Era un castigo real, ancestral, reservado para quienes violaban las fronteras sagradas del territorio indígena.
Moreno entendió entonces que estaba parado en el borde mismo de la muerte.
Pero la Patagonia, que tantas veces le mostró los dientes, también le tendió una mano inesperada. Quien lo salvó no fue un soldado ni un diplomático, sino un chico indígena: Utrac, hijo del cacique Inacayal. El adolescente, con una mezcla de admiración y compasión, arriesgó su propia vida para liberarlo. Era una alianza imposible, casi literaria: el científico blanco escapando gracias al valor de un muchacho tehuelche.
La fuga fue un tormento épico. Moreno sabía que lo perseguían rastreadores expertos. Por eso ató piedras a su poncho y lo arrastró para borrar sus propias huellas. Era una estrategia brillante… y destructiva. Cada paso era una punzada. Cada tramo, un suplicio. Caminó durante días enteros, debilitado, sin agua, sostenido apenas por la obstinación que siempre lo guiaba: quería vivir, sí, pero también quería contarle a su país lo que había visto.
Al borde del colapso, lo encontró una partida del Ejército de Frontera. Estaba irreconocible: demacrado, sucio, febril, pero vivo. Cuando volvió a Buenos Aires, la ciudad lo recibió como a un gladiador que había regresado del infierno. La ovación no fue patriótica: fue humana. La gente entendió que ese hombre había sobrevivido a lo que muy pocos podían imaginar.
Pero el precio fue altísimo. De aquella experiencia le quedaron secuelas permanentes: anemia cerebral, ataxia locomotriz incipiente, dolores que no lo abandonarían nunca. La Patagonia, lo aprendió en su propia carne, no regala triunfos. Los cobra. Y los cobra caro.
Aun así, después de sobrevivir al veneno y a las lanzas, Moreno no se detuvo. Volvió al sur. Volvió a las montañas. Volvió a los lagos. Como si entendiera que ningún mapa verdadero se dibuja desde un escritorio, y que hay territorios que solo responden al coraje y a la presencia del cuerpo humano.
IV. Un perito sin sueldo que defendió la Argentina más que un ejército
En 1892, cuando la tensión con Chile por los límites cordilleranos amenazaba con convertirse en un conflicto abierto, el Gobierno argentino entendió que necesitaba algo más que discursos diplomáticos: necesitaba un hombre capaz de leer la montaña como quien lee un libro. Un hombre que pudiera determinar, con exactitud quirúrgica, qué era argentino y qué no. Ese hombre fue Francisco Pascasio Moreno.
La tarea era monumental: recorrer miles de kilómetros de cordillera, estudiar cada valle, cada río, cada quiebre geológico, cada división de aguas. Había que demostrar, con pruebas científicas irrefutables, cómo debía trazarse la frontera. No era un trabajo para un burócrata. Era una misión para un gigante.
Moreno aceptó el desafío con una condición insólita: no cobrar un solo peso.
Ningún sueldo, ningún viático, ningún privilegio.
Trabajó veintidós años a lomo de mula, con su familia detrás, viviendo en carpas, soportando tormentas que podían arrancar la piel del rostro y cruzando glaciares donde un paso en falso significaba la muerte.
Era el único perito de la historia argentina que defendía el territorio nacional arriesgando el cuerpo, no desde un escritorio.
Cada croquis que dibujaba, cada roca que analizaba, cada arroyo que medía era un ladrillo más en la defensa de la soberanía. Su trabajo no era solo científico: era un alegato, una estrategia, una jugada maestra para evitar que la Argentina perdiera miles de kilómetros que Chile también reclamaba.
Cuando, finalmente, el conflicto se sometió al arbitraje del rey Eduardo VII, Moreno viajó a Londres llevando bajo el brazo miles de páginas de estudios, mapas, descripciones, reseñas geológicas y comparaciones topográficas. Era una avalancha de información tan precisa que parecía imposible que hubiera sido recopilada por un solo hombre.
Y sin embargo, ahí estaba.
En 1902, el fallo llegó.
