Entre la vida y la eternidad: cuando los niños cuentan que estuvieron en el cielo
- Roberto Arnaiz
- 13 sept
- 3 Min. de lectura
La sala estaba en silencio. Luces blancas de tubos fluorescentes, olor a desinfectante, médicos que bajaban la mirada. Mi hijo de apenas dos años yacía en la camilla, sin responder a ningún estímulo. Los doctores murmuraban entre sí, incapaces de ofrecer algo más que resignación. El tiempo parecía haberse detenido, como si todos estuviéramos esperando lo peor.
Y de golpe, lo imposible: mi hijo se incorporó en la camilla y empezó a gritar “¡mamá!” con una fuerza que rompió el aire del hospital. Los médicos se miraron sorprendidos, algunos con incredulidad. No encontraron una explicación lógica. Lo anotaron en los informes como un caso clínico extraño. Para nosotros, fue un milagro.
Unos días después, ya de regreso hacia Córdoba, la experiencia reveló su misterio más profundo. Viajaba tranquilo en el asiento trasero del auto cuando, con la naturalidad de quien comenta un juego, dijo:—Yo estuve en el cielo.
Lo dejamos hablar.—Vi una puerta grande, un túnel blanco, todo era paz. Y me recibió el abuelo.
Describió a mi padre con una precisión imposible: no sólo su aspecto, también su manera de estar. Y entonces soltó un detalle que nos heló la sangre:—Se mordía el labio de arriba, como si estuviera preocupado.
Ese era el gesto inconfundible de mi padre cuando algo lo inquietaba. Un gesto íntimo, secreto, que no aparecía en fotos, que nunca le habíamos contado y que solo quienes lo conocimos en vida podíamos reconocer.
Le respondimos, conmovidos:—¡Qué lindo! Seguro te habrá recibido con mucho amor.
Pero su contestación fue inesperada:—No. Al contrario. Me corría, me decía que me vaya, que vuelva.
Y como hacen los niños, cambió de tema de golpe y nunca más volvió a mencionarlo. Lo dejó allí, flotando en nuestra memoria, como una marca para siempre.
Hace unos días vi en Netflix El cielo es real (Heaven is for Real). La historia de Colton Burpo, un niño de 4 años que tras una operación aseguró haber estado en el cielo, me golpeó como un eco. Su relato conmovió al mundo: describió personas que nunca había conocido, habló de cosas imposibles de inventar. Yo no lo escuché como espectador, sino como alguien que ya había atravesado lo mismo en carne propia.
Los médicos pueden hablar de alucinaciones, efectos de medicamentos o imaginación infantil. Pero hay algo que trasciende esas hipótesis: la inocencia de un niño que dice la verdad sin adornos, como quien describe un sueño después de una siesta. No buscan convencer, no buscan impresionar: simplemente cuentan lo que vieron.
Quizá no se trata de entenderlo, sino de aceptarlo. Mi hijo volvió de ese túnel blanco con un mensaje silencioso: la vida no nos pertenece del todo. Hay una frontera que se abre y se cierra, y a veces se nos permite asomarnos. Él no regresó con discursos ni con sermones, sino con la certeza de que aquí todavía tenía un destino que cumplir.
El cielo es real conmovió porque puso en pantalla lo que muchas familias habían guardado en silencio. Historias como la de Colton, como la de mi hijo, nos interpelan. ¿Qué hay más allá de la muerte? ¿Qué espera después de esa puerta grande y ese túnel blanco?
Quizá el cielo no sea un lugar lejano, sino un recordatorio de que no estamos solos. Y tal vez la pregunta no sea si creemos o no en el cielo, sino si estamos preparados para escuchar cuando la verdad llega, limpia y luminosa, de la boca de un niño.






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