Juan Lavalle, Parte II: El león que se volvió sombra
- Roberto Arnaiz
- 28 jul
- 7 Min. de lectura
Entre la gloria y la culpa, entre Dorrego y el exilio
El héroe volvió a Buenos Aires. Lavalle, el León de Riobamba, el general de los sables de fuego y los ojos nostálgicos, regresaba ahora no como guerrero sino como conspirador. La guerra de la independencia había dejado de rugir; lo que quedaba era una patria ensangrentada de puertas adentro. Y Lavalle, el hombre de la espada, creía que aún podía encauzar el destino nacional a punta de acero.
Ya no peleaba contra realistas ni marchaba al compás de Sucre. Ahora escribía con tinta febril a sus contactos unitarios, tejía alianzas secretas, susurraba en las sombras de salones asfixiados por la política porteña. Había quienes decían que no era lo suyo. Que Lavalle sabía de caballos y cargas, pero no de decretos ni pasquines. Y sin embargo, se arrojó de lleno. Una vez más, sin mirar atrás.
El 1° de diciembre de 1828, Lavalle encabezó un golpe contra el gobernador legítimo de Buenos Aires, Manuel Dorrego, su antiguo comandante en Guayabos. El mismo hombre que había salvado años atrás de una ejecución en el Alto Perú. El mismo que creía que la patria debía reconciliarse, y no continuar el juego sangriento de unitarios y federales. Lo apresó en Navarro. Y ahí, en el baldío reseco de la historia, tomó la decisión que lo condenaría para siempre.
La caída de Dorrego no fue producto de una sola traición ni de una decisión improvisada. Fue el desenlace de una conjura tejida desde múltiples frentes. En el trasfondo, la guerra contra Brasil había dejado un sabor amargo: si bien se había firmado la paz con mediación británica y se reconocía la independencia de Uruguay, los unitarios consideraban que Dorrego había capitulado. Le achacaban cobardía, deshonor y falta de visión.
Pero lo que realmente no le perdonaban era el rumbo federal y popular que había tomado su gobierno. Dorrego había abierto las puertas a la participación política de los sectores rurales, a los caudillos del interior, a los hombres sin galera ni levita. Eso encendió las alarmas de la elite unitaria. Buenos Aires no quería compartir el poder con las provincias.
Además, el país estaba quebrado. La guerra con Brasil había dejado una deuda enorme con los acreedores ingleses, particularmente con la banca Baring Brothers, y los plazos de pago se acercaban con amenaza de intervención. Inglaterra presionaba en silencio, con diplomacia afilada, para evitar un default que justificara una intervención militar directa o una apropiación de recursos estratégicos. Dorrego, sin recursos ni respaldo suficiente, fue empujado a firmar la paz para evitar una catástrofe mayor.
Aunque Dorrego había firmado esa paz que dio nacimiento a Uruguay como Estado independiente, en Europa, especialmente en Londres, la lectura seguía siendo desconfiada. Lo consideraban inestable, demasiado cercano a los caudillos del interior y a las masas rurales. Temían que ese vínculo derivara en un poder difuso, más imprevisible que confiable para los intereses británicos. La corona británica, a través de diplomáticos como Parish Robertson, impulsaba la teoría del "Estado colchón": una región autónoma y pacificada entre Brasil y Argentina que permitiera la libre navegación de los ríos y asegurara el comercio imperial. En ese tablero, un Dorrego imprevisible era una ficha que debía salir.
La presión se intensificó. Intelectuales, jueces, políticos unitarios lo rodeaban como cuervos vestidos de civilidad. Entre ellos, uno de los más influyentes fue Salvador María del Carril, que le escribió a Lavalle una carta insidiosa, casi una orden velada, donde justificaba la necesidad de eliminar a Dorrego para garantizar el triunfo de la causa. "El juicio es un formalismo innecesario", decía en sustancia. Otros como Julián Segundo Agüero y José M. Roxas también empujaron en silencio o con firmeza. Lavalle, sin experiencia política, confió en quienes hablaban con tono doctoral y escribían con la pluma de la conspiración. Se dejó arrastrar.