Fue histórico: la Argentina conservó la mayor parte del territorio en disputa. Y entonces, ocurrió algo que no pasa en los arbitrajes internacionales: el árbitro británico, Thomas Holdich, se acercó a Moreno y le dijo una frase que ningún argentino debería olvidar:
“Todo lo que obtenga el Gobierno Argentino al oeste de la división de aguas se deberá exclusivamente a usted.”
Ni “en gran parte”, ni “gracias a su colaboración”. Exclusivamente. Una palabra total. Una palabra definitiva.
Aquella frase fue una coronación tácita. Un título honorífico más poderoso que cualquier medalla u homenaje. No había uniformes ni clarines, pero sí un reconocimiento monumental: un solo hombre había defendido la Argentina mejor que un ejército entero.
Mientras en Buenos Aires algunos políticos se peleaban por cargos, Moreno había peleado por un país entero con la única arma que siempre consideró invencible: la verdad científica.
Y lo había logrado sin sueldo, sin apoyos, sin gloria inmediata.Lo había logrado a pura voluntad.
V. El hombre que pudo ser terrateniente, pero eligió ser patriota
Cuando terminó su misión en la cordillera, el Congreso decidió recompensarlo de la manera en que se premia a los hombres que agrandan un país: le otorgó 25 leguas fiscales en la Patagonia. Era una riqueza inmensa. Tierras de lagos fríos como espejos, montañas azules, bosques que parecían respiraciones del planeta. En manos de cualquiera, esa extensión habría sido el comienzo de una fortuna familiar.
Pero Moreno no era un hombre común, y mucho menos un acumulador. Para él, la tierra no era un patrimonio personal sino un tesoro colectivo. Entendía que la belleza no se posee: se protege. Y por eso hizo algo que en su época sonó casi a locura.
En 1905, decidió donar tres leguas completas para crear el primer parque nacional de América Latina. Tres leguas que podría haber vendido, heredado o explotado, las entregó sin condiciones a la Argentina. Así nació el Parque Nacional del Sud, que más tarde llevaría el nombre con el que hoy lo reconoce el mundo: Parque Nacional Nahuel Huapi.
Su gesto no fue solo generoso: fue visionario. A comienzos del siglo XX, la idea de conservar naturaleza era casi exótica. La consigna dominante era aprovechar, talar, expandirse, poblar. Moreno decidió ir contra la corriente. Entendió que una nación también se construye protegiendo lo que la hace única, que un país sin paisajes preservados es un país condenado a la nostalgia.
Mientras los estancieros cercaban campos y agrandaban latifundios, él hacía exactamente lo contrario: abría el paisaje, lo devolvía al pueblo. No quería ser terrateniente. Quería ser guardián. No buscaba riqueza personal, sino eternidad para la belleza. Sabía que un día él no estaría, pero esos lagos, esos bosques y esas montañas seguirían hablando en nombre de la Argentina.
Su legado ambiental —pionero, desinteresado, profundamente ético— sigue siendo, incluso hoy, un acto de amor casi revolucionario.
VI. El educador que soñó un país sin hambre ni ignorancia
Muchos argentinos conocen al Perito como el explorador indomable, el hombre que caminó la Patagonia con un cuaderno en el bolsillo y una brújula medio rota. Pero pocos saben que, detrás de ese aventurero de glaciares, había un educador obsesionado con algo más difícil de medir que un mapa: el futuro de los chicos pobres.
Moreno fundó las Escuelas Patrias cuando nadie hablaba de inclusión. Allí se daba comida, abrigo y enseñanza a niños que vivían en la miseria urbana. No era beneficencia ―era estrategia nacional. Un país sin chicos educados, pensaba Moreno, era un país condenado a repetir sus fracasos.
También creó comedores escolares en una época en que la palabra “nutrición” ni siquiera figuraba en la agenda pública. Inventó las Cantinas Maternales, donde contrató amas de leche para alimentar a bebés desamparados. Y como sabía que la pobreza también atrapa a los adultos, impulsó escuelas nocturnas para quienes trabajaban todo el día.
