El último grito del desierto: Chacho Peñaloza.
- Roberto Arnaiz
- hace 4 días
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Hay hombres que nacen con la tierra en la voz y el coraje en los huesos. No necesitan trono ni estrado, porque gobiernan desde el ejemplo. Caminan entre su gente como uno más, pero cuando hablan, el viento escucha. Llevan la palabra justa, el gesto firme, el corazón abierto al dolor ajeno. De esos fue el Chacho Peñaloza. Un caudillo de poncho y lanza, de palabra dada y mirada serena. Un líder natural, sin más poder que su compromiso ni más riqueza que su dignidad.
Ángel Vicente Peñaloza nació el 2 de octubre de 1798 en Guaja, un caserío a la vera de la actual ruta provincial 29 en La Rioja, Argentina, que en aquel entonces formaba parte del Virreinato del Río de la Plata. De mediana estatura, tez blanca, ojos azules y cabello rubio, su porte sereno y su linaje lo emparentaban con una antigua familia riojana, con raíces aragonesas.
Fue criado por su tío, el sacerdote Pedro Vicente Peñaloza, quien por una dificultad al pronunciar la palabra "muchacho", terminó apodándolo cariñosamente "Chacho". El sobrenombre se quedó para siempre, como si el destino lo hubiera rebautizado con el nombre de su causa.
Fue uno de esos criollos que hacen patria sin proclamarlo. Se ganó el respeto de los humildes, el cariño de los gauchos, la confianza de quienes ya habían perdido toda fe. Nunca prometió milagros: ofrecía su lanza, su abrigo, su tiempo, su vida. Y cuando alzó la voz, fue para defender lo que creía justo, aunque el precio fuera alto. Supo luchar sin odio, mandar sin humillar y caer sin perder el honor. A su lado no había servidumbre, había hermanos. Entre sus filas no había súbditos, había valientes. Y en sus actos no había cálculo, había entrega.
Esa forma de andar el mundo —sin pedir permiso ni agachar la cabeza— fue lo que lo hizo eterno. Porque hay figuras que siguen cabalgando más allá del tiempo. Y el Chacho, en cada rincón del desierto, todavía galopa.
La época que le tocó vivir fue de tormentas y traiciones. El interior del país era una tierra postergada, hundida en la miseria más cruda. Las provincias sufrían el abandono del poder central, sin caminos, sin escuelas, sin hospitales. La gente vivía de a pie, a monte y a fe.
El hambre era el pan de todos los días y la injusticia, la única ley que no se derogaba. En ese paisaje de polvo y dolor, surgían los caudillos, no como jefes armados, sino como voces de una esperanza colectiva que se negaba a morir.
La pobreza era tan extrema que muchos paisanos vivían peor que en la miseria. Las familias se alimentaban con lo que el monte ofrecía, vestían harapos, y sus hijos morían antes de conocer una escuela o un médico.
El contraste con Buenos Aires era abismal. Tanto que muchos soldados de las tropas unitarias, al llegar al interior, no podían creer lo que sus ojos veían: niños descalzos comiendo raíces, mujeres exhaustas durmiendo a la intemperie, ancianos sin nombre ni tumba. El Estado no llegaba: llegaban los caudillos. Eran la última frontera de lo público, cuando todo lo demás era olvido.
Las provincias del interior eran vistas como mulares tozudos por los hombres del puerto, esos que hablaban de progreso mientras otros sangraban en los campos. La palabra "federalismo" estaba en todas las bocas, pero pocos sabían lo que significaba. Para los porteños, significaba controlar. Para los provincianos, significaba sobrevivir con dignidad. Y en ese tironeo desigual, el pueblo llano quedaba aplastado entre decretos, expoliaciones y bayonetas.
Como escribe el historiador Norberto Galasso, "el Chacho fue un hijo del federalismo profundo, una voz de la tierra que jamás se resignó al olvido".
Los criollos del interior veían llegar trenes de leyes que no habían pedido y ejércitos que no podían pagar. Los caudillos surgían no como amenaza, sino como respuesta. Eran la voz de los sin voz, el escudo de los sin poder. No eran santos, pero eran suyos.
Y entre todos, el Chacho brillaba distinto. Porque nunca olvidó al que sufría. Porque sabía que una provincia sin escuela ni pan no podía llamarse libre. Porque hablaba sin rodeos y sin doblez. Porque cuando decía "vamos", iba adelante.
Desde joven se destacó en las filas de Facundo Quiroga, otro titán de la resistencia. Peleó en El Tala (1826), donde recibió un lanzazo que casi le cuesta la vida. Luego en Rincón de Valladares (1827), en La Tablada (1829), en Oncativo (1830) y finalmente en La Ciudadela (1831), donde enlazó un cañón enemigo con su lazo y lo arrastró hasta sus filas. Fue ascendido a teniente coronel y jefe de escolta de Quiroga.
Cuando asesinaron a Quiroga en 1835, lo lloró como a un padre, y desde entonces tomó la posta. Luego del asesinato, quedó como segundo de Tomás Brizuela y fue nombrado comandante de milicias.
En esos años difíciles, su esposa Ana Victoria Romero, conocida en los llanos como 'la Chacha', no sólo lo acompañaba en la vida, sino también en el campo de batalla. En 1842, durante el combate de El Manantial, fue ella quien, al ver a su esposo acorralado por los enemigos, reunió un grupo de soldados, los encabezó a caballo y logró rescatarlo. Durante esa carga heroica, recibió un sablazo que la derribó del caballo. La herida le dejó una cicatriz que iba desde la frente hasta la boca, y que disimulaba con un manto.
