JUAN ESTEBAN PEDERNERA: EL GENERAL QUE PAGÓ DESDE ABAJO
- Roberto Arnaiz
- 18 dic
- 4 Min. de lectura
La historia argentina está llena de estatuas que no caminan. Próceres convertidos en bronce mudo, nombres que se repiten sin carne ni respiración. Pero cada tanto, cuando uno rasca debajo del mármol, aparece un hombre. No un monumento: un hombre. Con barro en las botas, cansancio en los hombros y una idea fija clavada en la cabeza: que la Patria no se hace desde arriba.
Juan Esteban Pedernera fue uno de esos hombres.
Nació en la provincia de San Luis en 1796, cuando la Patria todavía no era Patria y el mundo era una confusión de lealtades, banderas prestadas y promesas a medio cumplir. No nació con honores ni heredó salones. Nació en una tierra áspera, de viento seco y hombres sobrios, donde la vida se gana a fuerza de resistencia. Quizás por eso, cuando la historia lo puso a prueba, Pedernera no dudó. No preguntó qué ganaba. Preguntó dónde hacía falta.
En 1815 ingresó al Regimiento de Granaderos a Caballo. No era un club social ni un desfile de uniformes relucientes: era una escuela de hierro. Allí se aprendía a montar con frío, a obedecer sin quejarse y a morir sin ruido. Con esos Granaderos hizo el Cruce de los Andes, esa locura monumental que todavía hoy parece escrita por un demente genial. Mientras otros hablaban de imposibles, San Martín los cruzó. Y Pedernera fue uno de los que empujaron la cordillera con el cuerpo.
Su espada estuvo en Chacabuco, cuando el aire se llenó de pólvora y decisión. Resistió en Cancha Rayada, cuando todo pareció perdido. Y volvió a avanzar en Maipú, donde la historia se acomodó de un golpe seco y Chile quedó libre. No hay épica sin cansancio. No hay victoria sin miedo previo.
No se quedó en la gloria cómoda. Siguió. Campaña del Sur de Chile. Combate del Biobío. Más marcha, más hambre, más sangre. Y cuando todavía no se habían secado las botas, se embarcó en la Expedición Libertadora al Perú. Ica, Mirave, Torata, Moquegua, Zepita: nombres que hoy parecen lejanos, pero que entonces significaban fiebre, pólvora y muerte.
Allí cayó prisionero de los realistas. No como héroe de postal, sino como caen los soldados: vencidos por un instante, encerrados, humillados. Permaneció cautivo hasta 1826. Once años después de haber ingresado a los Granaderos. Once años de guerra casi ininterrumpida. Escapó. Volvió. No pidió descanso.
De regreso al país participó en la guerra contra el Imperio del Brasil. Combatió en Ituzaingó. Otra vez el cuerpo al frente. Después vino la guerra civil, esa herida que todavía supura. Se alineó con el bando unitario, acompañó a Lavalle y a Paz. Cuando el León de Riobamba fue derrotado y muerto, Pedernera no se escondió: acompañó sus restos hasta Bolivia. Hay derrotas que se honran caminando en silencio.
Luego llegó la política. No como ambición, sino como consecuencia. Senador por San Luis en 1859. Vicepresidente de Santiago Derqui en 1861. Y ante la renuncia de Derqui, asumió la Presidencia de la Confederación Argentina. Fue su último presidente. Gobernó en tiempos ingratos, cuando el país parecía desarmarse entre papeles, traiciones y urgencias.
Pero no es ahí donde late el corazón de esta historia.
El verdadero Pedernera no está en el uniforme ni en la banda presidencial. Está una mañana cualquiera, en un despacho modesto, con papeles apilados, olor a tinta vieja y el murmullo de una provincia que todavía busca orden.
Golpean la puerta.
No es un golpe firme. Es un golpecito tímido, casi una disculpa.
—Pase —dice Pedernera sin levantar la voz.
Entra una anciana. Pequeña, encorvada, vestida de un negro gastado que ya no es luto sino costumbre. Lleva un pañuelo bien anudado y una carpeta apretada contra el pecho, como si fuera un salvavidas. No mira de frente. Primero al piso, después a la ventana. Finalmente junta coraje.
—Perdón, señor gobernador… no sé si corresponde que yo esté acá.
—Si llegó hasta aquí, corresponde —responde él—. Dígame.
—Soy directora de una escuelita muy humilde. Los chicos vienen descalzos. Algunos no comen todos los días. Pero vienen igual.
Hace una pausa.
—El Estado me debe muchos años de sueldo.
No dice meses. Dice años. La palabra queda suspendida en el aire.
—¿Cuántos? —pregunta Pedernera.
—Ya perdí la cuenta, señor. Primero fueron meses… después años. Siempre me decían “el mes que viene”. Yo seguí yendo igual. Porque los chicos no tienen la culpa.
Pedernera la observa. Mira sus manos, arrugadas, manchadas de tiza seca. Manos de maestra.
—¿Y por qué viene ahora?
—Porque ya no puedo más —dice ella—. Vendí lo poco que tenía. Vivo de la caridad de los vecinos. Y aun así sigo yendo a la escuela. Pero ya no me alcanza ni para el pan.
Silencio.
—Déjeme su nombre y el de la escuela —dice finalmente.
—No vengo a pedir limosna —aclara la mujer—. Solo quiero que me paguen lo que me deben.
—No vino a pedir limosna —responde él—. Vino a reclamar justicia.
Días después, la mujer cobra algunos meses adeudados. No todos. Pero suficientes para respirar y seguir.
Y ahí ocurre lo que importa.
A fin de mes, el habilitado deja sobre el escritorio del gobernador un pequeño montón de monedas de oro.
—¿Y esto? —pregunta Pedernera.
—Es su sueldo.
—¿Ya están pagados todos los empleados?
—No, señor… siempre empezamos por la cabeza.
Pedernera guarda silencio. Piensa en la anciana, en la escuela, en los pies descalzos.
—Tráigame la lista de empleados. La de revista.
La revisa, toma la pluma y escribe al pie:
“Desde la fecha, al hacer la liquidación de haberes de todo el personal de empleados de la Provincia, los pagos se harán a la inversa. Se empezará por los más abajo, por los pies, y se terminarán por la cabeza, el gobernador.”
Firma y despacha al pagador.
Desde ese día, en San Luis, se empezó a pagar desde abajo.
Juan Esteban Pedernera murió en la ciudad de Buenos Aires en 1886, a los 90 años. Fue uno de los viejos Granaderos que recibió los restos del General San Martín en 1880, no por leyenda sentimental, sino por historia real y rango ganado.
No fue un santo ni un hombre perfecto. Fue algo más raro: fue coherente.
Y en un país donde casi siempre se empieza por la cabeza, Pedernera decidió empezar por los pies.
Eso, todavía hoy, sigue siendo una revolución.






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