Pensaba la educación como una red de contención, una trinchera contra la ignorancia y el delito. Por eso propuso estaciones agrícolas, viveros, proyectos productivos y escuelas rurales: no quería enseñar solo a leer. Quería enseñar a vivir.
Y lo hizo gastando cada centavo de su fortuna personal. Podría haberse quedado con las tierras del Nahuel Huapi y vivir como un señor. Podría haberse enriquecido como tantos otros. Pero eligió lo contrario: eligió la entrega.Cuando el dinero no alcanzó para sostener sus escuelas, vendió las últimas tierras que tenía.
Terminó pobre.
Pero su pobreza económica no disminuye un milímetro su grandeza moral.
Moreno soñaba un país sin hambre ni ignorancia. Soñaba un país con escuelas llenas y cárceles vacías. Soñaba un país donde un chico de la orilla pudiera tener el mismo futuro que uno del centro.
Por eso escribió una frase que debería grabarse en mármol en todas las escuelas del país:
“Donde reinan el trabajo y la escuela, la cárcel se cierra.”
Era una verdad simple. Brutal. Irrefutable.
Un país se construye con pan y con lápices, no con discursos. Y en ese terreno, Francisco Pascasio Moreno fue más revolucionario que muchos políticos de su tiempo.
VII. La sangre sigue viva: Robertito Funes, el explorador urbano
Las familias suelen diluirse con los años. No la de Moreno. Su descendiente directo, Robertito Funes Ugarte, heredó la curiosidad, la sensibilidad y la empatía.
Si Moreno enfrentó lanzas y tormentas patagónicas, Robertito enfrenta tormentas urbanas, madrugadas feroces de crónicas en vivo, calles donde la gente se abre o se cierra como un libro.
Cada uno en su siglo. Cada uno en su territorio. Pero la misma mirada humana.
Por eso, día a día, Robertito —con su forma de escuchar, de preguntar, de abrazar— se va ganando un lugar en el corazón de los argentinos.
VIII. El final: un lago, una isla y el silencio de la patria
Francisco Pascasio Moreno murió en Buenos Aires en 1919, lejos de los glaciares que lo habían forjado y de los vientos que lo habían vuelto indestructible. Murió pobre, como esos santos laicos que entregan todo sin esperar nada. Había gastado su fortuna en escuelas, comedores y obras sociales. Había donado tierras que podrían haber garantizado el porvenir de varias generaciones. Pero su obsesión nunca fue enriquecerse: fue servir.
Durante un tiempo, sus restos descansaron en la Recoleta.Pero era evidente que aquel hombre no pertenecía a los mausoleos elegantes. No era un prócer de mármol. Era un hombre de agua, de roca, de viento. Un hombre al que la geografía le había marcado la piel.Y la patria —que a veces tarda, pero llega— entendió el mensaje.
En 1944, sus restos fueron trasladados a la Isla Centinela, en el corazón del Nahuel Huapi, el mismo lago donde había plantado su bandera y donde, sin decirlo, había dejado partes de su alma. La elección del lugar no fue un homenaje: fue un acto de justicia. Moreno había pedido ver ese lago “aunque dejara sus huesos allá”.

Y la patria, al fin, le cumplió el deseo.
Desde entonces, cada embarcación que navega esas aguas hace lo mismo: hace sonar la sirena tres veces.
Tres golpes profundos que cruzan el lago como una plegaria de metal.Tres recordatorios del hombre que le dio forma al mapa.
Tres agradecimientos que vienen del país entero, incluso de quienes no conocen su nombre.
No hay discursos allí. No hay placas de bronce. No hay multitudes.Solo el agua helada, el sonido grave de las sirenas y un silencio que no es vacío: es respeto.
En esa isla solitaria, rodeado de montañas que cambian de color según la hora, descansa el hombre que caminó la nación antes de que la nación existiera.Y cada vez que un barco pasa y toca la bocina, la Argentina, sin saberlo, vuelve a inclinar la cabeza.
