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Encarnación Ezcurra: La voz de los sin voz


"Me gustan los de hacha y chuza", escribió Encarnación Ezcurra en plena tormenta política. No era una frase al pasar: era su modo de hacer política. Directo, sin vueltas, con los pies en el barro y la mirada en el pueblo. En una Buenos Aires fracturada entre unitarios y federales, entre levitas ilustradas y lanzas del pueblo, esta mujer de familia acomodada desafió todas las normas para convertirse en la estratega de una revolución popular.


Nació en 1795, hija de Juan Ignacio Ezcurra y Teodora de Arguibel, en una ciudad que aún era colonia y pronto sería campo de batalla. Su matrimonio con Juan Manuel de Rosas en 1813 selló no solo una alianza afectiva sino también política. A su lado, Encarnación aprendió a moverse en los pliegues del poder, pero no se quedó en la sombra. Supo leer como pocos los movimientos sociales, y comprendió algo fundamental: el poder real se construye desde abajo.


El momento decisivo llegó entre 1832 y 1835, cuando Rosas se marchó a la expedición al desierto y Encarnación quedó en Buenos Aires. La ciudad era un avispero. Los unitarios querían retomar el control. Los federales estaban fragmentados. Fue allí cuando Ezcurra demostró su temple. Organizó la resistencia, habló con jefes militares, negoció con caudillos, presionó a legisladores. Y sobre todo, movilizó al pueblo. No como masa: como fuerza viva.


Fundó la Sociedad Popular Restauradora, conocida como la Mazorca. Durante décadas se repitió que fue una fuerza de represión ciega. Pero estudios recientes, como los de Gabriel Di Meglio, Hilda Sábato y Lucía Gálvez, la revalorizan como una red política con raíz popular. Era una estructura que cuidaba al Restaurador, sí, pero también contenía, asistía, organizaba. Encarnación hablaba con lavanderas, con esclavos libertos, con soldados heridos. Sabía quién tenía hambre, quién necesitaba techo, quién estaba dispuesto a defender una causa. Su acción social no era filantropía: era estrategia política. No daba limosna. Daba organización.


No eran discursos. Eran hechos. En su casa siempre había un plato de comida. Se ocupaba de que a los veteranos no les faltara abrigo. Ayudaba a madres solteras. Escribía cartas, algunas cifradas, para mantener la cohesión del movimiento federal. En una de ellas, enviada al temido Carancho del Monte, Vicente González, confiesa: "Si Rosas se descuida conmigo, a él mismo le he de hacer una revolución". Esa era Encarnación: leal, pero no servil; valiente, pero no imprudente.


El episodio clave fue en marzo de 1835. Ante el vacío de poder tras la renuncia de Balcarce y la interinidad de Maza, la legislatura no encontraba salida. Encarnación la forzó. Organizadas desde el llano, miles de personas se movilizaron para pedir el regreso de Rosas con la suma del poder público. El 7 de marzo, la Legislatura cedió. No hubo armas. No hubo decretos.


Solo un pueblo movilizado por una mujer sin cargo, pero con el coraje de una revolución. Fue entonces cuando la historia la reconoció, aunque la memoria oficial intentara olvidarla. El historiador Mario "Pacho" O'Donnell destaca que fue "una revolución perfectamente orquestada desde las bases populares". Y en el centro, ella. Sin uniforme. Sin títulos. Solo con su voz, sus cartas, su coraje.


Lucía Gálvez la define como "la primera caudilla política de la historia argentina", mientras que María Sáenz Quesada sostiene que "ni antes ni después una mujer tuvo tanto poder sin tener cargo". En una época donde la ley no la nombraba, Encarnación actuaba. No por emancipación teórica, sino por práctica concreta: organizaba, persuadía, decidía. En los hechos, rompió con el mandato de género de su clase y su siglo.


Al pensar en mujeres que tejieron poder desde los márgenes de la historia oficial, el nombre de Encarnación Ezcurra puede ponerse en línea con el de Macacha Güemes, la hermana del caudillo salteño, que también supo comandar espías, organizar milicias y ejercer un liderazgo decisivo en la retaguardia. Ambas fueron estrategas silenciosas pero firmes, tejedoras de alianzas y guardianas de sus causas.


Si Macacha mantuvo viva la resistencia del norte con mensajes cifrados y redes populares en las serranías, Encarnación hizo lo propio en la ciudad, movilizando al pueblo porteño y organizando la resistencia federal. Las dos entendieron que el poder no siempre se ejerce desde el trono, sino desde la cocina, el patio, el campo de batalla o la carta clandestina. Fueron mujeres que no ocuparon cargos, pero ocuparon la historia.


Los adversarios la odiaban. La llamaban "la mulata Toribia", "la chupandina". La acusaban de conspiradora, de bruja, de inmoral. Pero los apodos no eran más que el reflejo de un miedo profundo: el miedo a una mujer que había entendido cómo funcionaba el poder real, y lo había hecho sin pedir permiso.


Encarnación no hablaba en los salones. Hablaba en las esquinas, en los mercados, en los patios. Construyó una red que hoy podríamos llamar territorial. Con nombres, con caras, con historias. Protegió a quienes nadie protegía. Dignificó a quienes vivían en los bordes. Dijo que "no se gobierna desde un gabinete sino desde el corazón del pueblo".


Falleció el 20 de octubre de 1838. Tenía solo 43 años. Más de 25 mil personas asistieron a su velorio. En una Buenos Aires de 60 mil habitantes, la mitad de la ciudad la despidió. El convento de San Francisco fue desbordado. No había orquesta oficial, ni discursos protocolares. Solo dolor. Gente humilde, mujeres del pueblo, soldados sin medalla lloraban a la que había sido su voz, su escudo, su puente con el poder.


Una lavandera negra lloraba en la puerta del convento. Dijo que Encarnación le había dado ropa y comida cuando su marido fue llevado preso. Esa mujer, sin nombre en los registros oficiales, hablaba por miles.


Mucho después, cuando se exhumaron sus restos, su cuerpo apareció intacto. El relato del monseñor Marcos Ezcurra, testigo directo, habló de un rostro sereno, cabello brillante y ropa sin daños. No hacía falta milagro alguno. Era la historia esperando justicia.


Encarnación Ezcurra fue una pionera. Ejercía la política cuando no había espacio para mujeres. Fundó una red social cuando no existían ministerios. Construyó poder desde el pueblo cuando el pueblo era apenas un rumor. No quiso laureles. Quiso justicia. No buscó reconocimiento. Buscó igualdad.


Hoy, cuando se habla de mujeres que cambiaron la historia, su nombre no puede faltar. Como señala la dramaturga Lorena Escofet, autora de Yo, Encarnación, "no fue una excepción: fue una amenaza al orden patriarcal. Por eso la borraron. Y por eso debemos recuperarla". Porque hizo lo que nadie esperaba: tomó el poder, lo moldeó a su imagen, y lo puso al servicio de los humildes. Y lo hizo sin pedir permiso.


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