Lavalle, consciente o no, terminó siendo instrumento de esa estrategia. El fusilamiento fue también un mensaje para afuera: el caos se acaba, aquí manda la ley, aunque sea a balazos. Los soldados que dispararon en Navarro no eran compatriotas: eran mercenarios británicos al servicio del orden unitario. Hombres de paga, sin patria, sin historia.
Escribió él mismo una carta justificatoria: fría, precisa, como queriendo convencerse de que no era venganza, sino justicia. Pero sabía. Sabía que la historia le pasaría la factura.
Dorrego cayó en la tierra de Navarro. El sol rajaba la tierra seca. Con el pecho descubierto y la mirada firme, recibió la descarga. No cerró los ojos. Lavalle, a unos metros, apretaba los puños mientras el silencio lo tragaba todo.
San Martín, desde Europa, reaccionó con una mezcla de furia y decepción. El prócer que lo había recibido en los Granaderos le escribió con dolor: “La ejecución de Dorrego ha causado una impresión funesta… no me explico cómo Ud. se ha dejado arrastrar a esa medida”. El viejo libertador, que había enfrentado imperios y reyes, se horrorizaba ahora por el fratricidio de sus propios hijos.
La provincia entró en caos. El fusilamiento no trajo orden ni autoridad: trajo venganza. Juan Manuel de Rosas, que hasta entonces jugaba al costado, salió a la cancha con los federales. Los campos se llenaron de partidas, degüellos y estandartes rojos. Lavalle fue perdiendo aliados. Fue perdiendo credibilidad. Fue perdiéndose a sí mismo.
Desgastado, se exilió. Recorrió Montevideo, Chile, Bolivia. Siempre con esa sombra detrás. Lo saludaban como héroe, pero todos sabían —y él también lo sabía— que su gloria estaba manchada. Lavalle era ahora un personaje de tragedia: admirado, pero señalado. Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo pensaban. Su espada había matado más que enemigos. Había matado el equilibrio, había matado a Dorrego, había matado la confianza.
En 1840 decidió volver. Tal vez buscando redención. Tal vez porque no sabía hacer otra cosa que guerrear. La campaña del norte lo recibió con frío, desorganización y traiciones. Los recursos eran escasos. Sus hombres lo seguían por lealtad y por nostalgia, pero ya no eran aquellos granaderos relucientes que galopaban en Ecuador. Eran sobrevivientes de mil derrotas, con los zapatos rotos y las almas aún peor.
En Famaillá, Tucumán, el 19 de septiembre de 1841, fue derrotado por el ejército federal de Oribe. Una derrota sin gloria, sin épica, sin mártires ni banderas levantadas. Apenas un puñado de tiros, dispersión y silencio. Lavalle escapó. Lo acompañaban unos pocos fieles. Iban por la sierra, hostigados, hambrientos, como espectros.
Y entonces ocurrió lo impensado. En San Salvador de Jujuy, en una casa humilde, un pelotón federal disparó contra la fachada. Lavalle estaba dentro. Una bala perdida —o tal vez no tanto— lo alcanzó en la cara. Cayó hacia atrás. Murió sin ceremonia. Murió con los ojos abiertos.
Y ahí comienza otra historia: la odisea de su cadáver. Sus hombres, temiendo que los federales profanaran el cuerpo, decidieron huir con él. Lo envolvieron. Lo cargaron por quebradas y cornisa. Lo enterraron en secreto en un molino en las afueras de Tilcara. Pero no era suficiente. Volvieron. Lo desenterraron. Lo descarnaron. Hirvieron su cuerpo para quedarse solo con los huesos. Era la única forma de seguir viajando y escapar del enemigo con el recuerdo intacto. Una locura épica. Un amor desesperado. Una pesadilla.
Los restos terminarían, mucho más tarde, en el Cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires. Allí donde descansan los hombres ilustres. Aunque Lavalle no descansó nunca del todo. Porque su alma seguía galopando, buscando respuestas que la historia aún no le da.
