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El infierno tiene forma de caja fuerte

 

Hay pasiones que se camuflan de virtudes. Que se visten con traje y corbata, que huelen a perfume importado y hablan suave, con voz de bolsa de valores y sonrisa de banco suizo.


La avaricia no grita, no mata con cuchillo, no pega un tiro en la esquina: sus crímenes son silenciosos, sus víctimas anónimas y sus templos... están en las cajas fuertes, en las propiedades ociosas, en los campos sin cultivar y en las billeteras apretadas como puños.


Porque seamos sinceros, estimado amigo: ¿quién no ha sentido alguna vez ese cosquilleo cuando se guarda una moneda más? ¿Esa caricia del ego cuando se acumulan cifras en una cuenta que no se toca, que se mira como quien mira una joya sagrada? El avaro no es tonto: es un adicto. Pero en vez de jeringas usa cajas de seguridad, en vez de vino, acciones, y en vez de versos... facturas.


Y no me vengan con que “es precavido”, “es ahorrativo” o “está asegurando su futuro”. El avaro no vive. Sobrevive. Se muere de frío con el ropero lleno de abrigos. Come pan duro con la heladera repleta. Tiene la heladera llena. Pero el alma vacía. Llena de telarañas. Es un náufrago en una isla de oro. Un esclavo de su propio tesoro. No duerme tranquilo porque sueña que alguien puede robarle. Y así, se transforma en su propio ladrón.


Decía San Agustín que “la avaricia no es deseo de tener, sino de tener más”. Y eso es lo terrible: el “más”. Nunca alcanza. No importa cuánto tenga el avaro, siempre falta un peso, una propiedad, una hectárea. ¿Y sabe cuál es su mayor castigo? Que jamás va a conocer el sabor de dar. Nunca va a ver la cara de un niño que recibe un juguete, ni la emoción de una madre al tener leche para sus hijos. Porque para el avaro, compartir es perder. Y ese pensamiento es la más triste pobreza.


La Iglesia no se anduvo con vueltas. Santo Tomás de Aquino la metió entre los siete pecados capitales, no por capricho, sino porque sabía que su raíz es una idolatría: se adora al dinero como si fuera Dios. El Catecismo es claro: “La avaricia es el deseo desordenado de acaparar bienes materiales, sin considerar la justicia ni la caridad”. Y el Evangelio va más allá: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Jesús no dice “no es conveniente”, dice no se puede. O uno o el otro.


Y acá me detengo. Porque he visto a muchos avaros arrodillarse en misa, hacerse la cruz con una mano mientras con la otra cierran el puño. He visto a empresarios que rezan el Rosario pero no pagan en blanco, que lloran en Semana Santa y después echan a un obrero por enfermarse. ¿De qué sirve una limosna de cinco pesos si se están guardando cinco millones? ¿A quién quieren engañar?


Los ejemplos sobran. Y no solo en las esquinas olvidadas del país o entre las sombras del poder económico. También están los nombres ilustres, los políticos de historia grande y destino chico. Los que pudieron haber sido gigantes, referentes, próceres modernos. Pero no. La avaricia les nubló el juicio. Cambiaron ideales por cuentas offshore. Traicionaron pueblos enteros por el dulce veneno de la riqueza.


Hubo líderes que en un momento encendieron antorchas. Y luego las apagaron para contar billetes. Si hubieran vivido con el corazón abierto en lugar de con la caja fuerte cerrada, tal vez sus retratos estarían en las aulas y no en los expedientes judiciales. Pero eligieron el oro. Y el oro, lector, es sordo, mudo y traicionero.


O ese político de traje reluciente, que repite discursos sobre la patria mientras esconde fortunas en el exterior. Lo he visto —¡sí, lo he visto!— llorar por la bandera en los actos escolares y al mismo tiempo cerrar escuelas con su firma, bajarle el sueldo a los maestros y fundir hospitales. La avaricia es tan democrática como cruel: entra en el corazón del millonario y del pobre, del empresario y del funcionario, del panadero que niega un pan al hambriento y del juez que vende justicia al mejor postor.