IX. El Perito eterno
Hay hombres que se reducen a fechas en un calendario escolar. Otros terminan petrificados en estatuas que nadie mira. Algunos se vuelven próceres de mármol, útiles para los actos patrios pero incapaces de estremecer a nadie.Francisco Pascasio Moreno no pertenece a ninguno de esos lugares.
Moreno es otra cosa.
Moreno es movimiento.
Moreno es territorio.
Es el viento filoso de la Patagonia que golpea como un latigazo.
Es la frontera trazada con pasos, no con tinta.
Es la escuela humilde donde un chico hambriento encuentra un plato de comida y un cuaderno nuevo.
Es la dignidad dura, terrosa, esencial de un país que todavía puede ser grande.
Moreno fue el argentino que caminó donde otros huían, que avanzó donde otros dudaban, que donó lo que tantos acumulaban. Fue el hombre que enfrentó venenos, lanzas, tormentas y arbitrajes internacionales con una convicción que hacía temblar.
Mientras otros levantaban fortunas, él las entregaba.
Mientras otros escribían discursos, él levantaba escuelas.
Mientras otros agrandaban sus estancias, él regalaba parques nacionales.
Y si alguna vez la Argentina recupera la grandeza que parece dormida, será porque recuerde que existió un hombre que dibujó su mapa con la precisión de un científico y el fuego de un poeta. Un hombre que no se conformó con describir el país: lo agrandó, lo defendió, lo educó.
Por eso conviene repetir su frase, como quien prende una antorcha en la noche para no perder el camino:
“Donde reinan el trabajo y la escuela, la cárcel se cierra.”
No es un lema.
No es un slogan.
Es una brújula moral.
Y quizás, todavía, una salida.
Bibliografía:
"Viajes y Exploraciones en la Patagonia" — Francisco P. Moreno, Editorial La Nación, 1899, Buenos Aires.
"Reminiscencias de Francisco Pascasio Moreno" — Carlos J. Rey, Editorial Peuser, 1944, Buenos Aires.
"Francisco P. Moreno: El Perito" — María Isabel Baldasarre, Editorial El Ateneo, 2008, Buenos Aires.
"El Explorador del Nahuel Huapi" — Roberto Hosne, Editorial Grupo Abierto, 1999, Buenos Aires.
"El Perito Moreno. Ciencia, Política y Nación" — Claudia García, Editorial Universidad Nacional de Quilmes, 2011, Bernal.
"Historia del Lago Nahuel Huapi" — Alberto M. De Agostini, Editorial Buenos Aires, 1945, Buenos Aires.
"Patagonia: Historia del Desierto Argentino" — Fernando Williams, Editorial Sudamericana, 2013, Buenos Aires.
"Historia de la Patagonia" — Susana Bandieri, Editorial Sudamericana, 2005, Buenos Aires.
"Francisco Pascasio Moreno: El Héroe Civil de la Patagonia" — Luis R. Vázquez, Editorial Dunken, 2016, Buenos Aires.






Muy buena nota y hay mucho más para decir del Perito Moreno (la votación de los galeses; el río que cambió de curso, etc, etc). Me pareció desafortunada la mención de Roberto Funes Ugarte, está a años-luz de la figura del perito. Conocí y gocé de la amistad de Doña Adela Moreno Terrero Benites, nieta del perito, también Carlos María Benites Moreno, bisnieto imprentero y su hijo Carlos (tataranieto) también imprentero. Dignos descendientes que propagaron la historia real del "Abuelo Pancho", como titula un libro de Doña Adela. Hay quienes lo critican, es inevitable. Pero eso no oculta la grandeza del prócer civil que fue el Perito Moreno.
Muy buen artículo!! Es inspirador
El único error que encontré en su relato fue decir que el hijo de Inacayal, "Utrac" era un "muchacho mapuche"... Inacayal era tehuelche.
En un momento de mí vida estuve en pareja con la tataranieta del cacique Sayhueque y me interesó tanto esa parte de la historia que hicimos nuestros viajes para conocer de cerca hasta el aire que respiraban.
Hermosos recuerdos.
Un abrazo grande para usted.