Hay un símbolo doloroso y perfecto: murió el mismo día de su cumpleaños, el 9 de octubre. Como si el destino quisiera cerrarle el círculo con crueldad. Como si el país que lo había hecho héroe y luego villano decidiera que ese día era suficiente para todo. Para nacer, para morir, para desaparecer.
Y entonces, ¿quién fue Juan Lavalle? ¿El héroe impetuoso de Riobamba o el político imprudente que fusiló a Dorrego? ¿El joven que cargó cuatro veces contra los realistas en los Andes o el general vencido que escapaba por la quebrada con los restos de su dignidad?
Tal vez fue todo eso junto. Tal vez Lavalle encarna la tragedia nacional: esa mezcla de arrojo y desatino, de nobleza y brutalidad, de gloria fugaz y culpa eterna. Un país que aún no sabe qué hacer con sus héroes cuando cometen errores. Una historia que premia el coraje, pero no siempre perdona la sangre derramada en nombre de la patria.
Porque si de algo no caben dudas, es que Lavalle fue uno de los más brillantes ejecutores de operaciones militares de nuestra historia. Valiente hasta la temeridad, un jinete audaz, un estratega intuitivo. Pero también era un hombre que se dejaba arrastrar por los cantos de sirena de la política. Como dijo alguna vez un contemporáneo: era una espada sin cabeza. Un arma magnífica sin dirección clara.
Bibliografía:
Irazusta, Julio. Lavalle, el guerrero civil. Ed. Theoria, Buenos Aires, 1935. [Obra clave para comprender la evolución política y militar de Lavalle, el fusilamiento de Dorrego, su exilio y la campaña del norte].
Luna, Félix. Grandes protagonistas de la Historia Argentina: Juan Lavalle. Ed. Planeta, Buenos Aires, 1999. [Aporta detalles humanos, políticos y militares de Lavalle, incluyendo la odisea de su cadáver].
Mitre, Bartolomé. Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana. Tomo II. Ed. Estrada, Buenos Aires. [Incluye cartas y opiniones de San Martín sobre Lavalle y el asesinato de Dorrego].
San Martín, José de. Epistolario. Instituto Nacional Sanmartiniano, Buenos Aires. [Contiene la carta de San Martín a Lavalle condenando el fusilamiento de Dorrego].
Del Carril, Salvador María. Carta a Lavalle, diciembre de 1828. Archivo General de la Nación. [Documento original que presiona a Lavalle para ejecutar a Dorrego].
Ruiz Moreno, Isidoro J. Campañas militares argentinas. Tomo II. Ed. Emecé, Buenos Aires, 1998. [Fuente para la descripción de la campaña del norte y la batalla de Famaillá].
Cutolo, Vicente Osvaldo. Nuevo Diccionario Biográfico Argentino (1750–1930). Tomo IV. Ed. Elche, Buenos Aires, 1968. [Aporta datos biográficos clave y anécdotas relevantes, como el traslado del cadáver].
Halperín Donghi, Tulio. Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla. Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2005. [Fundamental para entender el trasfondo político del conflicto entre unitarios y federales].
Scobie, James. La lucha por la consolidación de la Argentina: 1830-1860. Ed. Paidós, 1971. [Contextualiza las guerras civiles, el rol de Lavalle y el caos institucional posterior a 1828].
Parish Robertson, John. Cartas sobre Sudamérica. Ed. Solar, Buenos Aires. [Fuente sobre la política británica y la “teoría del estado colchón”].
Quesada, Ernesto. La campaña del Norte de Lavalle (1840–1841). Ed. Coni, Buenos Aires, 1908. [Relato detallado y crítico de su última campaña, persecución y muerte].
Rosa, José María. Historia Argentina. Tomo III. Ed. Oriente, Buenos Aires, 1964. [Interpretación nacionalista del conflicto Dorrego-Lavalle y sus implicancias geopolíticas].






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