Porque —ojo, amigo— el pobre también puede ser avaro. El que junta por juntar, aunque viva en la miseria, también está atrapado. El que roba al vecino por un par de zapatillas, el que especula con el hambre ajeno para revender alimentos, el que prefiere guardar antes que compartir. El problema no es cuánto tenés, sino cuánto te domina lo que tenés. Hay mendigos generosos y magnates mezquinos. Hay ricos que dan la vida y pobres que la venden por dos monedas.



Y mientras tanto, el mundo gira con los bolsillos rotos. El sistema —ese monstruo sin cara— fomenta la avaricia como virtud. Nos enseñan desde chicos a competir, a tener más, a ser exitosos... pero no a ser buenos. La publicidad no vende objetos, vende carencias: te hace creer que valés por lo que tenés, y que si no tenés, no existís. Y entonces empieza la carrera. El avaro no nació avaro. Lo fabricaron. Lo moldearon a fuerza de miedo, propaganda y soledad. Según Oxfam, el 1% más rico del mundo posee más del doble de la riqueza que el 90% más pobre. ¿A qué le suena eso?

Porque el avaro está solo. No confía en nadie. Mira a todos como posibles ladrones. Y, en el fondo, sabe que lo que tiene no se lo puede llevar. Como decía la abuela, “el cajón no tiene bolsillos” (cuando te morís, no te podes llevar nada). Pero igual sigue acumulando. Igual sigue vigilando. Igual sigue perdiendo la vida en nombre del capital.


La Iglesia también enseña que el antídoto de la avaricia es la generosidad. Pero no esa generosidad teatral, de los que donan para salir en los diarios o inauguran escuelas con su nombre en letras doradas. No. Hablo de la generosidad silenciosa, cotidiana, anónima. Esa que da sin esperar nada. La que comparte el pan, la que regala tiempo, la que escucha. Esa que hace del otro un hermano y no un competidor.


Y usted, lector... ¿cuándo fue la última vez que dio sin esperar? ¿Cuándo fue la última vez que sintió alegría al ver que otro sonreía gracias a usted? ¿Cuánto vale una sonrisa? ¿Cuánto te cuesta no ser miserable por un día? Piénselo. La avaricia no se vence con filosofías, se vence con gestos. Con un mate compartido, con un abrazo, con un libro prestado. Porque todo lo que no se da... se pudre.


En fin. La avaricia es el pozo más profundo del alma humana. No tiene fin. No tiene fondo. Es una trampa que se disfraza de virtud y termina devorando al que la cultiva. En una época donde todo se compra, donde la vida parece cotizarse como una acción en la bolsa, ser generoso es un acto de rebeldía. Y no se engañe: el verdadero rico no es el que más tiene, sino el que más da.


Y si alguna vez se encuentra contando su dinero a escondidas, acariciando su “tesoro”, acuérdese de esto: el día que muera, lo único que va a llevarse es lo que haya dado. Lo demás... será polvo. Como usted. Como yo.


Y ahora sí, para cerrar, prestemos atención a un hombre que supo vivir con las manos abiertas: José “Pepe” Mujica. Él, que fue presidente y no dejó de andar en chancletas ni de regar sus plantas, dijo una vez algo que debería tatuarse en la conciencia:


“Cuando compras con dinero, no estás comprando con dinero. Estás comprando con el tiempo de tu vida que tuviste que gastar para tener ese dinero. Y la vida es lo único que no se puede comprar ni recuperar. Por eso hay que vivir ligero de equipaje.”


Ligero de equipaje, lector. No como el avaro que carga con sus cadenas y temores, sino como el sabio que sabe que lo esencial no pesa. Viajar liviano no es tener menos. Es necesitar menos. Es querer mejor. Es saber que lo que realmente importa... no entra en una caja fuerte. Y si está leyendo esto con la billetera bajo llave, hágase una última pregunta: ¿qué estoy cargando que no necesito? Porque el alma, para volar, no puede llevar monedas en los bolsillos.


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