Esa marca no fue sólo física, fue también símbolo de su entrega y valentía. Ana Victoria no era una simple espectadora: fue testigo y protagonista de la lucha, y jamás abandonó al Chacho, ni siquiera en los últimos días.
Tras la derrota de Urquiza en Pavón en 1861, el Chacho quedó solo. Buenos Aires se lanzó a "disciplinar" el interior con una violencia que disfrazaba de orden lo que era puro castigo. En febrero de 1862 firmó el Tratado de La Banderita con el coronel Pablo Irrazábal, entregando prisioneros con honor y esperando reciprocidad. No hubo tal: sus hombres no volvieron. Fueron degollados. El coronel Ambrosio Sandes, célebre por su brutalidad, fue el encargado de ejecutar a dieciocho de sus prisioneros, violando el pacto sellado.
Según los historiadores José María Rosa y José Hernández, la traición fue doble: al acuerdo y a la ética del combate. Peñaloza, con la dignidad que lo caracterizaba, escribió entonces: "Acá están los que yo he tomado; ellos dirán si los he tratado bien". Era una forma de acusación sin alzar la voz: los hechos hablaban por él.
Volvió a levantarse. Lo persiguieron. Lo vencieron. El 12 de noviembre de 1863, en Loma Blanca —una pequeña localidad ubicada en el Departamento Ángel Vicente Peñaloza, al sur de la provincia de La Rioja—, se encontraba oculto junto a su esposa y unos pocos fieles cuando fue localizado por las tropas del coronel Pablo Irrazábal. Peñaloza decidió entregarse, con la esperanza de salvar a los suyos. Iba desarmado, con un pañuelo blanco en señal de rendición. Según testigos, Irrazábal le aseguró que respetaría su vida, pero cuando el Chacho le ofreció su facón en señal de rendición, fue tomado por los brazos.
Irrazábal le ordenó a un soldado que lo sujetara por la espalda, y sin previo juicio ni palabra, lo mató de un sablazo en la cabeza. Luego lo remataron en el suelo a lanzazos. Su cuerpo fue arrastrado hasta Olta, donde su cabeza fue clavada en una pica en la plaza principal como escarmiento público. Su esposa, Ana Victoria, fue encadenada, humillada y obligada a barrer las calles frente a los soldados que la habían ultrajado.
El crimen fue repudiado incluso por voces de la época. Bartolomé Mitre, aunque no lo condenó abiertamente, expresó en cartas privadas su preocupación por las consecuencias de semejante brutalidad. Domingo Faustino Sarmiento, testigo lúcido de su tiempo, escribió sobre el horror de esos días: "No se ha matado a un bandido, sino a un jefe de partido. Y eso quedará". La frase resuena aún hoy como un eco de la verdad que muchos quisieron callar. Fue una ejecución pensada para sembrar el miedo, para cortar de raíz cualquier intento de rebeldía. Pero lo que sembraron fue memoria, y esa memoria siguió cabalgando.
Aún después de su muerte, su nombre siguió inspirando rebelión. Entre quienes juraron vengarlo, sobresale la figura de Martina Chapanay, guerrera montonera de origen huarpe. Había combatido junto a Quiroga y más tarde junto al propio Chacho. La tradición popular cuenta que tras su asesinato, Martina desafió a duelo al coronel Pablo Irrazábal. Este, alegando estar enfermo y descompuesto, pidió la baja del servicio activo y evitó enfrentarse a ella. Nunca la enfrentó.
Fue el último grito del desierto. Y hay gritos que el tiempo jamás podrá callar.
El Chacho no es solo un nombre de calle o una silueta en los manuales. Es el recordatorio de que la Argentina se construyó también con ponchos rotos, con palabras que valen más que decretos, y con hombres que se negaron a rendirse aunque lo hubieran perdido todo. En tiempos donde el poder sigue naciendo desde arriba, su legado late desde abajo.
Porque había dicho una verdad tan sencilla como poderosa: "Naides más que naides, y menos que naides". Ese lema, grabado en su facón, era su filosofía de vida: una afirmación radical de la igualdad, la justicia y la dignidad del hombre de a pie. La lanza del Chacho apuntaba más a la injusticia que al enemigo. No se rendía por terco, se rendía por amor. Donde cayó su cuerpo, nació una leyenda.
A veces, entre los cardones del desierto riojano, alguien cree oír el galope de un caballo viejo. Dicen que es el Chacho, que vuelve cuando la tierra lo llama.
Bibliografía:
Norberto Galasso, Los Malditos. Historia de los hombres silenciados por la historia oficial, Tomo I. Incluye una profunda reivindicación del Chacho Peñaloza como expresión del federalismo popular.
José María Rosa, Historia Argentina, Tomo VII. Brinda detalles sobre la actuación de Peñaloza, la represión mitrista y el asesinato de los prisioneros tras el Tratado de La Banderita.
José Hernández, Vida del Chacho (1863). Testimonio directo y militante de los hechos, escrito por el autor del Martín Fierro tras la muerte del caudillo.
Domingo Faustino Sarmiento, Correspondencia completa, compilada por Ricardo Rojas. Incluye la célebre frase de Sarmiento sobre Peñaloza y su visión del conflicto civil.
Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, Facundo y la montonera, Ediciones del Continente. Analiza la figura de los caudillos desde una óptica crítica del liberalismo mitrista.
Mario Tesler, Martina Chapanay, la montonera huarpe. Investigación histórica sobre esta mujer guerrera, su vínculo con Quiroga y Peñaloza, y el duelo que desafió a Irrazábal.
Felipe Pigna, Los mitos de la historia argentina, Tomo II. Proporciona una versión accesible y documentada sobre la muerte del Chacho y su legado popular.

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