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El primer Gran Premio de Carretera argentino no fue simplemente una carrera:

Fue un acto de fe, una herejía mecánica contra la quietud de un país donde todavía reinaban las carretas, los bueyes cansinos y el olor a cuero húmedo. Corría marzo de 1910, año de centenario y de discursos patrióticos, cuando un puñado de hombres decidió desafiar al país entero —sus caminos, su barro, sus tormentas— con esas máquinas ruidosas que parecían escapadas de un circo futurista.


En Europa ya hablaban del automovilismo como quien habla de un nuevo dios. En los Estados Unidos, la Vanderbilt Cup convocaba a fanáticos y temerarios. Pero en la Argentina los autos eran todavía bichos raros, artefactos de lujo que apenas sumaban 129 unidades importadas ese año. Eran fierros caprichosos que espantaban caballos, levantaban polvo y obligaban a los vecinos a santiguarse como si vieran pasar al demonio.


La inscripción para esta aventura costaba 100 pesos —una cifra que hoy parecería inocente, pero que entonces equivalía a jugarse los ahorros de medio año. El Automóvil Club Argentino, recién nacido, quería demostrar que el país podía domarse también desde el volante, no solo desde la montura.


La madrugada del 24 de marzo amaneció con una neblina espesa que parecía salida de un cuento de Edgar Allan Poe. Buenos Aires boqueaba humedad. Frente al ACA, dos franceses discutían como si fueran a batirse a duelo.


—¡Estos caminos son un infierno, Cassoulet! —vociferaba Víctor Laborde.


—O hacemos historia o nos tapa el barro —respondía Cassoulet, con esa sonrisa de jugador que va a perder pero igual apuesta todo.


Siete autos largaron. Siete locos. Uno detrás de otro, separados por diez minutos, como latidos de un corazón que sabe que algo grande está por romperse.


Los autos eran mezcla de cohete y coche fúnebre: pesados, toscos, con volantes a la derecha y motores que podían apagarse si uno respiraba fuerte. Cassoulet manejaba un De Dion Bouton; Andrés Castro, un Panhard & Levassor; Laborde, un elegante Delaunay Belleville; Benjamín Odell, un Ford de 20 HP. Cada copiloto era mecánico, mapa viviente y mula de empuje cuando el barro hacía de las suyas.


Apenas iniciada la carrera, Odell, Almada, López y Marín se equivocaron de ruta y terminaron en Campo de Mayo. Gritaban, renegaban, maldecían:


—¡Por acá no es, Odell!


—¡Yo seguí la huella! —respondía, hundido en barro hasta los tobillos.


Para colmo, una lluvia torrencial se abalanzó sobre los competidores como si el cielo quisiera acabar la carrera por ellos. Cassoulet y Laborde avanzaban como espectros embarrados, apenas visibles entre la cortina de agua.


Cuando llegaron a Rosario, convertidos en monstruos de barro, Laborde estalló:


—¡Esto es una locura! ¡Exijo suspensión!


Pero Cassoulet golpeó la mesa:


—Vinimos a correr, no a guardar la ropa. Mañana seguimos.


El 27 de marzo, Andrés Castro llegó primero a Córdoba, tan cubierto de barro que lo confundieron con un disfrazado del carnaval. Cassoulet rompió el cardan en Oliva y llegó un día después, pero con el gesto intacto del que no pide permiso. La polémica estalló. Un diario dijo que el ganador era Laborde. Cassoulet reclamó. El ACA debió reunirse y falló a su favor: la tormenta contaba como fuerza mayor.


Cassoulet era el campeón.


Hoy, un auto moderno hace ese trayecto en tres horas. Dante Emilliozzi lo hizo décadas más tarde en cinco. Pero ellos, los de 1910, se jugaron la vida entre huellas borradas, motores caprichosos y un país que todavía no sabía si quería autos o quería seguir durmiendo la siesta.


Fueron héroes sin monumento: hombres que le arrancaron kilómetros al desierto, a puro coraje, mugre y terquedad. Eran los primeros domadores de fierro, los que le dijeron al país que ya era hora de despertar del paso lento del siglo XIX.


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