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Juan Lavalle, Parte I: El león de Riobamba


Hay hombres que parecen forjados en la fricción de la gloria y la desgracia. No alcanzan la historia, la atraviesan. Y cuando la espada cae, no siempre lo hace del lado justo. Juan Lavalle fue uno de esos. Un joven de ojos claros y alma ardiente, que peleó como pocos por la libertad americana, y que luego arrastró su propia tragedia como un fantasma entre las polvaredas de la guerra civil.


Su nombre, que resonó en Riobamba como rugido, terminaría marcado por la sombra de un fusilamiento. Pero esa es otra historia. Esta empieza con una madre obstinada y un cadete de uniforme nuevo que quería entrar en el regimiento más glorioso del país.


Juan Galo de Lavalle nació el 17 de octubre de 1797 en Buenos Aires, en el seno de una familia distinguida. Su padre, Manuel José Bonifacio de Lavalle y Cortés, oriundo del Perú y descendiente directo de Hernán Cortés por vía materna, era además hermano del conde de Premio Real.


Su madre, María Mercedes González Bordallo, pertenecía a una tradicional familia porteña. Los Lavalle, de linaje noble, supieron abrirse paso en las altas esferas virreinales: Manuel José fue contador general de Rentas y Tabaco del Virreinato del Río de la Plata.


El joven Juan cursó sus estudios primarios y secundarios en Buenos Aires. Con apenas 15 años, en 1812, quiso ingresar como cadete al flamante Regimiento de Granaderos a Caballo. Lo rechazaron. No por falta de arrojo, sino porque no hacían falta más hombres.


Pero su madre, mujer de voluntad de acero, lo tomó del brazo y lo llevó de nuevo hasta el cuartel. Insistió. Gritó. Rogó. Hasta que salió San Martín en persona. El Libertador miró a ese chico flacucho, alto, rubio y de buen porte, con ojos que ardían.


Era justo el tipo que buscaba para sus Granaderos. Y sin más, dijo: "Que entre". Desde entonces, su vida quedó atada a los vaivenes de la espada y la patria, como quien se lanza de cabeza al abismo sin pedir permiso. Y nunca más volvió a mirar atrás.


Fue ascendido a teniente en 1813 y en 1814 se sumó al sitio de Montevideo bajo las órdenes de Alvear. En 1815, combatió bajo el mando de Manuel Dorrego contra las fuerzas de Artigas en la batalla de Guayabos.


Ironías del destino: el hombre al que obedeció entonces sería, más tarde, el mismo al que mandaría fusilar.


En 1816 se unió al Ejército de los Andes. En Chacabuco, por considerarlo demasiado joven, no le permitieron combatir. Cuando vio volver a los Granaderos entre aclamaciones y aplausos, masticó tanta rabia que, dicen, quiso retar a duelo al propio San Martín por no haberlo llevado.


Lo detuvieron. Le dijeron que no era cobardía, sino juventud. Y con eso tuvo que tragarse el orgullo.


Años más tarde, en 1819, regresó a Mendoza y se comprometió con Dolores Correas, hija de una influyente familia cuyana. Dolores le escribía cartas llenas de ternura y miedo. Temía que el hombre al que amaba volviera distinto... o no volviera.


Pero la gloria lo llamaba otra vez. En 1820, partió al Perú. Peleó en Nazca, Pasco y Jauja bajo las órdenes de Arenales. En Cerro de Pasco capturó nada menos que al coronel Andrés de Santa Cruz. Luego se unió a Sucre para la campaña del Ecuador.


Y llegó el 21 de abril de 1822. Riobamba. El Chimborazo como testigo. Lavalle al frente de 96 granaderos. Del otro lado, 420 húsares realistas. No era batalla, era suicidio anunciado entre el barro y la niebla, con el volcán mirándolo desde el cielo como un dios andino que no intervenía.


Esa madrugada, nadie hablaba. Uno rezaba en voz baja. Otro besaba una medalla. Lavalle los miró, ajustó la montura y pensó: “No somos muchos, pero vamos a hacer historia”. Ordenó desenvainar los sables y gritó: "¡A degüello!".


La primera carga fue un trueno. Los sables rebotaban en los cráneos como si rasgaran tambores de guerra. En el aire, el olor a pólvora y a sangre fresca armaba una sinfonía brutal. Solo 16 bajas entre los patriotas, y más de 60 entre los realistas.


El enemigo se replegó en desorden, y Lavalle, en lugar de respirar, ordenó una segunda, luego una tercera y finalmente una cuarta carga. El enemigo, cinco veces más numeroso, huyó hecho jirones.


Sucre lo miró y escribió: "Tuvo la elegante osadía de cargarlos y dispersarlos con una intrepidez del que habrá raros ejemplos".


Desde entonces Juan Lavalle fue el "León de Riobamba" y nadie se atrevía a discutirlo.

Pichincha vino después, y con él, la independencia de Ecuador. Luego de la batalla, en una noche húmeda, el general Sucre mandó llamar a Lavalle y a Necochea.


Cuando el asistente lo llamó a la carpa de mando, Lavalle creyó por un segundo que vendría una reprimenda. Pero al entrar y ver el rostro solemne de Sucre, supo que algo más grande lo esperaba. Y aun así, pensó primero en los que no estaban.


Afuera lloviznaba sobre las laderas del Pichincha. Adentro, la carpa de mando olía a cuero mojado y pólvora vieja. Sucre los miró en silencio. Después, con voz firme, dijo: “La patria no se olvida de sus valientes”.


Y allí, entre mapas arrugados y fusiles apoyados en la lona, los ascendió al grado de generales. Lavalle tragó saliva. No dijo nada. Solo asintió, con esa mezcla de orgullo y resignación que cargan los que saben que la gloria viene con precio.


Pero entre esas glorias, hay un episodio menos recordado y cargado de paradojas. En uno de los tantos roces de mando que se vivieron en la campaña del Alto Perú, Bolívar, exaltado por un acto de insubordinación, dictó la orden de fusilar a Manuel Dorrego.


El mismo Dorrego que más tarde sería gobernador, el mismo que Lavalle ejecutaría en Navarro. Pero en ese momento, Lavalle no dudó. Junto a San Martín —quien también consideraba la decisión un exceso intolerable—, intercedieron ante el Libertador.


Bolívar, magnánimo cuando le convenía, retrocedió. Dorrego se salvó. Y Lavalle, con apenas veintitantos años, había salvado la vida del hombre que, años más tarde, le diría con amargura antes de morir: “Pensar que yo te salvé la vida”.


Porque así es la historia cuando la escriben los hombres de carne y hueso. Llena de giros crueles y silencios que duelen. Lavalle había escalado alto, con el coraje de quien sabe que morir no es lo peor. Lo peor es rendirse.


Pero todavía no llegamos a su tragedia. Falta. Volvió a Buenos Aires como héroe. Aunque no lo decía, aunque bajaba la vista cuando lo aclamaban en las tertulias, sabía que había dejado jirones de alma en cada carga de sable, en cada noche de marcha por las quebradas, en cada amigo caído en tierra lejana.


Aquella noche, mientras el fuego menguaba y los sables aún chorreaban sudor y sangre, Lavalle se sentó solo. Miraba el cielo ecuatoriano y pensaba en Dolores, en sus hermanos de armas caídos, en ese futuro incierto que no lo dejaba dormir.


En una carta a Dolores, su prometida, escribió: “No sé si volveré, pero si no lo hago, deciles que fui feliz peleando por lo que creí justo”. Y eso bastaba. Porque Lavalle no era un político. No era un ambicioso. Era un guerrero.


Uno de esos que, cuando suenan los tambores, no preguntan por qué, sino dónde.


Volvería aún más veces al campo de batalla. Su figura creció, sus duelos también. Pronto sería coronel, general, leyenda. Pronto tendría que elegir entre la patria y sus amigos, entre el deber y la memoria, entre el orden y la justicia. Y allí, ya no habría gloria limpia, sino barro y sangre.


Pero eso será parte de otro capítulo. Esta historia, la primera, termina con un joven oficial mirando el horizonte de una América aún en llamas. Lavalle no sabía lo que vendría. Nadie lo sabe. Pero ya llevaba en la mirada la melancolía de los que intuyen que el final no será feliz, aunque sea glorioso.


Y entre la bruma de los Andes y el murmullo de los tambores que no cesaban, se perdió la figura del joven general, ya marcado por la gloria… y por la tragedia que vendría.

 

Bibliografía:


Luna, Félix. Grandes protagonistas de la Historia Argentina: Juan Lavalle. Ed. Planeta, Buenos Aires, 1999. [Biografía de referencia que aborda tanto la campaña militar como su actuación política y el fusilamiento de Dorrego].


Mitre, Bartolomé. Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana. Tomo II. Ed. Estrada, Buenos Aires. [Base para los episodios de la campaña libertadora y los elogios de San Martín].


Irazusta, Julio. Lavalle, el guerrero civil. Ed. Theoria, Buenos Aires, 1935. [Profundiza en el Lavalle político, su participación en el golpe contra Dorrego y sus campañas finales].

Cutolo, Vicente Osvaldo. Nuevo Diccionario Biográfico Argentino (1750–1930). Tomo IV. Ed. Elche, Buenos Aires, 1968. [Fuente para datos personales, fechas, y contexto de sus campañas y muerte].


Halperín Donghi, Tulio. Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla. Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2005. [Contexto político y social posterior a la independencia, clave para entender las tensiones unitarias-federales].


Scobie, James. La lucha por la consolidación de la Argentina: 1830-1860. Ed. Paidós, 1971. [Contexto del conflicto político posterior a la guerra del Brasil y la creación del Estado uruguayo].


Parish Robertson, John. Cartas sobre Sudamérica. Ed. Solar, Buenos Aires, varias ediciones. [Testimonio de diplomáticos británicos, como Robertson, sobre la situación en el Río de la Plata].


Ruiz Moreno, Isidoro J. Campañas militares argentinas. Tomo II. Ed. Emecé, Buenos Aires, 1998. [Descripción táctica y operativa de las campañas de Lavalle, en especial la del norte].

San Martín, José de. Epistolario. Ediciones del Instituto Nacional Sanmartiniano, Buenos Aires. [Incluye la célebre carta donde condena el fusilamiento de Dorrego].


Del Carril, Salvador María. Carta a Lavalle, diciembre de 1828. Archivo General de la Nación. [Documento clave que influenció la decisión de Lavalle de fusilar a Dorrego].


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